Al fundarse Estados Unidos, cualquier augurio de una guerra entre la entonces próspera y rica Nueva España y las recién independizadas colonias inglesas de Norteamérica hubiera parecido absurdo. No obstante, se anunciaba desde entonces, pues los angloamericanos afirmaban que "las tierras españolas brillaban delante de sus ojos". La nación que había "nacido pigmea", al decir del conde de Aranda, bendecida por ventajosas circunstancias, había logrado su independencia mediante una corta y poco sangrienta lucha. Su propia metrópoli le había extendido el reconocimiento en 1783, permitiéndole incorporarse al concierto internacional con plenos derechos. A esto se sumaría el estado de guerra en Europa durante un cuarto de siglo, desencadenado por la Revolución Francesa, lo que permitió a Estados Unidos consolidarse como Estado sin interferencias, comerciar como país neutral, aprovechar la oportunidad en 1803 de comprar la Luisiana y beneficiarse de la guerra de 1812 para invadir las Floridas, forzando a España a cederlas en 1817 a cambio de una frontera fija entre Estados Unidos y Nueva España. Así, al independizarse México en 1821, su vecino había duplicado su territorio y su población y mostraba todos los signos del dinamismo. Su éxito estimulaba sus ambiciones territoriales que, en algunos casos, llegaron a incluir a todo el continente, pero que se concentraron en el septentrión mexicano, casi deshabitado.
México no contó con las ventajas de su vecino del norte. Entró a la vida nacional con una gran pérdida de población, debilitado, dividido, sin experiencia política, en bancarrota y afectadas todas las ramas de su economía. No alcanzó el reconocimiento de la metrópoli sino a finales de 1836, convirtiéndose en blanco de ambiciones extranjeras sobre su mercado, su plata y su territorio. No obstante, lograda la independencia, con optimismo imitó parte del sistema político y de política de colonización de su vecino, esperando tener el mismo resultado. Para poblar su deshabitado septentrión, mejoró las condiciones ofrecidas por Estados Unidos para colonizar la provincia de Texas y asegurar la lealtad de los colonos. Mas los resultados fueron desastrosos. Éstos ya se anunciaban desde 1826, cuando el colono Haden Edwards intentó fundar la república de "Fredonia".
En 1830, una nueva ley de colonización prohibió la entrada de angloamericanos, en una búsqueda de revertir la situación que indicaba que éstos se encontraban en una proporción de nueve a uno con los mexicanos. Los colonos, procedentes en su mayoría del sur norteamericano, habían introducido gran número de esclavos y los empresarios hacían una abierta especulación de tierras, en violación abierta a las condiciones de los contratos.
Para neutralizar el malestar generado por las diferencias culturales y el abolicionismo mexicano, el gobierno terminó por otorgar nuevos privilegios: desde la derogación del decreto de abolición de la esclavitud y la reapertura de las puertas a la inmigración angloamericana, hasta la legalización del uso del inglés en asuntos administrativos y jurídicos, la institución del juicio por jurado y un nuevo plazo de exención de impuestos. Pero los especuladores de tierras y el grupo de norteamericanos que habían entrado para promover la anexión de Texas a Estados Unidos no cejarían en fomentar cualquier motivo para provocar la ruptura.
Por otro lado, se habían generado tensiones en las relaciones entre México y Estados Unidos a partir de l825, ante la pretensión norteamericana de mover la frontera hacia el sur de la línea negociada con España en 1817. El primer ministro norteamericano en México, Joel R. Poinsett, había planteado el interés de su gobierno por comprar Texas y, aunque la respuesta mexicana fue contundente, su sucesor, Anthony Butler, especulador texano, insistiría en el tema. Otro punto de fricción fueron las reclamaciones de ciudadanos norteamericanos contra el gobierno mexicano por daños en propiedades, uso forzado de barcos, préstamos forzosos o cobros fiscales injustos, etcétera, que Butler procedió a acumular sin discriminación. Muchas eran exageradas o del todo injustas, pero se convirtieron en un eficiente instrumento de presión para el gobierno agobiado por la bancarrota.
En 1835, los texanos carecían en realidad de agravios, pues se les habían solucionado todas las quejas justas. Pero la reapertura de una aduana, al vencerse el nuevo plazo de exención de impuestos, hizo reaparecer la inquietud, aprovechada por los anexionistas para explotar el temor de los colonos esclavistas. Los pretextos para la separación los ofrecieron los problemas internos del estado de Coahuila y Texas y la ley que disminuía la milicia -que no afectaba a Texas, por ser zona de frontera-. La reducción de la milicia cívica provocó la rebeldía de los gobiernos de Zacatecas y de Coahuila y Texas. El ministro de Relaciones José María Gutiérrez Estrada demostró la constitucionalidad de la medida, pero fue necesario someter a los estados con el Ejército. En Zacatecas, el Ejército simplemente ocupó la capital, pero Texas ameritó una campaña, iniciada a principios de 1836.
El desafío de los dos estados al gobierno nacional y los rumores de la inminente independencia de Texas con apoyo de Estados Unidos convencieron a la población de que el federalismo estaba provocando la fragmentación del territorio. Los centralistas aprovecharon ese contexto para promover el cambio de gobierno y lograron convencer a los federalistas moderados de su conveniencia para fortalecer al gobierno nacional. De esa manera, en octubre el centralismo se había establecido.
Los independentistas texanos utilizaron el centralismo como pretexto, aunque en realidad la decisión de secesión estaba tomada antes de recibir la noticia de la suspensión del federalismo. El 6 de noviembre de 1835, una convención de colonos declaraba rotas sus relaciones con la República por el cambio de sistema político. No se procedió a la declaración de independencia para no enajenar el apoyo de los federalistas radicales. Los anexionistas sabían que no podían sostener la lucha contra México sin la ayuda de Estados Unidos, por lo que de inmediato enviaron una comisión al vecino país para conseguir ayuda en recursos y voluntarios y emprender una campaña publicitaria contra el país que los había acogido. Con el cebo de las tierras colonizables de Texas, por todo el país vecino se fundaron clubes texanos que reunieron voluntarios, dinero, armas y bastimentos. Cientos de hombres se engancharon "para liberar a Texas" y recibir tierra a cambio.
La campaña para someter a la provincia rebelde, bajo el mando del Presidente Antonio López de Santa Anna, comenzó con una serie de victorias y la toma del fuerte del Álamo en San Antonio. Esto forzó a los texanos a firmar la declaración de independencia el 2 de marzo de 1836. El acta incluía agravios inexistentes. Se hablaba de que el gobierno había violado la "invitación" que había hecho a los colonos con la promesa de mantener las instituciones a que estaban acostumbrados, además de impedirles el ejercicio de su religión. No mencionaba ni el antiesclavismo ni el fin de la exención de impuestos. Los colonos tenían mala memoria. Olvidaban que habían cabildeado para conseguir concesiones para colonizar Texas ante gobiernos monárquicos centralistas con la condición de que fueran católicos, juraran las leyes del país y se comprometieran a no comercializar las tierras. Como su declaración estaba dirigida al público norteamericano, evitaban toda mención sobre la esclavitud, para no enajenar la simpatía de los abolicionistas norteños. Que ésta era la verdadera causa para independizarse, lo indica la Constitución aprobada para la República de Texas. La Constitución seguía las pautas de las Constituciones sureñas y contenía un esclavismo radical que incluso prohibía a los propietarios de esclavos manumitirlos sin el permiso del Congreso.
Por desgracia, el Ejército Mexicano tuvo un descuido. En San Jacinto fue derrotado y el Presidente Santa Anna fue hecho prisionero y fue forzado a ordenar que el Ejército Mexicano se retirara más allá del río Grande, orden que incomprensiblemente, procediendo de un general prisionero, atendió el segundo en mando, Vicente Filisola. El retiro del Ejército al otro lado del río Grande aseguró la independencia de Texas, pues la situación del país no permitiría organizar una nueva expedición a esta provincia.
El Presidente de Estados Unidos, Andrew Jackson, que venía apoyando los planes texanos, no se atrevió a intervenir directamente, pero declaró la neutralidad, que tampoco respetó. Su gobierno presionó al gobierno mexicano al exigir el pago de las reclamaciones y, antes de dejar la Presidencia en marzo de 1837, extendió el reconocimiento a la República de Texas.
El asunto de Texas provocó la ruptura temporal de relaciones entre los dos países, pero gracias a una honda depresión económica que afectó a Estados Unidos, su gobierno aceptó someter a arbitraje las reclamaciones. El tribunal fue constituido por dos mexicanos, dos norteamericanos y el rey de Prusia como árbitro. Las reclamaciones norteamericanas, que sumaban 8,788,221 pesos, quedaron reducidas a 1,386,745 pesos (o dólares, que eran equivalentes), y México empezó a pagar.
A las pretensiones norteamericanas se sumaron ahora las de la República texana, que se debatía entre sus ambiciones sobre Nuevo México y la necesidad de negociar con México, presionada por la penuria hacendaria. Por eso el gobierno rebelde envió diversos agentes a México, pero como no eran recibidos, aprovechaba cualquier ocasión para atacarlo por tierra o por mar. En México la cuestión de Texas se convirtió en tabú. Gran Bretaña insistió en la conveniencia de extender el reconocimiento para evitar males mayores y, aunque en 1840 un comité del Consejo de Gobierno, presidido por Lucas Alamán, aconsejó concederlo a condición de que no se anexara a otro país, de que pagara una indemnización y de que Francia y Gran Bretaña garantizaran la frontera mexicana, no prosperó. La sola noticia de la propuesta causó un escándalo mayúsculo y la salida del ministro de Relaciones. Gran Bretaña, convencida de que México no podría reconquistar la provincia, le extendió el reconocimiento, pero no dejó de presionar para que México lo concediera; mas los mexicanos se mostraron obsecados en el asunto.
El comercio entre Misouri y Santa Fe había familiarizado a los norteamericanos con Nuevo México, poniendo en la mirilla expansionista a la provincia. Pronto, las noticias de las riquezas y ventajas que presentaba California la convirtieron en el blanco predilecto de las ambiciones expansionistas. El ministro norteamericano en México, Waddy Thompson, llegó a escribir al secretario de Estado Daniel Webster en 1842: "Texas tiene poco valor comparado con California, la tierra más rica, la más hermosa y saludable".
Para entonces, el expansionismo norteamericano, aparente desde los primeros días de su vida nacional, se había convertido casi en verdadera fiebre, dirigido desde Washington. El peligro que se cernía sobre la República se materializó en octubre de 1842, cuando la flota norteamericana en el Pacífico ocupó el puerto de Monterrey en California porque su comandante pensó que había guerra entre los dos países. Su conducta permite pensar que tenía instrucciones para el caso, al igual que el cónsul de Estados Unidos para promover la secesión. México, sin la posibilidad de vigilar su extensa frontera, veía sus territorios infiltrados por toda clase de norteamericanos ilegales, incapaz de impedirlo.
Las pretensiones de los expansionistas sobre los territorios del oeste, Oregón y California, no eran secretas: abiertamente se aludía a ellas con diversas justificaciones. Unos clamaban cumplir el mandato bíblico y otros, la necesidad de extender el área de la democracia o de evitar su ocupación por esclavistas, británicos o franceses. El expansionismo desde luego era buen recurso para ganar votos: la plataforma del candidato a la Presidencia, James Polk, en 1844 utilizó el slogan "reanexar Texas y reocupar el Oregón".
México no sólo se negaba a otorgar el reconocimiento a Texas, sino que en 1844 declaró que consideraría la anexión de Texas como causa de guerra. El primer intento por asegurar un tratado de anexión fracasó ante el Senado norteamericano a mediados de 1844, pero el gobierno encontró otra fórmula: presentar la cuestión como tema de política interna para que pudiera ser aprobada por una resolución conjunta de las dos Cámaras del Congreso. El 1º de marzo de 1845, el Presidente John Tyler, en vísperas de la entrega de la Presidencia a Polk, firmó el documento. La oferta de anexión se convertía así en ley para ser presentada ante el gobierno texano.
Mientras tanto, en México, el gobierno moderado del general José Joaquín de Herrera, inaugurado en diciembre de 1844 al ser desaforado Santa Anna, había decidido entrar en negociaciones con Texas para evitar una guerra con Estados Unidos. Pero la proposición mexicana era extemporánea y, al llegar junto con la oferta norteamericana de anexión, fue rechazada. Una convención especial aprobó la "agregación" de Texas a Estados Unidos en julio.
La situación de México en 1845 era aflictiva: en total bancarrota, lo dividían conspiraciones internas y externas que favorecían los designios norteamericanos. Los federalistas radicales habían entrado en contacto con Santa Anna, exiliado en La Habana, para restaurar la Constitución de 1824, al tiempo que Mariano Paredes y Arrillaga conspiraba en el Ejército para instaurar una dictadura militar. Por si esto fuera poco, España había organizado otro complot para establecer la monarquía, encabezado en México por el ministro español Salvador Bermúdez de Castro, lo que dejaba a la Nación sin aliados: Gran Bretaña había advertido que, de haber guerra, mantendría la neutralidad, y el ministro francés había roto relaciones por un incidente baladí. Herrera hizo todo lo posible por preparar al Ejército para la guerra y lo multiplicó para conseguir recursos para sus tres divisiones. Mas consciente de la imposibilidad de enfrentar una guerra, el gobierno aceptó la oferta norteamericana de recibir a un comisionado especial del Presidente Polk, con la condición de que no fuera plenipotenciario y se restringiera a solucionar el problema pendiente, es decir el de Texas. Polk deseaba Nuevo México y California, pero prefería comprarlos para evitar una guerra costosa que, además, podía aumentar la polarización entre el norte y el sur. No obstante, en caso de no lograrlo, estaba dispuesto a arriesgar un enfrentamiento bélico, que esperaba fuera "pequeño", sólo para negociar un tratado de paz, en el que México, incapaz de pagar las reclamaciones, tendría que ceder los territorios ambicionados. Por tanto, previendo ambas posibilidades, envió a John Slidell como plenipotenciario, con diversas ofertas de compra de territorio.
Slidell llegó, pero Herrera se negó a recibirlo por sus credenciales plenipotenciarias. Mas su presencia fue capitalizada por Paredes, los radicales y los monarquistas que, de inmediato, acusaron al gobierno de preparar la venta de Texas y California. Y como en septiembre los monarquistas habían atraído a Paredes a su partido, éste, a finales de noviembre, acusaba a Herrera de negarle recursos para evitar que partiera al frente, por lo que exigía su renuncia. El Presidente se negó y Paredes promovió el pronunciamiento del Ejército de Reserva, situado en San Luis Potosí, que le solicitó ponerse a su frente. El tramposo general, sin tomar en cuenta la amenaza que se cernía sobre la República con la presencia del Ejército norteamericano de Zachary Taylor en Corpus Christi, en lugar de marchar al norte, avanzó con su ejército hacia la capital. El 2 de enero de 1846 Paredes se erigía, por la fuerza de las armas, en Presidente de la República.
Muchos alentaron esperanzas pues Paredes tenía fama de honesto y eficiente. Mas México estaba en una encrucijada: en bancarrota, sin aliados, carente de un ejército profesional, de armas, de municiones y de recursos económicos. La desilusión no se hizo esperar. La convocatoria para elegir un Congreso era tan elitista, que sólo un pequeñísimo porcentaje de la población tenía derecho al voto y, además, los periódicos pagados por Bermúdez hacían una descarada propaganda monarquista. A partir de abril, en el sur de México se oyó el primer pronunciamiento por el federalismo, y Santa Anna no tardó en encontrar eco en Guadalajara y Mazatlán. De nuevo, las rencillas internas evitaban concentrar al Ejército en la defensa, además de que Paredes distrajo a buena parte de éste para someter a los rebeldes, a pesar de que Taylor se había instalado frente a Matamoros.