Susana
Quintanilla
Investigadora del DIE-CINVESTAV
Presentación
Pese a su
confinamiento en los archivos, las revistas especializadas y los corrillos
de la academia, los historiadores no han renunciado a la pretensión
de participar en los debates acerca del momento y del futuro de la
educación.
Atisban el pasado desde el presente y anhelan proporcionar a sus contemporáneos
espejos en los cuales mirarse. Sin embargo, las oportunidades que ello
suceda son escasas: analistas políticos, sociólogos, funcionarios
públicos, maestros e historiadores transitan caminos distintos.
En las escasas ocasiones en las que se topan unos con otros, intercambian
saludos y prosiguen sus respectivos viajes.
El tema
de las reformas educativas es idóneo para favorecer el diálogo
entre quienes se ocupan de la educación del presente y aquellos
que incursionan por su ayer. Los primeros tienen como preocupación
central cómo innovar el sistema educativo. Considerar procesos
de transformación acontecidos tiempo atrás podría
serles de utilidad para resolver los retos que se les presentan. El conocimiento
de la trayectoria histórica de la educación es medio insustituible
para idear y poner en práctica propuestas de cambio. Entre otras
cosas, obliga a reconocer que la solución de los problemas educativos
actuales exige sensibilidad hacia el pasado de las instituciones e ideas
y de los sujetos que en ellas intervinieron.
La reforma que conmovió a México en la medianía de
los años treinta resulta impar para reflexionar acerca de la naturaleza,
los alcances y los límites de las iniciativas de cambio en los
sistemas educativos
de América Latina. Según sé, ésta fue la primera
vez que el término educación socialista
fue incluido en la constitución de un país latinoamericano.
El que ello se produjera en la etapa conclusiva de la revolución
mexicana lo vuelve aún más particular.
. Las acciones realizadas por el general Lázaro Cárdenas
en favor del país y de sus clases desposeídas
apresuraron el ritmo del tiempo mexicano, alteraron el cambiante pulso
de la experiencia de los hombres y removieron expectativas de progreso,
justicia, libertad e independencia surgidas desde décadas atrás.
Dichas alteraciones se produjeron en un contexto internacional signado
por el ascenso del fascismo y la germinación de la segunda guerra
mundial.
Este artículo presenta un panorama, necesariamente limitado, de
lo que fue la educación socialista y lo que significó su
aplicación.
Dada la cuantía y la diversidad de espacios, tiempos y problemas
estudiados con respecto al tema,
decidí centrarme en el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas,
de 1934 a 1940,
y dentro de él en tres pares de aspectos: a) cuál fue la
política educativa
del gobierno federal y qué conflictos hubo de enfrentar; b) qué
estrategias se instrumentaron para aplicar las disposiciones normativas
y cómo alteraron la estructura del sistema educativo de la época;
c) cuáles fueron los principales proyectos escolares
para el campo y para las ciudades y qué respuestas suscitaron en
la población. Hay tantas cosas por decir acerca de estos asuntos
y tan poco espacio para hacerlo, que intenté circunscribirme a
los hechos más esenciales, sin negar por ello su complejidad ni
contentarme con su simple enumeración. En todo caso, quien después
de leer estas páginas tenga curiosidad por alguno de los sucesos
en ellas descritos puede acudir a las fuentes citadas. De manera deliberada
armé este texto como una especie de brújula para orientar
al lector en su posible excursión por los documentos centrales
de la educación socialista, los estudios referentes a ella y las
reflexiones que éstos han permitido desarrollar.
La política educativa del poder central
Poco
antes de que concluyera el año de 1934 el Congreso de la Unión
aprobó la propuesta del Partido Nacional Revolucionario (PNR) de
modificar el artículo tercero constitucional. Ya reformado, el
texto establecía que la educación impartida por el estado
debía ser socialista, excluir toda doctrina religiosa y combatir
el fanatismo mediante la inculcación de un concepto racional y
exacto del universo y de la vida social. Asimismo, ampliaba las facultades
del gobierno federal tanto para controlar los distintos niveles del sistema
educativo como para vigilar el funcionamiento de las escuelas particulares.
La iniciativa de modificar la orientación que en materia educativa
determinó el Congreso Constituyente de 1917 fue parte y consecuencia
de una serie de cambios en las correlaciones de fuerzas al interior del
partido oficial, el PNR, así como de la presión de los sectores
populares por él organizados.
La presencia dentro de la estructura partidaria de nuevos actores políticos
y el fortalecimiento de los líderes radicales favorecieron que
en el Plan Sexenal acordado en 1933 se establecieran compromisos con el
reparto agrario, la reforma educativa, la soberanía sobre los recursos
naturales y los derechos sindicales.
PNP. Este documento reflejaba en muchos sentidos los principios nacionalistas
y populares de las diversas fuerzas revolucionarias, reforzados por las
corrientes en favor de la intervención estatal como elemento de
equilibrio entre las clases sociales y motor de las transformaciones que
se creía necesario impulsar. En el terreno de la educación
recuperó prácticas e ideas desarrolladas desde al menos
tres lustros atrás: el pensamiento liberal de principios del siglo
XX, la enseñanza racionalista,
las experiencias radicales experimentadas en algunas entidades de la república,
la escuela de la acción
propuesta por la Secretaría de Educación Pública
(SEP) en años precedentes y el modelo pedagógico soviético.
Estos afluentes confluyeron en una sola voluntad: construir, bajo el control
directo del gobierno federal, una escuela inspirada en la doctrina de
la revolución mexicana.
Durante su gira electoral, Lázaro Cárdenas difundió
el Plan Sexenal haciéndolo vivir en términos de tierras,
escuelas, cooperativas y créditos agrícolas. La educación
socialista fue uno de los emblemas de su propaganda, así como el
motivo de movilizaciones callejeras y componendas partidistas. Las centrales
sindicales, los ferrocarrileros, las ligas agrarias y algunas fracciones
del magisterio se manifestaron en favor de ella. Más tarde, el
PNR movilizaría a su maquinaria para tomar las calles y mostrar
a los conservadores su apoyo a la iniciativa de ley.
Es factible que estos actos fueran promovidos desde las cúpulas
gubernamentales y que muchos de quienes participaron en ellos desconocieran
el móvil que defendían. Sin embargo, no podemos excluir
la existencia de adeptos a esta causa ni desmerecer su importancia.
Lázaro Cárdenas tuvo que enfrentar el descontento ocasionado
por el proyecto de reforma. El intento de introducir innovaciones como
la coeducación y la educación sexual habían generado
protestas de magnitud considerable que obligaron al titular de la SEP
del gabinete anterior, Narciso Bassols, a renunciar a su cargo.
En la ciudad de México y en muchas regiones del país, sobre
todo las más afectadas por la Cristiada,
existían asociaciones de padres de familia, grupos afiliados a
la Liga Nacional de Defensa de las Libertades Religiosas, confederaciones
de universitarios, núcleos sinarquistas, cristeros todavía
en armas, autoridades públicas, órganos patronales, hacendados,
rancheros y gremios de artesanos dispuestos a luchar por sus convicciones
e intereses. Al otro lado de la trinchera también había
una amplia gama de fuerzas combatientes: ligas antirreligiosas, organizaciones
femeniles, comités pro educación socialista, uniones de
estudiantes, sindicatos de maestros, hermandades de artistas e intelectuales,
partidos políticos de izquierda
y confederaciones tanto obreras como campesinas. La mayor parte de estas
fuerzas, ya fueran de uno u otro bando, contaban con experiencia en el
manejo de los asuntos públicos. Los años de lucha armada
(1910-1920) dejaron como saldo una sociedad activa, dispuesta a batallar
dentro del proceso de reestructuración que trajo consigo el derrumbe
del antiguo régimen.
Más tarde, la guerra cristera amplió la convocatoria y la
capacidad de organización vastos sectores rurales y urbanos a lo
largo del país. Al tiempo que ello sucedía se produjeron
movimientos en favor del reparto de tierras, mejoras salariales y democratización
de la vida pública. Para 1934, aún con las secuelas del
trance económico de 1929, México vivía una situación
crítica, bajo un clima enrarecido por las afrentas del pasado y
la desesperanza hacia el porvenir.
En este contexto, el candidato Lázaro Cárdenas fue sometido
a presiones provenientes de diversos frentes. Varios de los conflictos
fueron protagonizados por líderes de su partido, el temido y odiado
Plutarco Elías Calles en primer lugar.
En julio de 1934 este dirigente pronunció en la ciudad de Guadalajara,
cuna y bastión del movimiento católico, un discurso incendiario
en contra de los elementos clericales y reaccionarios que
se habían apoderado de la escuela. Su arenga reavivó el
temor hacia una nueva persecución religiosa y predispuso a la Iglesia
en contra de la reforma del artículo tercero. Los miedos se redoblarían
ante la presión
ejercida por algunos líderes que pidieron la aplicación
inmediata de los principios constitucionales y activaron a sus bases
para llevar hasta sus últimas consecuencias las versiones
más ortodoxas de la educación socialista.
Por el contrario, otros gobernantes, entre ellos el presidente aún
en funciones, Abelardo Rodríguez, creían que la modificación
del texto constitucional era un desacierto que podría acarrear
más problemas que beneficios.
La opinión de este funcionario era similar a las de otros veteranos
de la educación pública, quienes consideraban innecesario
crear un clima de confrontación que pusiera en riesgo los avances
logrados años atrás.
La aprobación legal del dictamen presentado por la comisión
correspondiente fue más que un trámite burocrático
llevado al cabo por un poder legislativo dócil. Durante los debates
salieron a flote no sólo las fracturas internas del PNR, sino la
falta de claridad en torno al por qué y el cómo reformar
al sistema educativo y la existencia de diversas concepciones acerca del
sentido y los alcances de los cambios. Los diputados se enfrascaron en
apasionadas discusiones acerca de la proximidad o la lejanía del
socialismo, el significado de este término y sus contradicciones
con el régimen económico entonces vigente.
Hoy en día estos alegatos pueden ser vistos con desdén y
provocar sarcasmo, pero en su tiempo eran tomados muy en serio.
Tan pronto fue aprobada la enmienda constitucional el gobierno creó
el Instituto de Orientación Socialista, organismo responsable de
elaborar los lineamientos para la enseñanza básica. En poco
tiempo, de acuerdo con el pulso apresurado del momento, diseñó
el Plan de Acción de la Escuela Primaria Socialista, que fue distribuido
por todo el territorio nacional. Más que de la educación
socialista en el sentido ortodoxo del concepto, este documento hacía
referencia a una escuela socializada que no estuviera al margen
de la vida y la sociedad, sino que combatiera sus lacras y actuara en
defensa de las clases desposeídas.
Lejos de marcar un solo camino, daba cabida a diversas propuestas pedagógicas,
siempre y cuando privilegiaran a la comunidad, la propiedad colectiva,
al trabajo y al conocimiento útil, y se opusieran al individualismo,
la religión y la injusticia social.
Además de conciliar diferentes posturas dentro de las esferas oficiales,
el nuevo gobierno tenía que mantener el frágil equilibrio
logrado en 1929 con la jerarquía eclesiástica, que encabezó
la batalla en contra del ateísmo estatal. Desde 1932
fueron elaboradas y difundidas pastorales que instruían a los fieles
sobre cómo actuar para que en las escuelas no se enseñara
nada contra la fe y contra las buenas costumbres. Inmediatamente
después de la reforma constitucional los padres de familia fueron
prevenidos de que al enviar a sus hijos a las escuelas socialistas
cometían pecado capital. Una pastoral colectiva fechada el 12 de
enero de 1936 afirmó que ningún católico podía
ser socialista, ni aprender o enseñar el socialismo, o suscribir
declaraciones en las que tuviera que admitir el naturalismo pedagógico
y la educación sexual. Meses después se exhortó a
la grey a combatir el laicismo y la enseñanza socialista y comunista
por contener errores trascendentales e ideas disolventes del orden
y de la sociedad.
El
acoso de la Iglesia y de las asociaciones vinculadas a ella obligó
al gobierno a moderar el tono antireligioso de la reforma educativa. Ello
le resultaba vital debido a los rescoldos de la rebelión cristera,
que tuvo entre sus enemigos más odiados a los maestros rurales
y a los dirigentes de los comités agrarios. La censura de la jerarquía
eclesiástica hacia los cristeros alzados, hombres miserables
sin medios ni ayudas, era esencial para combatir la ola bélica
y evitar que ésta se expandiera.
De aquí que Lázaro Cárdenas, más respetuoso
que sus antecesores de la religiosidad del pueblo mexicano, intentara
ser cuidadoso para con la oposición católica y no secundara
el matiz iconoclasta que algunos de sus aliados quisieron darle a la reforma.
En 1935 restringió la campaña anticlerical y canalizó
los esfuerzos hacia la realización de su proyecto social, en particular
lo referente al reparto agrario y la colectivización de las tierras
expropiadas. Este programa sería parcialmente cancelado a partir
de 1938, año de la nacionalización del petróleo,
cuando las amenazas del exterior, las correlaciones políticas internas,
la oposición a algunas de sus medidas y la disputa por la sucesión
presidencial obligaron al régimen cardenista a matizar sus propuestas
originales.
Ese fue el año de la reconciliación nacional, cuando el
presidente suspendió la aplicación de las leyes anticlericales
y logró la paz que las armas no habían podido lograr.
La primera oleada en contra de la reforma coincidió con el desarrollo
del conflicto entre Lázaro Cárdenas y Plutarco Elías
Calles, Jefe Máximo de la revolución, fundador
del PNR y uno de los causantes principales del descrédito de la
ciudadanía hacia el poder público. En 1935, tras la serie
de movimientos que culminaron con la expulsión de Plutarco Elías
Calles del país y el nombramiento de un nuevo gabinete, Lázaro
Cárdenas sustituyó a su primer secretario de educación,
Luis García
Téllez.
No fue éste el efecto más importante de la querella en los
círculos del poder. Los requerimientos de combatir a los aliados
del callismo y de acrecentar las fuerzas leales al bloque cardenista definieron
en gran medida las orientaciones de la política educativa del ejecutivo
federal. Ello ayuda a explicar por qué éste favoreció
a fuerzas locales contrarias a la educación socialista, solapó
a autoridades que no aplicaron los lineamientos educativos estatales y
ejerció la ley a discreción, de acuerdo con
sus necesidades más inmediatas y sus intereses a largo plazo. Lázaro
Cárdenas actuó de manera desigual y no siempre de acuerdo
con sus convicciones, lo cual no desmerece su ideario ni le resta méritos
a sus acciones. En todo caso, es indicativo de la debilidad del Estado
posrevolucionario y de sus dificultades para imponer su voluntad.
Desde finales de 1937 el Presidente y sus aliados orientaron sus esfuerzos
hacia la reestructuración del PNR, cuyo nombre, directiva y estructura
interna fueron modificados un año después.
A partir de entonces, el discurso y las actividades gubernamentales en
materia educativa se concentraron en la meta de incrementar el poder del
gobierno federal y el de las filiales partidarias sobre los poderes locales,
base de los pactos que permitieron el nacimiento y el desarrollo de la
SEP. El peso depositado en la faceta doctrinaria de la escuela socialista
decayó; a cambio de ello, se reforzó la tendencia a crear
un sistema educativo unificado bajo el dominio directo de la SEP. En 1939
fue aprobada una nueva reglamentación que afinó las medidas
de control e hizo posible lo que, no sin razón, los opositores
a estas normas llamaron monopolio educativo estatal.
Gestión educativa y control estatal
A lo largo de su periodo presidencial, en algunos momentos y zonas con
mayor intensidad que en otros, Lázaro Cárdenas le confirió
a la educación un papel decisivo en el cumplimiento de la política
gubernamental. Congruente con ello, intervino más que ningún
otro presidente de la república en los asuntos educativos, amplió
los recursos financieros y los apoyos destinados a la educación
y asignó a los maestros y a las escuelas importantes funciones
en la transformación de la sociedad mexicana. Ellos debían
ser agentes del cambio y guías de las organizaciones populares
en la lucha en contra de las fuerzas conservadoras y en favor de una sociedad
más justa, democrática y autónoma.
Para cumplir con lo anterior, el gobierno introdujo algunos cambios y
fortaleció tendencias que alteraron la estructura del sistema educativo
de la época. Las alteraciones comenzaron en la propia SEP, que
por primera vez desde su creación, en 1921, fue conducida por hombres
provenientes de la provincia y ajenos a los círculos intelectuales
de la ciudad de México. El manejo de las prioridades y los métodos
educativos pasó de los intelectuales que habían resguardado
las instituciones culturales y la educación superior desde el ocaso
del porfiriato, hacia maestros y funcionarios plebeyos con
vasta experiencia dentro del sistema escolar. Sus conocimientos pedagógicos,
sus afinidades con el magisterio y su liderazgo serían piezas clave
en los avatares de la reforma educativa.
Los nuevos mandos de la burocracia promovieron la expansión cuantitativa
del sistema federal de educación y el aumento de la vigilancia
de la SEP sobre las escuelas públicas
y privadas.
Como resultado de ello se avanzó en la centralización del
sistema educativo y se produjo una redistribución del costo del
servicio educacional entre la federación, los estados y los municipios.
El primer asunto, que en años previos había sido objeto
de agrias discusiones, ocupó un lugar secundario en los debates
que condujeron a la modificación del artículo tercero. Fueron
pocos los legisladores que advirtieron los peligros de suprimir, en aras
de lograr la integración de una nacionalidad plena de vida,
la referencia explícita a que la jurisdicción del ejecutivo
federal no podía ir en contra de la facultad de los estados para
legislar sobre el ramo educativo. Su descuido sentó
las bases legales para la centralizar técnica y administrativamente
al sistema escolar mexicano. En 1937 el secretario de educación,
Gonzalo Vázquez Vela, declaró su confianza en que en
un futuro no lejano, y sin menoscabo de la indispensable atención
que debe darse a las modalidades regionales, la unificación sea
completa y pueda hablarse de un sistema nacional único.
Para entonces se habían dado pasos firmes hacia la integración
de los sindicatos de maestros. El poderoso Sindicato de Trabajadores de
la Enseñanza de la República Mexicana (STERM), creado en
febrero de 1938, sería un pilar en la construcción del entramado
burocrático que en adelante se haría cargo del funcionamiento
de la educación pública.
Durante los primeros años del gobierno cardenista la expansión
de la SEP se produjo de forma diferenciada y con base en frágiles
negociaciones entre las autoridades federales y las de los estados. En
general, las primeras tomaron el control de las escuelas rurales y técnicas
ya existentes y promovieron la creación de nuevos planteles en
el medio rural. Por su parte, los colegios urbanos quedaron bajo la potestad
de los gobiernos estatales, algunos de los cuales pusieron poca resistencia
a los afanes centralizadores. Los traslados administrativos los liberaban
de una carga financiera que no podían sostener, así como
de una fuente constante de conflictos políticos. Ello explica por
qué incluso entidades con una fuerte tradición de autonomía,
por largos años reticentes a los dictados federales en materia
educativa, aceptaron la intervención de la SEP. Tal fue el caso
de Oaxaca, donde para 1934 aún privaban las leyes educativas previas
a la revolución de 1910. El rechazo de las fuerzas políticas
locales hacia el Estado posrevolucionario había dificultado la
puesta en práctica de los programas educativos federales. En los
albores de la década de los treinta los municipios aún tenían
el control administrativo y la carga financiera de la mayoría de
las escuelas. Ello era motivo de contrariedades entre los maestros y las
autoridades municipales. Cansados de soportar la tiranía
municipal, los profesores lucharon en favor de federalizar la enseñanza.
Sus batallas coincidieron con el establecimiento de nuevos lazos entre
los grupos políticos oaxaqueños y el gobierno federal. El
acuerdo legal de 1936 entre la federación y el gobierno estatal
fue producto y parte de estas relaciones. A partir de entonces, la SEP
se hizo cargo tanto de los costos financieros como de la operación
administrativa de buena parte del sistema educativo oaxaqueño.
Ello facilitó la promoción del programa cardenista, que
fue objeto de ataques por parte de los viejos cacicazgos forjados en las
luchas decimonónicas del liberalismo militante y en la defensa
de la independencia del estado frente a las imposiciones del centro.
Los avances de la SEP ampliaron en cantidad y magnitud los conflictos
entre los poderes federales y los municipales por el control de las escuelas.
A diferencia de los problemas que pudieran surgir en las transacciones
entre la SEP y los gobiernos estatales, en los suscitados dentro de los
municipios se movilizaban actores directos de la trama escolar. Los estudios
regionales describen quejas de maestros e inspectores sobre el comportamiento
de autoridades municipales, a las que se les hacían acusaciones
de diverso orden: actuar en contubernio con los curas, ocultar información,
regatear la contribución económica que les correspondía,
proteger los intereses de los hacendados, solapar las actividades de gavillas
armadas, incitar a la población en contra de la educación
socialista y el reparto agrario, hostigar a los maestros y los misioneros
culturales. Los reclamos eran mutuos: presidentes, síndicos y ayuntamientos
enviaban a la SEP reclamaciones constantes por cuestiones financieras
o relativas a la gestión escolar, así como por la intromisión
de los maestros en asuntos fuera de su competencia y su falta de sensibilidad
para con las problemáticas y las creencias de los habitantes.
El desarrollo del sistema educativo federal implicó el fortalecimiento
de la SEP, que aumentó el número de maestros, inspectores
y directores federales. Ya desde años atrás estos cuadros
habían sido pieza clave para la promoción de las innovaciones
educativas. Su relativa independencia con respecto a las autoridades locales,
su formación profesional e ideológica, sus vínculos
con agencias federales y sus alianzas con organizaciones dependientes
del partido oficial les permitían realizar actividades fuera del
alcance de los profesores y de los directivos estatales, más atados
que los primeros a las redes tradicionales de poder. Son muchos los casos
descritos por los historiadores de agentes federales que realizaron intensa
tarea de convencimiento, organización partidaria y lucha social.
La SEP acostumbraba trasladarlos de un lugar a otro con instrucciones
precisas de actuar de tal o cual manera. En algunas circunstancias, ellos
eran los encargados de mediar conflictos o generar situaciones favorables
para el logro de ciertos propósitos: combatir la oposición,
regular labores de reparto agrario, crear filiales del PNR, organizar
actos cívicos, participar en las elecciones y promover campañas
nacionales de vacunación, de antialcoholismo, de fomento al deporte
y de apoyo a los actos del gobierno.
Las campañas organizadas por la SEP en coordinación con
otras dependencias sirvieron para ampliar los horizontes de las comunidades
y hacerlas partícipes de asuntos que unían al conjunto de
los mexicanos.
Maestros, niños, padres de familia y escuelas de toda la república
acudieron al llamado hecho por el mandatario para apoyar la valiente decisión
de nacionalizar las compañías petroleras, reunir fondos
con el fin de pagar las deudas y defender la soberanía frente a
las amenazas bélicas de los Estados Unidos y el boicot comercial
acordado contra México.
Durante la primavera de 1938 los planteles fueron convertidos en centros
de acopio, propaganda y apoyo a la expropiación petrolera.
El afán centralizador del gobierno federal no sólo afectó
la autonomía de los estados y la participación de la ciudadanía
en los asuntos educativos; también alteró las tasas de crecimiento,
la composición y la conducta de la educación privada. Aunque
minoritarias en relación con las escuelas públicas (cerca
del 10% del total) las privadas tenían grande influencia en la
formación de ciertas capas sociales, en especial de los sectores
medios urbanos, así como en la difusión y el mantenimiento
de la cultura religiosa. Pese a los sucesivos embates gubernamentales,
a lo largo de los años inmediatamente posteriores al triunfo de
la revolución este tipo de planteles no sólo había
logrado sobrevivir, sino desarrollar principios, valores, métodos
y formas de funcionamiento autónomos. A nivel nacional, se crearon
mecanismos no sancionados por instancias legales que permitían
su existencia. En los escenarios locales había espacios abiertos
para la negociación cotidiana entre las autoridades públicas
y las eclesiásticas.
En 1935 el gobierno promulgó un decreto que definía la relación
entre el gobierno y las escuelas privadas y señalaba los requisitos
formales para el funcionamiento de éstas. En él se reiteraba
que la educación era una función exclusiva del Estado, que
delegaría funciones en los particulares sólo cuando éstos
garantizaran plenamente la enseñanza socialista, la exclusión
de toda prédica religiosa, la acción desfanatizadora y la
preparación de la juventud libre de los prejuicios del actual régimen
de especulación individualista. Entre otras cosas, la nueva
reglamentación indicaba que sólo serían aceptados
maestros que a juicio de la SEP pudieran desempeñar las funciones
pedagógicas e ideológicas que se les habían asignado.
Lejos de acabar con los focos de infección, las medidas
de inspección, control y cierre de los colegios privados y las
encaminadas a asegurar la lealtad de los docentes hacia la
doctrina oficial propiciaron el desarrollo de estrategias que reforzaron
la autonomía de la instrucción privada frente al Estado
y ampliaron su popularidad ante los creyentes. Numerosas instituciones
funcionaron al margen de la ley, a menudo solapadas por los responsables
de aplicarla. Las más recurrieron a métodos como cambiar
sus nombres, ocultar o desmantelar capillas y oratorios, simular la aplicación
de los programas y el uso los libros de texto oficiales o evadir la inspección;
otras optaron por trabajar en la clandestinidad.
Para
el gobierno, la aplicación de las normas referidas a las escuelas
privadas representaba un alto costo político y financiero. Además
de generar conflictos con los padres de familia y el clero, mermaban recursos
que podían ser destinados a otros rubros. Debido a ello, al comenzar
el año de 1938 Lázaro Cárdenas declaró una
tregua e invitó a los particulares a cooperar para satisfacer las
necesidades de la población en materia educativa. Para entonces,
el gobierno había variado el rumbo de su política y avanzaba
hacia la conciliación plena con la Iglesia y el establecimiento
de pactos con los sectores empresariales. En el terreno educativo se puso
mayor énfasis en las necesidades de la integración nacional
y en las cuestiones pedagógicas que en las de orden político.
En coordinación con la SEP, el STERM y el Congreso de la Unión,
el Presidente se concentró en lograr una tarea pendiente desde
el cenit del siglo XIX: crear un sistema educativo unificado.
Dada la heterogeneidad de las medidas practicadas por el gobierno federal
y la desigualdad de sus resultados en las diferentes regiones del país,
resulta difícil, y en muchos sentidos arriesgado, aquilatar los
saldos de la reforma de 1934 y emitir valoraciones tajantes sobre ellos.
Lo sucedido en aquellos años contribuyó a homogeneizar la
enseñanza, consolidar la presencia del ejecutivo federal dentro
de los sistemas estatales, concentrar en la SEP la toma de decisiones
y el gasto financiero de los servicios educativos, e introducir nuevos
actores políticos y civiles en los órganos de dirección.
A largo plazo, este proceso centralizador tendría efectos devastadores
en cuanto a la autonomía de los estados, la independencia del gremio
magisterial y la participación ciudadana en los asuntos educativos.
Sin embargo, en su momento fue producto del esfuerzo compartido de una
amplia gama de fuerzas políticas y sociales. El proyecto cardenista
avanzó sólo donde había condiciones para ello y en
la medida que contó con respaldo popular. En muchas zonas del país
favoreció el resquebrajamiento de redes de poder sustentadas en
cacicazgos y el ejercicio de la violencia. El que al paso del tiempo los
nuevos actores perdieran consenso y fueran supeditados a la lógica
gubernamental no le resta valor a los cambios ni denigra a quienes los
hicieron posibles. Tampoco le da la razón histórica
a los sectores que en su momento los combatieron. En todo caso, sugiere
la derrota, compartida por unos y otros, de una sociedad que puso tanto
lo mejor como lo peor de sí en la lucha por la escuela.
Escuelas,
ejidos y maestros
Durante el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas se sostuvo
la tendencia, generada desde más de una década atrás,
de dar prioridad a las distintas modalidades de la educación rural,
que fue parte medular de la política educativa posrevolucionaria.
Su relevancia fue reconocida en el Plan Sexenal de 1933, que tenía
entre sus metas principales elevar a más del doble el número
de escuelas rurales, unificar los contenidos escolares y elevar su calidad.
Estas metas eran compartidas por el entonces aspirante a ocupar la silla
presidencial, quien a lo largo de su gestión como gobernador de
Michoacán, su estado natal, dio muestras de fe en los efectos redentores
de la educación sobre las masas campesinas e indígenas,
que constituían el porcentaje mayoritario de la población
mexicana y eran las principales víctimas de los males
que se querían combatir: la pobreza, la insalubridad, la incomunicación,
el latifundismo, el analfabetismo
y la religión. Ya como presidente, Lázaro Cárdenas
declaró en repetidas ocasiones que el maestro rural era el personaje
más importante del México del momento y que la escuela tenía
un valor excepcional para el logro de las demandas más sentidas
del pueblo.
Las instituciones, los planes de estudio
y los libros de texto
elaborados en el curso del periodo cardenista se nutrieron de los antecedentes
más inmediatos de la educación rural mexicana,
pero también propusieron nuevos componentes. El énfasis
en los contenidos técnicos y antireligiosos de la enseñanza
disminuyó. A cambio de ello, se buscó que niños y
adultos se organizaran para mejorar la vida de las comunidades, hacer
efectivos los derechos de obreros y campesinos, defenderse de los abusos
de las autoridades y proteger los recursos e intereses nacionales.
Dicha prioridad fue parte esencial de un proyecto de grandes magnitudes
y ambicioso en cuanto su fin supremo: transformar los saberes y las prácticas
de las masas campesinas. Para lograr esto, el gobierno entretejió
los avatares de la escuela rural con la distribución de tierras
y el fomento de los ejidos. Los éxitos y fracasos de la educación
socialista fueron parte y consecuencia del reparto agrario y la voluntad
estatal para hacer del ejido una institución permanente, célula
primigenia de la vida social y cabeza de playa del poder central en las
comunidades
Lázaro Cárdenas quiso sobre todo ser el gobernante
del campo, en el campo y para el campo.
El reparto de tierras fue su obra predilecta desde la última estación
de 1936 hasta el otoño de 1937. En los años siguientes sería
el punto de confluencia de las principales dependencias gubernamentales.
A nivel cultural, esta obsesión propició lo que Luis González
denomina arte agrarista, que produjo poesías para recitar
en coro, largos poemas que daban razón de los sufrimientos de la
gente del campo, canciones alusivas al agrarismo, corridos como el del
agrarista y lamentos de la clase desposeída. La novela
campesina se volvió best-seller; la naciente industria cinematográfica
prodigó rancheros cantores, trajes típicos, peleas de gallos
y por tierras, trenzas femeniles, jícaras y moles.
El mausoleo revolucionario privilegió la imagen campesina de Emiliano
Zapata sobre las de los caudillos rancheros al estilo Francisco Villa
y las de los políticos citadinos como Francisco I Madero.
El sistema de educación rural tuvo dos componentes básicos:
las escuelas rurales federales, que impartían instrucción
elemental a niños y adultos, y las Regionales Campesinas,
encargadas de formar y capacitar maestros y técnicos agrícolas.
Estas últimas habían nacido en 1932 con el doble propósito
de transformar las técnicas de producción y la mentalidad
de los campesinos. Con vistas a lograrlo, se les asignaron proyectos de
investigación y de acción social que supuestamente debían
apoyar el trabajo de las escuelas primarias aledañas y de los maestros
que trabajaban en ellas. Asimismo, se les otorgaron facilidades para que
laboraran en combinación con el Banco Ejidal de Crédito
Agrícola.
De acuerdo con los reglamentos de la SEP, los alumnos de las Regionales
debían tener cursados al menos tres años de primaria y ser
hijos de ejidatarios, pequeños agricultores, artesanos o pequeños
industriales de los poblados más menesterosos de las zonas donde
estaban las instituciones. Durante sus estudios, los inscritos gozaban
de una beca y vivían en los internados mixtos. Además de
cursar las materias de la especialidad por ellos elegida, estaban obligados
a participar en las actividades cotidianas del plantel, incluido su gobierno.
Se esperaba que los egresados se convirtieran en líderes laicos
que sustituyeran al cura en la comunidad e hicieran obra práctica
de mejoramiento a través de una escuela con vida que se proyecte
al campo y al hogar.
Si bien no todos los estudiantes cumplían los requisitos establecidos,
las Escuelas Regionales funcionaron de canal para que algunos sectores
de la población rural se incorporaran al mundo escolar y, a partir
de ahí, a la burocracia gubernamental. Contribuyeron a formar nuevos
dirigentes que a largo plazo transformarían la composición
social y de género de las elites políticas locales. El que
la mayoría de los alumnos fueran recomendados por presidentes municipales,
por comités ejidales o educativos y por organizaciones sindicales,
contribuyó a ello. Igualmente importante fue el hecho que el gobierno
se comprometiera a contratar a quienes pasaran por sus aulas.
La actividad de estos centros fue minúscula frente a la magna tarea
realizada por las escuelas primarias rurales en aquellos años terribles.
Y si recurro a esta palabra no es para usar un adjetivo más, sino
con el fin de advertir al lector sobre una de las facetas que tuvo en
México la lucha por secularizar la vida en el campo, incorporar
a los campesinos a la dinámica nacional y hacer de la escuela una
agencia portadora de los ideales revolucionarios. Durante el periodo cardenista
más de doscientos maestros rurales fueron asesinados; muchos otros
fueron heridos por gavillas armadas, poblaciones enardecidas, guardias
blancas solapadas por caciques y hacendados o autoridades del gobierno
opuestas a los dictados de la federación.
La mutilación de los cuerpos, en particular el corte de orejas,
y la saña con la que se actuó sobre las mujeres dan cuenta
del horror vivido en diversas regiones del país como Guanajuato,
Puebla,
Jalisco
, Colima y Veracruz, y de los altos costos, en términos humanos,
que representó la cruzada por el rescate del alma nacional.
Las víctimas no fueron sólo de un lado: aunque menos reconocida,
los opositores al régimen también dieron su cuota de mártires.
La ejecución de maestros fue la más repulsiva de las muchas
expresiones de rechazo e inconformidad hacia la reforma de 1934. La quema
de aulas, la inasistencia a clases, el hostigamiento cotidiano a los maestros,
la indiferencia o el abandono fueron prácticas comunes en algunas
zonas como la de Los Altos de Jalisco, el sur del Estado de México
y el de Sinaloa, las regiones serranas de Puebla y algunos municipios
de Aguascalientes,
Querétaro
y Durango. Redes civiles y paramilitares, algunas de ellas fuera del control
de los poderes institucionalizados, se enfrentaron al proyecto educativo
y agrario del gobierno. Durante los albores del cardenismo la lucha cobró
cauces violentos y llegó a paralizar casi por completo la actividad
escolar. El Estado respondió a los ataques mediante el cierre de
escuelas y de iglesias, la purga de maestros considerados
reaccionarios, la expulsión de sacerdotes y de monjas,
las campañas militares y la entrega de armas a los campesinos leales
al gobierno.
Sería deshonesto mostrar sólo la faz violenta, y por tanto
de mayor dramatismo, de lo acontecido en el campo mexicano de aquella
época. Así como hubo brotes de disconformidad, también
los hubo de aceptación y de entusiasmo. Habitantes de no pocas
poblaciones del país compartieron los principios de la educación
socialista y actuaron como sus defensores más acérrimos.
Calificarlos de grupos de acarreados o de vendidos que
canjearon sus ideales por tierras y créditos es tan injusto
como desacreditar a sus enemigos.
Ejemplos como el norte de Sinaloa, algunas localidades agrícolas
y urbanas de Sonora, el corredor industrial de Tlaxcala y la comarca lagunera
son indicativos de la existencia de consensos activos hacia la educación
socialista.
En estas regiones la Iglesia tenía escaso influjo sobre la población,
ya fuera debido a que su presencia había sido desplazada a lo largo
del siglo XIX o a que nunca formó parte sustancial de la vida social.
Desde mediados del porfiriato La Laguna se caracterizó por el desarrollo
de patrones culturales modernos. La tradición militar
de sus primeros colonos, la experiencia de haber participado en la Revolución
de 1910 y las sucesivas luchas por la posesión de las tierras habían
desempeñado un papel central. La secularización de su sistema
educativo venía produciéndose desde décadas atrás,
primero bajo la influencia del pensamiento liberal decimonónico
y después por la difusión de las corrientes pedagógicas
de la etapa posrevolucionaria. Algunos de los postulados centrales del
ideario educativo del cardenismo habían sido aplicados incluso
antes de que Lázaro Cárdenas ocupara la presidencia. Debido
a ello, al momento en el que se produjo el reparto de tierras y la consecuente
reorganización de las comunidades, las escuelas de la zona tuvieron
el respaldo suficiente para convertirse en espacios reguladores del proceso
de colectivización.
Los ejemplos descritos fueron casos excepcionales dentro de un panorama
en el que las opciones intermedias, sin rechazo absoluto ni aceptación
completa, eran las que predominaban. Ello obliga a cuestionar los modelos
que destacan la resistencia de las comunidades hacia las imposiciones
culturales de la escuela, así como a desarrollar perspectivas que
den cuenta de los múltiples procesos de negociación cotidiana
entre el Estado, los maestros y la población. A lo largo del periodo
cardenista la escuela rural mexicana y sus principales artífices,
los maestros y los pobladores de las comunidades en las que éstos
trabajaban, dieron copiosas muestras de tolerancia y capacidad de diálogo.
La mayoría de los profesores, en particular aquellos que tenían
mayor arraigo en los espacios de su acción, supieron escuchar las
voces de la gente, conciliar los intereses en conflicto, promover las
demandas de la población y respetar sus costumbres. Por su parte,
las comunidades se apropiaron de los contenidos escolares de acuerdo con
sus valores e intereses, lo cual implicaba una restructuración
del programa oficial.
Sin una mención, por más superficial que sea, a la educación
indígena, el panorama educativo de la época cardenista resultaría
incompleto. Según algunos autores, Lázaro Cárdenas
fue el primer presidente en ciento quince años de vida independiente
en reconocer la especificidad cultural de los indios y la necesidad de
impulsar programas educativos acordes con ella.
En 1937, frente a la tumba 104 de la zona arqueológica de Monte
Albán, en Oaxaca, reforzó, con respecto al indio,
su ambición de salvarlo con la sustitución de las balsas
de pulque y las ollas de mezcal por los cántaros de agua y la sustitución
del templo por la escuela.
Asido a esa esperanza dio instrucciones al secretario de educación
de que velara por la instrucción de las etnias. De inmediato, el
jefe del Departamento de Educación Indígena ordenó
que se realizara una investigación precisa de las condiciones del
hombre que debían redimir.
Con base en los resultados preliminares de este diagnóstico fue
elaborado un programa educativo que tuvo dos prioridades: la puesta en
marcha de las Escuelas de Trabajo (29 en total) y el fomento y la modificación
de los Internados Indígenas. Su principal promotor, Carlos Basauri,
reconoció la particularidad de estos planteles al señalar
que no eran escuelas primarias ni prevocacionales, ni antecedentes para
que los alumnos pasaran a otras instituciones educativas que los desvincularan
de su medio. Respecto a los internados, indicó que su propósito
era capacitar a los alumnos para que lucharan con mayor provecho
cuando regresaran a sus comunidades de origen.
Lo hecho en aquellos años se deslindó de la antigua fórmula
que intentaba desindianizar, es decir desarraigar los
dialectos regionales, las tradiciones, las costumbres, y hasta los sentimientos
profundos del hombre apegado a su tierra.
La ruptura no llevó a idealizar el mundo prehispánico ni
a convertir la miseria en folclor. Por el contrario, produjo ideas precursoras
acerca de las virtudes y los defectos de los indios y de las métodos
para garantizar su inclusión a la cultura nacional sin que ello
significara la pérdida de su identidad.
Desafortunadamente no se han realizado estudios que detallen los avatares
de las instituciones de educación indígena creadas en aquella
época. Sí existen, en cambio, acerca de zonas en las que
había poblaciones indias sujetas al sistema de educación
pública federal. En su conjunto, estos trabajos reportan la existencia
de una gran heterogeneidad en las respuestas hacia el programa escolar.
Más que a razones étnicas, las diferencias se debieron a
cuestiones relativas a la trayectoria histórica, las dinámicas
políticas locales, la organización económica y los
vínculos culturales de cada una de las poblaciones. La renuencia
fue mayor en las comunidades que practicaban economías de subsistencia
y habían estado al margen del conflicto revolucionario y de los
programas estatales posteriores a él. Para ellas, el contacto con
la escuela significaba el primer y tal vez el único vínculo
con agencias gubernamentales y con prácticas culturales ajenas.
Pero su rechazo hacia estas últimas no puede atribuirse sólo
a la defensa de sus formas de vida frente a las amenazas del exterior.
La oposición más radical al establecimiento de planteles
provino tanto de los grandes terratenientes ladinos como de
los caciques indios. Los primeros estaban renuentes a sostener los costos
de escuelas en las que se les enseñara a sus peones técnicas
para acabar con la tiranía de los patrones; los segundos
no estaban dispuestos a compartir con los del gobierno cuotas
de poder y espacios de control. La obstrucción de las labores educativas
no provino sólo de los propietarios y del clero, sino de las mismas
elites locales. Esto último es inadvertido por quienes defienden
a toda costa la idea de una especie de Arcadia indígena enfrentada
a los intereses capitalistas del Estado.
La educación en las ciudades
Los ejidatarios
modernos constituían el ideal cardenista para el campo. Para las
zonas urbanas, aún minoritarias pero en proceso de expansión
y cambio, se forjó un prototipo distinto: el trabajador industrial,
capacitado técnicamente, solidario para con sus semejantes, combativo
en la defensa de su clase, abstemio, sano y robusto. En aras de este modelo,
el gobierno prohibió la venta de licores en las cercanías
de los centros de trabajo, ordenó que se instituyeran vistosos
desfiles obreros, fundó la Escuela Normal de Educación Física,
creó campos deportivos, patrocinó la venta de pescado barato,
estableció comedores en algunas fábricas e hizo campañas
en favor del consumo de carne y azúcar.
Al mismo tiempo, dio prioridad a la enseñanza técnica, componente
central del modelo de industrialización que el presidente
ranchero imaginó para México. En su opinión,
la mejoría económica y moral del país sin mano de
obra capacitada y laboriosa, técnicos intermedios capaces y comprometidos,
profesionales de alto nivel en todo diferentes a los universitarios liberales
y empresarios dispuestos a apostar por el país.
La campaña en favor de la instrucción proletaria tuvo como
campo principal de acción a la ciudad de México, en la que
habitaba cerca del 30% de la población urbana del país.
Su sostén administrativo e ideológico fue el Departamento
de Educación Obrera, que vivió a contrapelo sólo
tres años, sin cumplir los propósitos que justificaron su
nacimiento: controlar las escuelas primarias y secundarias nocturnas para
trabajadores (106 en total), desarrollar programas culturales dirigidos
a los obreros y sustituir los valores y aspiraciones de la pequeña
burguesía mediante una verdadera escuela de la clase trabajadora.
Los cursos estaban divididos en tres grupos: asignaturas académicas,
instrucción política sobre la lucha de clases y educación
física. La Universidad Obrera, cuyo principal artífice fue
el líder sindical Vicente Lombardo Toledano, formó parte
de este proyecto.
En sus inicios, esta institución agrupó a intelectuales
y artistas que se esforzaron por instruir a la futura vanguardia
de la revolución socialista sobre los principios del materialismo
histórico, los males inherentes al capitalismo y el devenir de
una nueva era. Al paso del tiempo se convertiría en un esqueleto
gobernado de manera vitalicia por su fundador.
A partir de 1937 el gobierno redujo la fraseología radical que
hablaba de la capacitación como instrumento para facilitar el advenimiento
del socialismo y redobló sus cuidados hacia la educación
técnica, que además de sostener el crecimiento económico
y el desarrollo de la industria nacional debía atender la demanda,
cada vez mayor, de los sectores urbanos medios y bajos para recibir educación.
La mayoría de las instituciones educativas de nivel secundario,
medio superior y superior de las ciudades formaban parte de las universidades
públicas, que en opinión de los cardenistas constituían
una rémora inservible de la dictadura porfiriana. Ya desde años
atrás existía la convicción de que el sistema universitario
era incapaz de satisfacer las necesidades del país en cuanto a
formación de recursos humanos, democratización de la cultura,
investigación científica y capacitación de mandos
técnicos. Su papel había sido titular profesionales liberales
para un mercado de empleo ubicado en los centros urbanos y definido por
los intereses de las minorías ilustradas. Quienes transitaban por
sus aulas carecían de una conciencia de clase y de conocimientos
específicos que les permitieran el ejercicio pleno de su profesión.
La iniciativa estatal de transformar la desventajosa situación
de la enseñanza técnica contó con el apoyo de destacados
funcionarios e intelectuales, quienes idearon un proyecto que llegaría
a modificar los rasgos del sistema educativo mexicano y sus relaciones
con el poder. Su columna vertebral fue el Instituto Politécnico
Nacional (IPN), concebido como el tronco de un organismo con ramificaciones
múltiples: las prevocacionales, equivalentes a las escuelas secundarias
pero con materias técnicas que ofrecían a los alumnos una
preparación básica para el trabajo; las vocacionales, responsables
de formar técnicos, y la superior, dirigida a preparar profesionales
en áreas consideradas prioritarias para la economía nacional.
En sus orígenes, el IPN reunió a instituciones creadas bajo
los auspicios del Estado revolucionario con otras de matriz porfiriana.
La intención de sus creadores era reclutar a estudiantes provenientes
de los sectores más bajos de la provincia y de la capital del país,
para lo cual fueron creados un sistema de becas y un internado y se establecieron
reglas destinadas a asegurar que los beneficiados fueran legítimos
representantes de las mayorías no ilustradas.
La apertura del IPN, en 1937, significó una ruptura con el modelo
universitario impulsado desde la medianía del siglo XIX, así
como un ataque frontal a la Universidad Nacional de México (UNAM).
A diferencia de ésta, que nació dotada de una relativa independencia
legal respecto al Estado y a lo largo de su vida conquistó la autonomía
plena, el IPN fue concebido e instrumentado como un órgano perteneciente
al cuerpo estatal. No se le concedió margen alguno para actuar
de manera independiente del gobierno central, ni se le fijaron mecanismos
internos para la elección de sus autoridades y para la participación
de estudiantes y maestros en la toma de decisiones. A largo plazo, estas
ausencias propiciarían prácticas autoritarias y corporativas
aún vigentes.
La inauguración del IPN no resolvía el problema educativo
más inmediato y políticamente más explosivo en las
ciudades del país: qué hacer con las escuelas secundarias
urbanas creadas en 1925 con el fin político de quitarle a las universidades
el control de la enseñanza media, el pedagógico de proporcionar
una educación menos académica y más apropiada para
aquellos colegiales que no pudieran o no quisieran ingresar a la universidad
y el disciplinario de mitigar el comportamiento escandaloso
de los adolescentes al interior de las preparatorias. En años anteriores
al periodo cardenista, las secundarias crecieron debido a la presión
de los sectores medios, burócratas, comerciantes, profesionales
liberales y rancheros, que veían en ellas un trampolín seguro
hacia una mejor calidad de vida. Las luchas por su aumento, orientación
y costo habían estremecido a la SEP en los difíciles años
de 1932 y 1933. Involucraron tanto a sectores sociales con amplia capacidad
de convocatoria y movilización como a asociaciones conservadoras
poco dispuestas a dejar en manos del gobierno un espacio que sentían,
y de hecho lo era, sólo suyo.
En marzo de 1935 la SEP anunció su decisión de administrar
toda la secundaria pública y privada con los propósitos
de asegurar que ésta fuera accesible y útil a una mayor
parte de la población y se sometiera a los principios constitucionales
aprobados un año atrás. De inmediato se suscitaron protestas
de padres de familia y medidas de fuerza por parte de las universidades
públicas. En claro desacato a las advertencias que Lázaro
Cárdenas le hiciera, la UNAM trató de competir con la SEP
mediante la creación de una serie de escuelas secundarias, encubiertas
bajo el nombre de extensiones universitarias. Maestros y funcionarios
acusaron a esta institución de ser una fortaleza reaccionaria
y solicitaron al gobierno que le pusiera un alto definitivo. La SEP no
se opuso abiertamente al derecho de las universidades a instituir su sistema
de educación secundaria; a su vez, éstas moderaron su ofensiva.
Antes de que concluyera el año, la pugna se había desvanecido.
Durante el periodo 1935-1940 el número de escuelas secundarias
controladas por la SEP creció en forma considerable. La mayor expansión
se dio en los terrenos de la educación privada (116 planteles en
1940), y no en los de la pública (32 escuelas).
Ello muestra que muchos padres de familia preferían pagar por la
educación intermedia de sus hijos que enviarlos a colegios de gobierno.
Dado que los años treinta no fueron de bonanza económica
ni ofrecieron ventajas especiales a los sectores medios, he de suponer
que la elección se debía a cálculos no directamente
relacionados con las posibilidades financieras de las familias. Para algunas
de éstas el motivo fundamental era de índole religioso:
querían asegurarse que los jóvenes tuvieran una educación
acorde con las creencias familiares. Sin embargo, las más buscaban
mejor calidad en la enseñanza, el prestigio asociado a la educación
privada y canales adecuados para el acceso a la universidad. Más
que una derrama, el pago de colegiaturas representaba una
apuesta al futuro.
El conflicto en torno a las secundarias formó parte de la cadena
de movimientos que conmovieron a varias de las ciudades más importantes
del país desde el año de 1929 hasta el de 1936. La campaña
de José Vasconcelos a la presidencia de la república (1929),
las jornadas en favor de la autonomía universitaria y la ruptura
de los círculos intelectuales con el gobierno central habían
creado un clima de confrontación entre las universidades públicas
y el Estado.
Las tormentas se reavivarían en 1933, al calor de las disputas
por la educación socialista y las maniobras para que ésta
fuera elevada a rango constitucional. En septiembre de ese año
se llevó a cabo en la ciudad de México el Congreso de Universitarios
Mexicanos, al que asistieron representantes de diversas instituciones.
El rector de la Universidad de Guadalajara propuso en este acto que el
materialismo dialéctico fuera declarado doctrina única en
la educación superior. Antonio Caso, uno de los intelectuales con
mayor prestigio y dentro de la UNAM, manifestó su desacuerdo e
hizo una apasionada e inteligente defensa de la libertad de cátedra
y la independencia del conocimiento frente a los poderes públicos.
El alegato en favor del marxismo estuvo a cargo del entonces director
de la Escuela Nacional Preparatoria, Vicente Lombardo Toledano, quien
argumentó la necesidad de que el Estado, vanguardia, árbitro
supremo y juez de la sociedad mexicana, vigilara la aplicación
de la doctrina socialista en la enseñanza superior.
Lo acontecido en el Congreso sirvió como detonante de múltiples
explosiones que estremecieron a las capitales más pobladas y con
mayor dinamismo económico de la república, la ciudad de
México en primer lugar. El gobierno atendió los reclamos
de los estudiantes capitalinos y en octubre de 1933 expidió la
Ley Orgánica de la Universidad, institución a la que le
fue otorgada plena autonomía y le fueron retirados los subsidios
estatales. Según Narciso Bassols, esta ley implicaba que la Universidad
perdiera su carácter nacional y dejara de ser el órgano
encargado de la cultura y la investigación. En su nueva calidad
de organismo autónomo dotado de patrimonio propio, debía
competir con las otras instituciones de enseñanza superior y demostrar
a la nación su capacidad para autogobernarse.
Al tiempo que Lázaro Cárdenas realizaba su gira electoral,
los dirigentes de la Federación Nacional de Estudiantes iban de
un sitio a otro para difundir los principios de la libertad de cátedra
y la autonomía, aprobados como banderas de lucha en el Congreso
Nacional de Estudiantes realizado en mayo de 1934 en San Luis Potosí.
Las capitales de Puebla, Jalisco, Zacatecas, Durango, Nuevo León,
Aguascalientes y Coahuila fueron escenarios de nutridas manifestaciones
públicas y de movimientos estudiantiles con amplio respaldo por
parte de la ciudadanía. El presidente de la república, Abelardo
Rodríguez, advirtió que el poder público ordenaría
la clausura de aquellas instituciones que estallaran huelgas. El cumplimiento
de la amenaza generó malestar en las poblaciones afectadas y exacerbó
los ánimos en contra de la reforma educativa.
Lo sucedido en esos días borrascosos de 1934 influyó para
que el Congreso de la Unión rectificara la intención inicial
de supeditar a las universidades al artículo tercero constitucional
y finalmente las eximiera de esta obligación. Influyó también
en la decisión tomada por Lázaro Cárdenas de evitar
pleitos gratuitos con los sectores universitarios, cuya popularidad crecía
a la par que las agresiones en su contra se acrecentaban. En 1935 el presidente
rechazó la propuesta de Narciso Bassols de realizar la separación
definitiva y formal entre el Estado y la UNAM; meses después desoyó
a Vicente Lombardo Toledano, que en representación del sector
obrero exigió mano dura hacia las universidades y solicitó
que éstas fueran puestas bajo el control directo de la SEP. No
sólo ello: en desacuerdo con lo dicho tiempo atrás en sus
discursos, Lázaro Cárdenas ordenó que el gobierno
volviera a otorgar recursos financieros a la UNAM.
Cuando en 1939 se puso a discusión un proyecto de reglamento que
contemplaba el sometimiento de las universidades, el ejecutivo actuó
con cautela y actuó para que, una vez más, quedaran fuera
de la reglamentación federal.
Estas y otras medidas no implicaron la derrota total del Estado frente
a los universitarios, ni cancelaron del todo su voluntad de acabar con
los privilegios de la cultura y crear un sistema de educación
superior acorde con los cambios del momento y la supuesta instauración
de un nuevo régimen social. El gobierno federal favoreció
la creación y potenció la fuerza de asociaciones de estudiantes
y de académicos afines a su causa, apoyó el nacimiento de
instituciones que se preciaron de ser socialistas y por tanto contrarias
a la autonomía, y fomentó procesos de reforma que modificaron
al menos dos universidades de matriz colonial, la de Guadalajara (Jalisco)
y la Nicolaíta (Michoacán), y un colegio, el Civil Rosales
(Sinaloa), de manufactura porfiriana.
Estas permutas coincidieron con cambios en las redes de poder en los estados
y de sus relaciones con el gobierno central.
El mayor aporte del cardenismo a la cultura superior se produjo dentro
los linderos de la ciencia y la investigación. En 1938 fueron inaugurados
los Institutos de Física y Matemáticas y la Facultad de
Ciencias de la UNAM, que alterarían el perfil humanista de esta
institución y sentaron bases para el desarrollo posterior de campos
de conocimiento descuidados en nuestro país. Fuera de la UNAM se
apoyó la realización de estudios especializados en la fauna
y la flora mexicanas, así como el desarrollo de centros e investigaciones
dedicados al estudio de problemas como las enfermedades tropicales, la
nutrición, los parásitos y la salud en México. También
las ciencias sociales fueron beneficiadas con la creación del Instituto
Nacional de Antropología e Historia, de la Escuela Nacional de
Antropología e Historia, del Archivo Histórico de Hacienda
y del Consejo de Lenguas Indígenas.
El broche de oro de esta cruzada sería la fundación, en
1940, de El Colegio de México, al que vendrían a investigar
y enseñar los refugiados españoles de la disuelta Casa de
España.
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