La noticia de que el gobierno de Herrera no había recibido a Slidell provocó que Polk decidiera ordenar, en diciembre de 1846, que Taylor marchara hacia el río Grande del norte, es decir, que se adentrara en territorio mexicano o, en el peor de los casos, territorio en disputa. Con tropas norteamericanas frente a Matamoros construyendo el fuerte Brown, tenía que producirse un incidente sangriento en cualquier momento. Éste tuvo lugar el 24 de abril y Taylor, de acuerdo con sus instrucciones, informó de inmediato en un escueto mensaje: "La guerra puede considerarse iniciada". Polk lo recibió el día 8 de mayo, cuando ya tenía listo su mensaje de declaración de guerra, con las consabidas acusaciones de agravios inflingidos por México a Estados Unidos, a las que agregó uno más: "haber derramado sangre norteamericana en suelo norteamericano". El 11 de mayo, cuando el Congreso recibió el mensaje de Polk y aprobó el presupuesto, ya habían tenido lugar las primeras derrotas mexicanas en Palo Alto y Resaca de Guerrero los días 8 y 9 de mayo.

El gobierno norteamericano tenía listos los planes para atacar a México por todos los flancos. Los secretarios de Guerra y Marina se apresuraron a dar órdenes para que las flotas bloquearan los principales puertos del Golfo y del Pacífico y para que los generales John Wool y Stephen Kearny se movilizaran, uno hacia el centro y el segundo rumbo a Nuevo México y California, que estaban totalmente desprotegidos. Taylor continuó su avance hacia el interior, lo que desmentía su afirmación de que su presencia pretendía garantizar la frontera del nuevo estado de Texas.

Nadie en México estaba preparado para recibir tan malas noticias cuando empezaron a llegar el 22 de mayo. Mas las derrotas eran previsibles. La asimetría que mostraban los dos países en 1821 se había agudizado para la década de 1840. Mientras Estados Unidos contaba ya con unos veinte millones de habitantes y su economía, a pesar de las cíclicas depresiones, estaba en expansión, México apenas alcanzaba los siete y medio millones, no lograba ni estabilizar su gobierno ni superar la bancarrota hacendaria y su economía permanecía estancada.

Referencia iconográfica
José Manuel Micheltorena, cuartelmaestre en Angostura en 1847 (1802-1853)

El ejército invasor era profesional, con oficiales graduados de West Point especializados en todas sus ramas. Gracias a su expansiva economía, el gobierno les proporcionaba todo: bastimentos, armas modernas, medicinas, caballos, salario. Además, en general, los norteamericanos estaban familiarizados con el uso de las armas y una inmigración constante aseguraba voluntarios que podían ser entrenados, disciplinados y sustituidos continuamente.

En contraste, el Ejército Mexicano no había logrado profesionalizarse. Su fundación databa de finales de la Colonia, pero en realidad se había constituido durante la lucha independentista. A partir de 1821 se había conformado con hombres procedentes de los dos bandos que se habían enfrentado, lo que lo dividía a menudo. El Ejército, que se atribuía la autoría de la Independencia y la fundación de la República, se había convertido en el principal actor político y en el árbitro de la voluntad nacional. Sus ambiciones sometieron al país a continuos desórdenes, ya que sus principales jefes se disputaron la Presidencia y los privilegios; a su vez, los esfuerzos por someter al Ejército a las autoridades civiles fracasaron ante las múltiples amenazas sufridas por el país.

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13 de abril de 1847
Manuel Pineda, comandante principal de Baja California

Un ejército hecho sobre la marcha había perdido a sus mejores oficiales con la expulsión de los españoles y en las luchas intestinas (sobre todo durante el movimiento de 1832). Casi todos los ministros de Guerra, en especial Manuel Gómez Pedraza, José Antonio Facio y José María Tornel, habían intentado profesionalizarlo, sin lograrlo. A las diferencias ideológicas y de aspiraciones que lo dividían, se sumaban las rencillas personales. Manuel Balbontín, testigo presencial de la guerra y autor de La invasión americana, 1846 a 1848, nos ofrece el triste cuadro:

Entretenidos nosotros con las frecuentes revoluciones que se sucedían periódicamente, poco o nada nos ocupábamos en estudiar y preparar un sistema de defensa; la invasión nos sorprendió por completo, porque la mayor parte de los mexicanos no creían que tal guerra pudiese venir (…) El estado militar de la República era deplorable (…) el armamento, la artillería y, en general, todo lo concerniente al Ejército, se hallaba envejecido y deteriorado por el uso, sin que en muchos años hubiese sido relevado (…) No existían ni arsenales, ni depósitos de ninguna clase, de manera que las pérdidas sufridas por la guerra era imposible repararlas.

A las grandes carencias del Ejército se sumaba la de servicios profesionales de intendencia y sanidad, que suplían mujeres que seguían su marcha, no sin estorbar sus movimientos y seguramente la lucha. Ni Santa Anna podía controlarlas, pues por Balbontín sabemos que

(...) dio orden para que no pasaran de la Encarnación las mugeres que seguían a la tropa [pero] no fue obedecido; de suerte que un número muy grande de ellas continuó adelante, formando un nuevo ejército.

La escasez de habitantes dificultaba la oferta de voluntarios, pues los hombres se resistían a dejar familias y propiedades sin protección; así, los mismos soldados cansados de una batalla, enfrentaban la siguiente, y los que estaban en el norte, a marchas forzadas cruzaron enormes distancias a través de sierras, desiertos y trópico y casi sin bestias de carga, para luchar en el oriente. Esas condiciones hicieron que la voluntad del gobierno de mantener la guerra y las pruebas de heroísmo que hubo resultaran sorprendentes. En cambio, era mal evitable el cambio continuo de mando, que afectaba la moral de las tropas, enemistaba a los jefes e impedía la continuidad en los planes. Paredes había relevado a Mariano Arista del mando del Ejército del Norte por no apoyar su golpe de Estado. Sustituido por Francisco Mejía, éste no tardó en serlo por Pedro Ampudia, y cuando la situación se tornó delicada, Paredes llamó a Arista al mando, cuando éste ya se había distanciado de sus hombres y de las circunstancias.

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22 y 23 de febrero de 1847
¡A la carga en Angostura!

A su llegada, la situación ya era muy crítica y, aunque dio muestras de valentía, cometió errores. Arista hizo planes para sorprender al enemigo, haciendo cruzar a las tropas el río Grande, pero al no contar con las barcazas para su transporte, perdió el efecto sorpresa. El lugar estaba bien elegido, pero sus decisiones fueron lentas y permitieron que Taylor movilizara regimientos pequeños que se movían aprisa y que podían burlar la obsoleta artillería mexicana, de poco alcance. Además, según parece, las tropas de Arista se vieron obligadas a pelear frente al sol enceguecedor de un largo crepúsculo. Sin que se decidiera la batalla, un incendio obligó a suspenderla.

Las tropas mexicanas pasaron una noche miserable y, víctimas de la depresión, dieron oídos a los rumores que acusaban a su jefe de traición. El lugar cercano adonde se retiraron no era adecuado, y al reiniciarse las hostilidades, las circunstancias estuvieron en su contra. El desastre fue total. Los soldados mexicanos fueron perseguidos hasta el río, en el que muchos de los que huían se ahogaron. La artillería de Taylor causó tantas bajas y heridos que el resultado de la batalla favoreció al enemigo. Gran número de soldados heridos pudieron ser transportados a Matamoros, pero otros quedaron abandonados en el campo de batalla, junto con gran parte del armamento y de las municiones. Unos días después, Arista ordenó el retiro de las tropas, pues los jefes juzgaron imposible defender Matamoros, que fue ocupado el 18 de mayo de 1846.

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18 de abril de 1847
Defensa de Cerro Gordo contra el Ejército norteamericano de F. Bastin

Los jefes del Ejército, que hasta entonces favorecían el centralismo, convirtieron a ese sistema político en el culpable de la derrota, lo que fortaleció al partido federalista. Paredes trató de liberarse de la responsabilidad de la derrota, destituyendo y enjuiciando a Arista. Mas la noticia de las derrotas canceló los planes monarquistas de lograr que el Congreso electo, que se iba a reunir en junio, discutiera el cambio político que asegurara el apoyo europeo. Nadie se atrevió a plantear el proyecto y las publicaciones monarquistas cesaron. El Congreso reconfirmó a Paredes como Ejecutivo provisional y centró su preocupación en la guerra y su financiamiento, pero no la declaró, sino que en un bando, con fecha 6 de julio, reconoció el estado de guerra con la nación vecina:

El gobierno, en uso de la natural defensa de la Nación, repelerá la agresión que los Estados Unidos de América han iniciado y sostienen contra la República Mexicana, habiéndola invadido.

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