Dr.
Antonio Padilla Arroyo Universidad
Autónoma del Estado de Morelos
Introducción
Las
vicisitudes, las tensiones y los conflictos que afrontaron las instituciones
educativas en México durante el siglo XIX fueron una de las marcas dominantes
de su existencia. La inestabilidad constante fue un rasgo fundamental,
el cual no puede explicarse sino como parte de un largo proceso de invención,
desarrollo y consolidación de sus estructuras internas. Por ello, fue
muy difícil construir un espacio social, sobre todo en los primeros años
del siglo, que garantizara su permanencia y, por lo tanto, permitiera
vislumbrar un futuro de certidumbre. Las ideas, los proyectos, los trayectos
específicos de las múltiples instituciones educativas que se configuraron
en este largo trecho de tiempo pueden comprenderse a la luz de la vida
cotidiana, donde hombres y mujeres pudieron dar forma a sus sueños y aspiraciones,
a sus formas de apropiación y resistencia en torno a una institución que
aún no formaba parte de su imaginario, de sus necesidades espirituales
y materiales.
Ello
conllevó a un ardua labor para la toma de conciencia acerca de la importancia
de una institución que se encargaría de garantizar parte de los procesos
de socialización y, que en la práctica, representó una profunda reforma
en las formas de entender y percibir la cultura. La reconstrucción de
la vida cotidiana escolar
en gran medida da cuenta de cómo y porqué una sociedad edifica un nuevo
espacio de convivencia social, con reglas, normas, comportamientos, usos,
hábitos y disposiciones mentales y físicas. También permite comprender
y explicar las circunstancias en que se produce y reproduce un orden y
una disciplina que si bien se percibían como extraños y ajenos a sus estilos
de vida, con el paso del tiempo fueron percibidos como naturales porque
resultaron útiles para la creación de un orden mayor.
De
esta manera, la invención de la escuela moderna en particular y de las
instituciones educativas en general fueron parte primordial del nuevo
orden social, cultural, económico y político que se conformó a lo largo
del siglo XIX.
Conviene
señalar que los tiempos y los ritmos de construcción de la escuela no
corresponden necesariamente a los tiempos cronológicos del nuevo orden
político, lo es también que las unos y otros se entremezclan en el tiempo
histórico. Aquí se sostiene que el siglo XIX comprende el periodo de las
reformas borbónicas que colocaron las bases de la educación y de la escuela
modernas mediante un conjunto de acciones y disposiciones jurídicas en
materia educativa. Unas y otras configuraron una política educativa que
desplegó una iniciativa nueva y ambiciosa que, entre otros aspectos, transformó
profundamente las ideas y los objetivos sociales de la educación y que
alcanzó su máximo desarrollo y consolidación en el periodo considerado
como el porfiriato, con la creación de un complejo entramado de instituciones
escolares que iba desde escuelas de párvulos hasta establecimientos de
educación superior y profesionales, así como un cuerpo de normas y disposiciones
en materia educativa dirigidas a implantar en todo el país un sistema
educativo homogéneo y único. En suma, en términos cronológicos cubre el
último tercio del siglo XVIII y concluye en la primera década del siglo
XX.
Así,
el nuevo orden político, en medio de las confrontaciones políticas y sociales
que se suscitaron en el transcurso del periodo o de los periodos en que
puede dividirse la historia política del país, exigió la promoción de
nuevas instituciones o la adaptación de las existentes a las nuevas realidades
que se desprendieron del México independiente.
En
el caso de las instituciones educativas surgidas desde antes de la independencia
política de México, esto es que se fundaron en el antiguo régimen en el
marco de una política y cuya finalidad era promover la difusión del pensamiento
ilustrado entre el mayor número de la población, fueron una pieza fundamental
para la legitimar y afianzar el nuevo régimen, En este nuevo contexto,
reorientaron sus fines por lo que fue preciso reformar y, en algunos casos,
sustituir las viejas formas de pensar y difundir los saberes y los conocimientos.
Al mismo tiempo se fundaron otras con la misión de sembrar nuevos valores,
costumbres, conductas y comportamientos de acuerdo con los deseos y los
proyectos educativos inéditos, reformadores o francamente revolucionarios.
Unas
y otras tuvieron que acometer la tarea de su conformación interna, es
decir, de madurar y reflexionar acerca de sus éxitos y fracasos y que
sólo podían apreciar con base en sus experiencias acumuladas, confrontándose
con la necesidad de conservar o innovar sus prácticas e ideas. Esto no
podía lograrse sino mediante el examen de la vida escolar. De este modo,
uno de los rasgos definitorios de las instituciones educativas en este
periodo fue el impulso a las reformas educativas de distintiva profundidad
y nivel que pretendían instaurar un nuevo orden educativo. Estas implicaban
necesariamente modificar e introducir nuevos valores, ideas, sentimientos,
comportamientos, actitudes, lo cual conllevaba transformar la vida educativa
en general y la vida escolar en particular. Hombres y mujeres fueron artífices
y testigos de la fundación y aceptación de nuevas instituciones educativas
como una realidad al mismo tiempo impuesta y apropiada. La formación de
esos espacios transformó aspectos fundamentales del quehacer educativo
que se había iniciado con las reformas borbónicas.
Desde
luego, esos cambios e innovaciones dependieron del tipo de establecimiento
educativo que se trataba: no era lo mismo un colegio de estudios superiores
que había vivido un largo proceso de integración y maduración que un plantel
escolar de primeras letras. La urgencia de modificaciones mayores se sentía
más en aquellos establecimientos que tradicionalmente habían sido centros
de reclutamiento de las elites culturales,
los cuales sufrieron una presión constante para recuperar el prestigio
y el papel que habían jugado en el antiguo régimen. Las críticas permanentes
que recaían sobre ellas iban dirigidas a sus viejos moldes de enseñanza,
a los contenidos de sus cursos, así como también a sus prácticas pedagógicas,
a las ideas mismas que lo soportaban.
De
la misma manera, fueron puestos en tela de juicio sus fines y objetivos,
las relaciones entre las autoridades y los alumnos, así como entre la
institución y el conjunto de la sociedad, es decir, su vida cotidiana.
Por eso, las iniciativas de transformación de las instituciones educativas
heredadas del anterior orden educativo autoridades políticas .
Los
esfuerzos por impulsar esas transformaciones quedaron plasmadas en leyes,
normas, reglamentos, decretos y documentos oficiales, unas y otros pretendían
regular los espacios de la vida escolar. Tal vez esta circunstancia explique
porque esas iniciativas provendrían fundamentalmente de las autoridades
políticas, las cuales contaron con el respaldo de antiguos estudiantes
en su carácter de hombres prominentes o particulares. De este modo, durante
el siglo XIX, en particular en la primera mitad, se pretendió animar y
vitalizar la vida educativa, así como fundar establecimientos que representaran
el nuevo quehacer educativo. En ese empeño, las autoridades estatales,
en su afán por debilitar o suprimir planteles escolares a los que consideraban
obsoletos o que no encajaban en el naciente orden social, político y cultural,
promovieron y alentaron la circulación de ideas, saberes y conocimientos
que consideraban deseables en sus entidades.
El
signo de las instituciones educativas en este periodo fue el esfuerzo
por garantizar una estabilidad en su vida interna, lo cual sólo podía
alcanzarse mediante la asimilación, la creación y reproducción de viejos
y nuevos actores educativos,
quienes al producir y apropiarse de tradiciones, normas y prácticas escolares,
en sus intercambios e interacciones constantes, modelaron las relaciones
sociales dentro del espacio educativo. Así, tanto para las instituciones
de enseñanza superior como para las dedicadas a la instrucción y la educación
de primeras letras, la tarea de repensar sus propias formas de convivencia
cobró un impulso que buscaba no sólo responder a su permanencia más o
menos prolongada sino afianzar uno de los proyectos más ambiciosos de
la elite política, esto es, ampliar la esfera de influencia entre el mayor
número de hombres y mujeres por medio del acceso a la instrucción elemental.
La
riqueza que brinda el examen de la vida escolar de los grandes y pequeños
establecimientos educativos reside entonces en rescatar y reunir esos
fragmentos que una idea, una iniciativa, un gesto, un reglamento o una
disposición acerca de tal o cual aspecto de la escuela, el instituto o
el colegio revela y lograr con ellos una visión coherente e inteligible
del pasado educativo. Quizá por ello, conviene insistir en que las instituciones
educativas, la idea de escuela moderna
o de instrucción elemental
y de instrucción superior, configuraron un sistema educativo,
que se conformó en un proceso de larga duración, tanto como la vida cotidiana
escolar misma, sobre todo porque fue se trató de una transformación al
mismo tiempo impuesta y construida por la sociedad mexicana. Desde luego,
ese largo proceso se sujeto a vaivenes, a tiempos y ritmos diversos según
las regiones, las localidades, las condiciones económicas, sociales, políticas
y culturales de cada una de ellas. De este modo, el retroceso, el avance,
las rupturas y las continuidades son dimensiones centrales que el historiador
esta obligado a realizar en su esfuerzo comprensivo e interpretativo del
pasado educativo.
Uno
de los hechos más notables dentro de la vida escolar durante el siglo
XIX fue el proceso de la secularización
que sufrió la sociedad mexicana en todos sus niveles y expresiones. Por
lo tanto, las instituciones educativas, en especial la escuela, no fueron
ajenas a esta tendencia. A la luz de este proceso se plantearon nuevos
fines, objetivos y medios educativos. De hecho, fue tal la magnitud de
las transformaciones que acompañaron a la secularización de la vida social
que las instituciones educativas y la definición misma de la educación
tuvo que precisar sus contornos y sus alcances.
Un
rasgo de ésta fue precisamente su carácter laico, definido por su orientación
práctica, útil y graduada. Otra expresión fue la diferenciación entre
la enseñanza religiosa y la educación ciudadana, está última debía ser
recibida por todos los individuos. La naturaleza laica de la educación
y del espacio escolar correspondió con una modificación de las conductas
y valores sociales que adoptaron importantes sectores de la educación,
lo que se demostró con la aceptación y asimilación por parte de la sociedad.
Ambos aspectos son claves para comprender las características que adoptó
la vida escolar en el periodo, lo que se vio reflejado de múltiples formas,
y que guiaron la conformación de la institución educativa.
La
vida escolar, campo de estudio para la historia de la educación
.
Puede
sostenerse que el concepto de vida cotidiana escolar, su utilización y
sus usos es reciente e inspira la reflexión de los historiadores de la
educación a partir de las contribuciones que han hecho a este campo la
sociología y la antropología. Las diversas dimensiones que contiene lo
convierten en una parte central en los análisis historiográficos contemporáneos.
Desde las herramientas metodológicas y teóricas que proporcionan la sociología
y la antropología es posible fijar la mirada en diferentes planos que,
en conjunto, integran la vida cotidiana escolar. El registro escrupuloso
de la vida cotidiana de la institución escolar, en general y del salón
de clases, en particular, el cual es el espacio privilegiado para la aprehensión
de ésta, adquiere coherencia el rompecabezas de las prácticas pedagógicas
al desplegarse el caudal de experiencias individuales y colectivas de
los actores educativos. La observación y el análisis de la distribución
y el empleo de los diferentes segmentos en que se divide la institución
escolar, los tiempos que se destinan a cada una de las ocupaciones escolares,
los ritmos que se aplican y se desenvuelven las actividades de cada uno
de los actores educativos, la producción y las funciones que desempeñan
cada uno de éstos, las interacciones que establecen. Las ideas que subyacen
a los métodos de enseñanza, las actitudes, los gestos, las trayectorias
personales y colectivas que convergen en un lugar determinado, las formas
en que se utilizan los recursos didácticos, así como el proceso que sedimenta
los proyectos, las propuestas y los programas educativos son otras tantas
dimensiones de la vida escolar.
De
igual manera, este concepto facilita una lectura y una aproximación al
estudio de las normas formales e informales que moldean los establecimientos
educativos, la significación y el significado que los actores involucrados
le confieren al quehacer educativo, la resistencia y la apropiación que
hacen no sólo de ellas, sino de los saberes y conocimientos que adquieren
en la dialéctica de la relación enseñanza-aprendizaje. Los mecanismos
y los procedimientos que se instrumentan para hacer más eficaz la asimilación
de habilidades y disposiciones culturales que los individuos tienen que
obtener para comportarse socialmente. En suma, el dispositivo cultural
que configura a la institución escolar puede examinarse a la luz del concepto
de vida escolar.
Con
base en estos aspectos se ensaya un esfuerzo de interpretación alrededor
de la importancia y pertinencia del concepto. Ello es posible al sumergirse
en la amplia y cada vez más importante historiografía de la educación
del siglo XIX en México. Para tal propósito se establecen dos niveles
de análisis acerca del empleo, de la utilidad y de las potencialidades
que ofrece a los historiadores este concepto. Un primer nivel, la definición
del concepto mismo a partir de las aportaciones que hacen los estudios
antropológicos y sociológicos de la vida cotidiana en general y de la
vida cotidiana escolar en particular a los estudios históricos de la educación,
es decir, construir o poner a prueba su pertinencia desde el punto de
vista histórico, así como la riqueza explicativa que guardan. El segundo
nivel, pretende recuperar las dimensiones que ha examinado la historiografía
de la educación, ilustrar las coordenadas con las que puede elaborarse
el concepto y su utilización en los estudios históricos.
En
el caso del primer nivel se parte de una definición en torno a un nivel
de abstracción que permite establecer y comprender diversas facetas que
involucra la vida cotidiana escolar y, por tanto, distintas dimensiones
de observación y referentes empíricos a partir de un concepto más general.
Dicho nivel hace referencia a la noción de proceso escolar, tal y como
lo define una de las estudiosas más notables en el campo de los estudios
etnográficos y antropológicos de la vida cotidiana en la escuela, Elsie
Rockwell. Para la autora, el proceso escolar es "un conjunto de relaciones
y prácticas institucionalizadas históricamente, dentro del cual el currículum
oficial constituye sólo un nivel normativo. Lo que conforma finalmente
a dicho proceso es una trama compleja en la que interactúan tradiciones
históricas, variaciones regionales, numerosas decisiones políticas, administrativas
y burocráticas, consecuencias imprevistas en la planeación técnica e interpretaciones
particulares que hacen maestros y alumnos de los materiales en torno a
los cuales se organiza la enseñanza. Las políticas gubernamentales y las
normas educativas influyen en el proceso, pero no lo determinan en su
conjunto. La realidad escolar resultante no es inmutable o resistente
al cambio.
Estas
facetas del proceso escolar tienen su materialización en la vida cotidiana,
es decir, en las formas específicas en que los actores educativos viven
la experiencia escolar, la reflexionan, la resisten, la apropian, la asimilan
y se orientan en el espacio y el tiempo institucionales. Se trata de establecer
las relaciones sociales que hacen posible comprender los mecanismos que
se organizan y se fijan para la reproducción del orden institucional.
Es decir, esos instrumentos hacen inteligibles los fragmentos, los trazos
que conforman la vida escolar y que en apariencia están desarticulados
no sólo a los ojos del historiador sino de los directamente involucrados.
El
historiador de la educación tiene entonces a su disposición un conjunto
de referentes teóricos y metodológicos desde los cuales este en condiciones
de registrar los hechos, los datos, la información empírica para comprender,
explicar e interpretar la lógica que articula la vida escolar. De este
modo, se abre la alternativa para que el historiador de la educación configure
un campo de investigación específico, la vida cotidiana escolar. La historicidad
y la posibilidad de historizar la vida escolar esta en función de contar
y tener acceso a las fuentes adecuadas para registrar elementos primordiales
del mundo escolar: proyectos, fines educativos, valores, sentimientos,
intenciones, métodos de enseñanza, planes de estudio, contenidos curriculares,
libros de texto.
También
espacios físicos, disciplinas, rutinas, horarios de trabajo, calendarios
escolares, habilidades y destrezas inculcadas y aprendidas, materiales
didácticos que introdujeron cambios profundos en las disposiciones mentales
y físicas de los actores, las ceremonias, rituales religiosos y cívicos,
inauguraciones de cursos, celebración de exámenes, clausura de actividades,
apertura de planteles educativos, entre otros. Quizá una operación histórica
de mayor envergadura es demostrar que esos factores fueron transformados
en prácticas culturales por parte de los actores educativos y que no revelaban
únicamente el orden escolar, sino un orden mayor que es la sociedad.
El
significado que los actores le otorgan al conjunto de actividades que
se despliegan en la vida escolar tienen un contexto y momento determinado
como parte del movimiento histórico general. La vida cotidiana como categoría
analítica permite visualizar en su particularidad ese "mundo de diversidad",
en el cual se expresan una multiplicidad de realidades que identifican
a la institución escolar.
En
realidad, uno de los problemas primordiales que enfrenta la historia de
la educación para analizar la vida cotidiana escolar reside en el tipo
de fuentes y materiales con los que puede nutrir su investigación. Desde
luego, los instrumentos conceptuales y metodológicos están a su disposición,
lo cual no quiere decir que por sí mismos resuelvan el problema, pero
sí lo preparan para tener una mirada atenta hacia los detalles o los indicios
que pueden parecer intrascendentes en la investigación. El problema, sin
embargo, sigue sin resolverse. Por ejemplo, la sociología cuenta con herramientas
confiables para levantar información in situ, es decir, levantar una encuesta
o aplicar una entrevista, tiene la posibilidad de acceder directamente
a los actores educativos, realizar observaciones de campo en torno a preguntas
concretas o aspectos de su interés. De igual modo, sucede con la etnografía
que puede efectuar registros escrupulosos y detallados de índole cualitativa
acerca de lo que sucede cotidianamente en el espacio escolar.
Evidentemente,
el historiador no tiene ni la oportunidad ni la posibilidad de entrar
de manera inmediata a la realidad escolar, por más que las operaciones
que involucra el análisis y la explicación de lo que se registra y observa
pase por un largo proceso reflexivo, tal y como ocurre con la sociología
o la etnografía. El material con el que fabrica los hechos históricos
son de distinta naturaleza a la de esas disciplinas. ¿Pero entonces como
realizar una investigación de la vida cotidiana escolar, sobre todo cuando
el historiador realiza gran parte de su labor mediante documentación oficial?
¿Qué pasa en el momento en el que decide, por ejemplo, emprender un estudio
de la cotidianidad escolar en el siglo XIX, donde la certeza de localizar
a los protagonistas es evidente? Y aún sí ello fuera posible, la condición
de combinar y emplear fuentes oficiales le imponen dificultades no sólo
porque el historiador con frecuencia se encuentra con documentos de índole
normativa, sino porque muchos de ellos no hacen referencia a algunas dimensiones
fundamentales para inferir la vida cotidiana. El historiador debe entonces
buscar y producir nuevos materiales para convertirlas en fuentes históricas.
De
este modo, parte de la respuesta se encuentra en la formulación de los
problemas que el historiador pretenda resolver porque éstos orientan la
búsqueda y la pertinencia de las herramientas y de los materiales históricos
de los que dispone en el proceso de construcción del objeto de estudio.
Preguntarse acerca de las dimensiones que involucra la vida escolar y
con base en ellas realizar una lectura y una interpretación adecuada de
la documentación oficial, esto es, reglamentos, decretos, leyes, circulares,
calendarios y horarios escolares, así como las ideas educativas, permite
disponer de documentación valiosa para el estudio de la vida cotidiana.
Por su fuerte carga normativa, estos materiales son significativos para
dilucidar aspectos que de otra manera podían parecer incomprensibles como
parte de la vida cotidiana escolar. Por ejemplo, ¿qué sentido tiene la
prescripción de un método pedagógico o la disposición y el orden que debe
tener un salón de clases? ¿Cuál el propósito de que los profesores se
dirijan a sus alumnos con cierta modulación de la voz y de los gestos?
El hecho es que no son únicamente disposiciones escolares, sino proyectos
educativos que se intentan implantar entre los actores educativos y que
a su vez éstos tratan de ajustarse. Hasta aquí su naturaleza normativa.
El siguiente problema que se presenta son las limitaciones propias de
la fuente y de las respuestas que nos puede proporcionar.
El
problema siguiente, de orden metodológico, es: ¿hasta dónde el contenido
prescrito y normativo, el deber ser, tienen una materialización transformándose
en prácticas, valores, ideas, comportamientos, actitudes y hábitos? El
historiador ¿cómo puede dar cuenta de este mundo escolar sin tener un
registro pormenorizado de lo que sucede al interior de la institución
educativa? Conviene apuntar que esta limitación es propia del trabajo
histórico, es decir, el historiador sólo puede iluminar una parte del
pasado, aproximarse a él en una sucesión de interpretaciones y análisis
para hacerlo inteligible. Busca entonces procurarse otros materiales,
al mismo tiempo que nutre su objeto de estudio con otras perspectivas
históricas que ayuden a complementar la información de las dimensiones
que, desde un punto de vista conceptual y metodológico, conforman la vida
cotidiana.
En
este sentido, la historia de la educación, se ha desplazado del simple
examen de las instituciones escolares, las ideas pedagógicas y las leyes
educativas a establecer las relaciones entre los procesos educativos y
las de orden político, económico y cultural. Esto ha obligado a enriquecer
no sólo los enfoques de la vida escolar con nuevas preguntas, sino también
a diversificar sus fuentes históricas.
Lasaportaciones
de los estudios históricos de las mentalidades, de la mujer, del trabajo,
del libro, de la vidaintelectual, de la conformación de las élites y de
las iglesias, entre otros, han proporcionado nuevas ideas acerca de cómo
analizar la vida cotidiana.
La recuperación y la valoración de nuevos materiales históricos, especialmente
los archivos, tanto nacionales, estatales como municipales y que contienen
una riqueza enorme, han permitido documentar y ampliar la mirada de la
vida cotidiana. La diversidad de información que proporcionan en torno
a ésta guarda relación directa con la configuración de la institución
escolar y del sistema educativo a lo largo del siglo XIX. Así, en la medida
en que la escuela fue convirtiéndose en una realidad irrefutable, también
fue generándose mejor y mayor cantidad de noticias en torno suyo.
La
construcción de la vida cotidiana encuentra en los archivos una variedad
de materiales dispuestos para que el historiador enriquezca sus ideas,
formule sugerencias, encuentre orientaciones y que con imaginación respalde
su labor. Inquirir en los documentos, buscar indicios, localizar huellas
y, sobre todo, unir cada uno de los fragmentos que van apareciendo arman
el entramado de la vida cotidiana escolar. Hombres, mujeres, niños y niñas,
preceptores, preceptoras, autoridades, instituciones y estructuras revelan
sueños, inquietudes, deseos, sentimientos, ideas, valores, actitudes,
conductas, hábitos y comportamientos. En fin, gran parte de los elementos
y de las dimensiones que dan vida y movimiento a la escuela en su actuar
cotidiano se localizan en millones de documentos.
De
igual manera, la prensa en general y la pedagógica en particular, es un
instrumento primordial para el historiador. En ella se conserva una memoria
inagotable de experiencias educativas, individuales y colectivas, se registran
las vivencias de los diversos actores que participaron en éstas. Se da
voz tanto a los iniciativas gubernamentales como a las sociales. También
se describen momentos de la vida escolar que sirvieron para la reflexionar,
sistematizar y formular nuevas propuestas educativas.
En
el mismo sentido, los libros de texto son una fuente para el examen de
la vida escolar. No sólo porque se transformó en un instrumento privilegiado
para la difusión de una concepción del mundo, de la representación del
mundo que se deseaba, sino además porque convirtió en el recurso didáctico
fundamental para la práctica de la escritura y la lectura. Fue un vehículo
que por sus características físicas y de diseño transformó el espacio
físico de la escuela, en particular el salón de clases, los ritmos y la
disciplina escolar marcando los tiempos de la lectura para transitar de
una lectura en voz alta hacia una lectura en voz baja, así como de una
lectura colectiva basada en la memorización a una individual y reflexiva.
La
cultura material sin duda constituye una herramienta privilegiada para
la reconstrucción de la vida escolar. Como señalan Quintanilla y Galván,
la historia de la educación ha recurrido poco al uso de esta fuente. Pero
sus potencialidades son enormes porque gabinetes, laboratorios, museos,
bibliotecas, bancos, sillas, mesas, pizarrones, relojes, juguetes y edificios
escolares ilustran una parte de los procesos educativos, de las transformaciones
que se suscitaron en el interior de la institución educativa, de la lenta
y paulatina construcción de la escuela como espacio privilegiado de socialización.
Por
último, un material rico y variado para examinar la vida cotidiana lo
proporciona la literatura. Por medio de ella puede rastrearse valores,
ideas, actitudes, sentimientos, usos y comportamientos, las interacciones
diarias y regulares de los actores en sus actividades escolares. Además
proporciona información de las formas de comunicación, de aprehender el
lenguaje y las percepciones en torno a la vida escolar, los ritmos con
que se configuro la vida educativa.
Ficción
e historia de la vida escolar
Para
hacer más comprensible el examen de la producción historiográfica y de
los estudios históricos se destacan las aportaciones de un material que
el historiador puede utilizar para reconstruir la vida escolar. Se examinan
una serie de trabajos que ofrecen fragmentos de ella y tienen la virtud
tanto de ser fuentes primarias como contribuciones historiográficas, al
menos aquí se le reconoce esta calidad. Estos trabajos son obras literarias
y memorias fundamentalmente. Conviene aclarar que no se trata de un recorrido
exhaustivo de cada uno de los estudios históricos que se han producido,
en especial en las últimas tres décadas, sino de ilustrar con algunos
ejemplos cómo y quienes han examinado distintas facetas de la vida escolar
durante el siglo XIX.
Quizá
uno de los autores más prolíficos en presentar cuadros cotidianos acerca
de la vida escolar fue JOAQUÍN FERNÁNDEZ DE LIZARDI, quien además
de describir la vida cotidiana de la sociedad mexicana, ofreció múltiples
y vívidos bocetos de la educación que se inculcaba a finales de la época
colonial y principios de la vida independiente. Es posible imaginar mediante
ellos la transición mental y social que representó el paso de una educación
privada, que se impartía en la familia y en el hogar con preceptores contratados
por los padres o los tutores, a una educación pública, la cual se empezó
a proporcionar en locales separados de esos ámbitos privados, es decir,
en espacios públicos con maestros contratados y regulados por autoridades
civiles o aún religiosas. Esos fragmentos son algunas de las primeras
señales de la secularización en el terreno educativo.
Fernández
de Lizardi no solamente describe sus recuerdos y experiencias personales,
sino también presenta reflexiones en torno a la función y la importancia
que la educación fue adquiriendo tanto en el ámbito privado como público,
los fines y las metas que pretendían alcanzarse con ella, así como los
métodos pedagógicos mas adecuados para cumplir con los propósitos encomendados.
En su obra, El Periquillo Sarniento, Fernández muestra el recorrido
escolar de su personaje principal durante su infancia. Mediante éste se
revelan algunas dimensiones de la vida escolar y de sus principales actores.
Con
el tono moralizador que imprime a sus obras, destaca en primer lugar a
uno de los protagonistas primordiales de la vida escolar, el preceptor.
Para fines comparativos presenta a tres preceptores que con sus virtudes
y defectos van configurando el "tipo ideal" de maestro, cuya misión era
garantizar la formación moral y social de los infantes. Un dato revelador
es que gran parte de las iniciativas educativas provinieron inicialmente
de individuos que, por diversas circunstancias y motivaciones, abrieron
establecimientos educativos en sus casas, acondicionando un local para
ofrecer sus servicios a padres y tutores que deseaban educar a sus niños
y niñas fuera del espacio estrictamente familiar. Esto hecho resulta de
suma importancia para comprender los procesos de construcción de la escuela
y de la vida escolar tanto física como socialmente.
En
esta obra Fernández de Lizardi proporciona indicios para comprender y
explicar los modos en que la escuela cumplió con una de sus funciones
primordiales, la de la socialización, en una doble dirección: no sólo
porque en él se reunían varios infantes con trayectorias sociales y culturales
diversas, lo que haría presumir en sus comienzos el papel de movilidad
social tenía, sino porque al convertirse en un recinto donde se compartían
disciplinas, órdenes, prácticas pedagógicas, contenidos formales e informales
de conocimientos, formas específicas para transmitirlos, producía los
actores educativos que al apropiarse de ese mundo, inventaban y reproducían
la vida y, por añadidura, la institución escolar. Así, un mérito del autor
fue su sensibilidad para captar a algunas de las facetas de la vida cotidiana
escolar.
De
igual modo, Fernández de Lizardi en su obra La Quijotita y su prima,
presenta con mayor detalle aspectos de la vida escolar. Entre los objetivos
que de su novela está mostrar de forma explícita los problemas, los defectos
y los fines que perseguía la educación colonial y la necesidad de sustituirla
por una educación ilustrada, práctica y útil con el propósito de formar
un nuevo tipo de individuo. Con este afán, presenta una diversidad y riqueza
de pasajes cotidianos de la escuela y de sus actores. También ilustra
la continua tensión entre la educación familiar, privada, y la educación
"pública", ofrecida en espacios distintos al hogar. Hace, por lo tanto,
una defensa de la educación como mecanismo primordial de socialización
de la infancia, especialmente de las niñas.
En
este sentido, no puede pasar desapercibida la idea misma de la escuela
como casas de enseñanza, representándose a la primera como una continuación
del hogar. Este era el lugar donde se inculcaban las primeras impresiones
morales, mientras que aquella reforzaba valores, creencias, actitudes
e ideas y se aprendían conocimientos útiles para la vida. Al parecer,
la intención de Fernández fue resaltar, por una parte, las tensiones y
las resistencias que provocaba la aparición de un nuevo espacio de convivencia
social y, por la otra, las posibilidades de complementariedad entre la
escuela y la familia. Sin embargo, no deja de presentar sus dudas y sus
críticas a la escuela, sobre todo, en cuanto a la orden y la disciplina
interna que imperaban en esta.
Por
ejemplo, dio cuenta de la jornada escolar, la cual tenía una duración
de cuatro horas en la mañana y tres en la tarde. La extensión de la jornada
estaba determinada "por costumbre o por necesidad o por ignorancia" de
los maestros y maestras. Fernández de Lizardi, en voz de uno de sus personajes,
la juzgaba imprudente porque provocaba daños en la salud de los menores,
según lo habían demostrado los médicos y los "documentistas sensatos".
De esta manera, sugiere que las condiciones físicas de los establecimientos
educativos no eran las deseables al señalar que éstos no sólo eran lugares
para la formación moral sino también para el fortalecimiento del cuerpo
porque con ello se mantenía el "espíritu tranquilo". Especialmente dirigió
sus críticas contra los castigos corporales por estimarlos ineficaces
como medio de corrección, produciendo, en cambio, seres embrutecidos y
envilecidos. Los castigos que se aplicaban a los y las menores se hacían
bajo el principio de que "la letra con sangre entra".
Al
describir los resquicios de la vida escolar, destacó los tipos de planteles
educativos, entre ellas las escuelas de las amigas y las escuelas particulares,
comparándolas para precisar las ventajas que se obtenían de una escuela
bien organizada y con un preceptor o preceptora bien preparados. Con ello,
posibilitó conocer parte del mobiliario y del material que se utilizaba
en las actividades escolares. Por ejemplo, el uso de la palmeta para castigar
a quien observaba mala conducta o no demostraba aplicación, o el empleo
de las agujas o el dedal para las clases de bordado, que en ocasiones
servía para corregir la falta de talento de las menores. O los métodos
pedagógicos que se basaban en la memorización y no en la comprensión,
así como el manejo del texto escolar, en este caso del Catecismo del
Padre Ripalda, eje de la educación moral y religiosa durante gran
parte del siglo XIX.
Sin
duda alguna, un factor esencial en la institución educativa lo configuró
la demostración de los conocimientos y las habilidades adquiridas. Los
exámenes y los rituales que los acompañaban eran puentes de unión entre
el espacio familiar y el espacio escolar, porque garantizaban la participación
de los padres de familia en el acto educativo y contribuían a eliminar
las resistencias ante la escuela. Fernández de Lizardi era consciente
de la importancia que tenían unos y otros y así lo hizo notar en su obra.
Tampoco pasó por alto la importancia de los juegos escolares y los tiempos
para el descanso que, aunque todavía no estaban plenamente regulados porque
dependían de la voluntad del preceptor otorgándose como un premio y a
condición de que concluyeran sus actividades académicas, aparecían como
elemento constitutivo de la vida escolar.
En
cuanto a la importancia de la enseñanza formal, el aprendizaje de la lectura
y la escritura estaban en primer orden. Según resaltaba uno de los personajes,
aprender a leer y escribir no sólo tenía el propósito de "cultivar los
talentos naturales" y "los sanos principios", sino servir de instrumento
para asimilar los ritmos y los tiempos regulares que implicaba una buena
lectura y una adecuada redacción, así como la disciplina que requería
el uso de la pluma y el cuaderno.
Otro
aspecto que llamó la atención de Fernández de Lizardi fue la necesidad
de contar con un orden dentro de la escuela, sobre todo en relación con
quienes asistían a ella. Si bien reconocía la utilidad de que los niños
y las niñas concurrieran, por separado y en locales diferentes, a los
planteles escolares no dejaba de advertir la necesidad de establecer una
vigilancia y un control adecuado porque reunir a niños o niñas de diversos
orígenes sociales podía ser pernicioso dada la influencia nociva que podían
ejercer los viciosos y de malas pasiones sobre el resto de sus compañeros,
lo cual era una muestra de que en las instituciones educativas, en especial
de primeras letras, se habían convertido en una espacio de socialización
fundamental. Sostenía que las escuelas no podían atender a un numeroso
grupo de niños y niñas sin provocar efectos indeseables en su mente y
en su cuerpo, particularmente en esa etapa donde la emulación era un factor
primordial para la formación del carácter moral e intelectual de unos
y otras. Esto explica porque sus dudas acerca de la enseñanza que se impartía
en las escuelas de amigas y en algunas de las escuelas particulares, establecidas
por preceptoras y preceptores en sus propios domicilios.
Por
último, las numerosas observaciones que realizó el autor acerca de la
infancia y de la educación que debía recibir constituyen un conjunto de
reflexiones valiosas para dilucidar las relaciones que se fueron entretejiendo
entre el imaginario social de los infantes y la construcción de la escuela.
Fueron consideraciones con un referente en observaciones y experiencias
directas que el historiador puede emplear como indicios de las representaciones
y de la vida escolar de la época.
GUILLERMO
PRIETO forma parte de los escritores del siglo XIX que ofrecen cuadros
de la vida cotidiana escolar. Sus evocaciones de la infancia, así como
del su paso por distintos establecimientos educativos son una excelente
fuente para la comprensión e interpretación de la vida escolar. Su obra
Memorias de mis tiempos es, de múltiples maneras, un puente entre los
años finales del periodo colonial y el México del siglo XIX. En este sentido,
su texto posibilita reconocer las rupturas y las líneas de continuidad
de los procesos educativos entre una y otra época, en especial de la conformación
de la vida cotidiana escolar.
La
percepción que ofrece Prieto de las escuelas es el pleno reconocimiento
que éstas habían adquirido dentro del imaginario social. Sus referencias
a ellas, convertidas en espacios públicos porque a ellas concurrían diferentes
grupos sociales, los cuales son representados en este caso por él, su
hermano, sus primos y un "competente número de criados, aún cuando predominaran
las establecidas en lugares privados y por profesores particulares, dan
cuenta de la función que desempeñaban dentro del mundo urbano.
La
percepción de Prieto acerca de las escuelas es el pleno reconocimiento
que éstas habían adquirido dentro del imaginario social. Las referencias
a ellas fueron en función de haberse convertido en espacios públicos a
los que concurrían diferentes grupos sociales, representados en este caso
por él, su hermano, sus primos y un "competente número de criados, aún
cuando predominaran las establecidas en lugares privados y por profesores
particulares y dan cuenta de la función que desempeñaban dentro del mundo
urbano. No discute ya su utilidad ni los posibles vicios o defectos que
pudieran tener al reunir contingentes de niños y niñas, sino la posibilidad
de elegir entre unas y otras en relación con la calidad de los conocimientos
que se impartían, así como de los preceptores que las dirigían.
El
grado de organización interna logrado son otra manifestación de implantación
social que había alcanzado la institución educativa.
Prieto
insinúa que en un gran número de escuelas el plan de estudios era prácticamente
el mismo. Se enseñaba a leer, escribir, las cuatro reglas de cuentas "y
un poco más", así como la doctrina cristiana y, en algunas de ellas, se
agregaban clases de dibujo. El empleo del sistema de castigos y premios
era pieza central del orden y la disciplina que requería la institución
escolar. La palmeta, el cepo y el encierro eran las sanciones más comunes.
También refiere las características, la distribución de los espacios y
los usos de la escuela a la que asistía.
Esta
se dividía en dos secciones, la sala de lectura y el salón de escritura
y explicaciones. La descripción de ambas secciones son una excelente muestra
del orden físico y simbólico de los espacios, de las funciones específicas
que se les asignaban, de las interacciones que pretendían inducir la dinámica
de trabajo y de los métodos de enseñanza. Por ejemplo, en la primera sección,
existían gradas desde los cuales los alumnos recibían la clase que impartía
un maestro especializado en ella. Esta distribución tenía el propósito
de facilitar la vigilancia y la observación de cada uno de los alumnos,
pero al mismo tiempo era un desafío para los alumnos, porque estos desarrollaban
una estrategia para evitar la supervisión del maestro y con ello tener
tiempo para sus juegos infantiles. También la sala de escritura proyectaba
un orden y una disciplina con fines específicos. Se adornaba con "buenas
pinturas al fresco" y contaba con papeleras corridas con grabados y encima
de ellas se colocaban tinteros fijos. Antes de ingresar, había una pequeña
antesala donde se localizaba un pizarrón para los ejercicios de aritmética
y en el fondo del salón destacaba una mesa desde la cual el profesor impartía
su clase. Encima de ella sobresalía un "uña de plomo" para "tajar las
plumas de ave, porque entonces no se conocían las de acero". Para la conservación
del orden, el profesor se auxiliaba de otros alumnos y ayudantes. Una
característica de este espacio era la imagen de orden perfecto. El equilibrio
interior era una condición imprescindible de la vida escolar. El silencio
en la sala de escritura se prolongaba en cada objeto, en cada elemento
físico que configuraba el lugar y el tiempo educativo. El mobiliario escolar
tenía una función y un momento para usarse: pautas y plumas de palo, botellones
de tinta en mesas, estantes para el repuesto de papel, plumas y gises.
La
distribución del tiempo, de los espacios, de las tareas se dibujan dentro
de la vida escolar. Por ejemplo, a las "once de la mañana en punto", al
terminar las sesiones de actividades prácticas todo se disponía para "escuchar
las explicaciones" del profesor y para esto, era preciso redistribuir
las tareas de cada uno de los encargados de la vigilancia: el profesor
en su asiento, mientras que sus auxiliares al centro y en la retaguardia.
La exposición verbal entonces se convertía en el eje de las prácticas
pedagógicas haciendo referencia a temas de moral, urbanidad y de buenas
maneras. Era un aspecto fundamental en la transmisión de valores, ideas,
creencias y comportamientos que se rescataban de la vida social mediante
"reminiscencias de los cuentos, el atractivo de los juegos, los usos y
costumbres dominantes".
Las
otras dimensiones se hacen más nítidas a la luz de la comprensión de la
importancia del tiempo escolar. Después de esta actividad se enlazaba
con naturalidad, tal como sucedía con el tiempo del catecismo y del recogimiento,
el recreo apropiándose de los juegos infantiles para transformarlos en
elementos socializadores de la escuela: la pelota, los huesos de chabacano,
el trompo, el diablo y la monja. Después, el retorno al espacio educativo
por excelencia, el salón de clases y, finalmente, el anuncio de la terminación
de la jornada escolar hacia las cinco de la tarde. En este sentido, Prieto
no desestimó la vida y la enseñanza familiares como parte fundamental
de la educación, pero delimitó el espacio privado y el espacio público,
el ámbito de la conciencia individual y de la cosa pública. Los ámbitos
de la escuela y de la familia están trazados: ésta se encargaba esencialmente
de la vida en el hogar, bajo la dirección de los gobernantes de la conciencia,
es decir, los padres.
Un
aspecto central en el proceso de construcción de la escuela y que, al
mismo tiempo, marcaba el grado de secularización de la vida social fue
la apropiación por parte de la escuela del mundo simbólico que significaban
los rituales y los fiestas religiosas, de su conversión en rituales escolares
y de la presencia pública de la institución educativa. También representaban
el afianzamiento no sólo de la vida escolar y de su consolidación en la
sociedad. Por eso, la importancia de la participación de la escuela en
los actos públicos. Prieto hace referencia a la presencia de las escuelas
municipales y gratuitas a una de las celebraciones más representativas
del calendario religioso en el México decimonónico, las fiestas del Corpus.
Unas y otras ocupaban un lugar sobresaliente al lado de las parroquias,
las cofradías, "recuerdos de los antiguos gremios", los hospicianos, los
Padres Franciscanos, los Dominicos, etcétera, "todo bajo los estandartes,
con sus velas de arandela encendidas, sus mosqueteros los más y algunos
sus flores".
De
igual manera ANTONIO GARCÍA CUBAS, en sus memorias destacó la trascendencia
y la solemnidad que revestían tales celebraciones para la vida social.
García Cubas señala que esa festividad alcanzó su pleno apogeo a mediados
del siglo y en ellas prácticamente participaba todo el vecindario de la
ciudad de México, así como de los pueblos vecino. En particular, hacía
notar que "Los escolares abandonaban las aulas llenos de alborozo como
que sólo soñaban en los goces que la próxima festividad les prometía,...".
El orden mismo con el que se organizaba en la procesión marcaba la jerarquía
social de cada una de las instituciones sociales y educativas: educandas
de la Hermanas de la Caridad, los bedeles de la Universidad, los colegios
nacionales, los Rectores de éstos, el Claustro de Doctores y las escuelas
municipales.
De
igual manera, José María Rivera narra, con fina ironía para hacer comprensible
su moraleja, fragmentos de la vida escolar en su papel de pedagogo o escuelero,
como se les denomina a los maestros entre los sectores populares. Su relato
se refiere a una escuela de un pueblo con una población indígena y los
usos particulares que se desarrollaban en torno a la escuela. En especial
destaca la participación de la institución educativa en los rituales escolares
y sociales, de fuerte inspiración religiosa. Dos festividades destaca:
la primera de carácter religioso como la era el primer viernes de cuaresma
y la segunda, de naturaleza cívica, el 16 de septiembre.
En
el primer caso, indicaba que su escuela participaba en la procesión mediante
su "ejército de alumnos" formado de setenta voces que "chillaban desaforadamente
las alabanzas a la santa cruz" y que atravesaban las principales calles
y la plaza, atrayendo la atención de los vecinos y transeúntes, a cuya
cabeza se colocaba el "santo madero de nuestra redención". La participación
de la escuela no se reducía a esta procesión, sino que antes de realizarla
tenían que concurrir obligatoriamente a escuchar el sermón en la parroquia
"con mi falange infantil". La influencia de la atmósfera religiosa se
extendía al interior de la escuela porque, según refiere el ilustre pedagogo,
cada alumno llegaba con su ramo de flores y su vela respectiva para la
Santísima Virgen.
En
el segundo caso, en esta fecha se realizaban los exámenes públicos, "balance
intelectual en que precisamente se iba a conocer mi quiebra". Según Rivera
éstos se preparaban con, al menos, dos meses de anticipación y se elegían
para tal propósito a los alumnos que debían ser examinados, "derecho mío
y de todo pedagogo". Las materias en las que eran examinados eran en escritura,
lectura y doctrina fundamentalmente. Resulta curioso la idea que tenía
de estos certámenes, "las más veces es un sainete donde hay su director
que mueve las pitas; actores que representan lo que no son; una autoridad
que autorice lo bueno y lo que no lo es; y un público que... ¡siempre
es público!".
En
la práctica, este ritual era fundamental en las posibilidades de aceptación
y apropiación de la escuela por parte de la sociedad. Precisamente, Rivera
describe que ante el fracaso de sus alumnos debido a que no fueron capaces
de contestar adecuadamente las preguntas planteadas por los integrantes
del jurado, los cuales representaban a la sociedad en su conjunto, el
maestro fue despedido y la escuela cerrada porque los vecinos no estaban
dispuestos a mantener un plantel escolar que no tenía los resultados deseados.
Conviene hacer notar, como un argumento ficticio para ilustrar la importancia
de los certámenes públicos dentro del imaginario social, la trayectoria
personal del maestro que recorrió varias escuelas de pueblos y comunidades
rurales hasta lograr la plena aceptación y reconocimiento de los padres
de familia por los logros escolares obtenidos por sus hijos. Al final
de su itinerario y como fiel practicante de esa profesión digna y de "noble
ministerio", demostró el valor que la población le otorgaba a las exhibiciones
públicas de la institución educativa. En suma, la trascendencia de hacer
presente y visible la escuela como parte de la vida social en su conjunto.
CONCEPCIÓN
LOMBARDO DE MIRAMÓN en su monumental obra, Memorias, traza
desde su experiencia personal distintas facetas de la vida escolar en
los años cuarenta del siglo XIX. Destaca las trayectorias escolares de
cada uno de sus hermanas, las cuales asistieron a un colegio particular,
mientras que ella fue inscrita en una escuela de amigas, "nombre que dan
en México a las escuelas primarias" porque la posición social de su madre
y de "sus deberes de sociedad numerosos" le impedían atender directamente
su instrucción,. Con candor, apunta que esa determinación se tomo por
su carácter travieso, decidiendo que "el rigor que empleaban aquellas
mujeres", es decir, sus preceptoras podrían corregirla, bajo el principio
y el método educativo de que "la letra con sangre entra".
Desde
sus primeros recuerdos, Lombardo expone algunos de los rasgos constitutivos
de la vida escolar: maestras enérgicas, que tenían la autoridad para imponer
la disciplina y el orden más severo con la autorización de los padres
o de los tutores, el local escolar ocupando parte de un espacio público
como lo era el Hospital de Terceros. Un rasgo particular que destaca la
autora era la presencia y la severidad de la directora de la escuela.
Las percepciones de Lombardo acerca de ella no dejan duda de su conducta
y de sus valores: reía o perdonaba, "ignorante en grado superlativo, no
era capaz de hacernos la más pequeña explicación de aquello que nos enseñaba".
Al
contrario de las impresiones de Prieto, Concepción Lombardo, lamentaba
la poca instrucción que se les impartía, la cual se reducía a la lectura,
el catecismo del Padre Ripalda y al Fleury, los cuales se aprendían, como
ya lo había hecho notar Fernández de Lizardi, a la memorización sin que
fuera precedido de cualquier explicación. En cambio, admitía que las labores
manuales eran notables y de "gran mérito". El empleo de los castigos era
común e iban desde los gritos y llamadas de atención hasta castigos corporales,
"lluvia de dedalazos en nuestras pobres cabezas". Los castigos estaban
en relación con el tipo de infracción. Por ejemplo, no aprender la lección
significaba hacerse acreedor a las "orejas de burro", "especie de casquete
de fieltro color de chocolate, que nos cubría toda la cabeza hasta la
frente, a los lados dos grandes orejas que nos caían hasta los hombros
y por delante un par de ojos de paño negro y una lengua colorada que nos
tocaba las narices".
Ese
castigo se acompañaba de una exhibición pública porque a quien se le imponía
se le colocaba en una silla y las ponían en el balcón de casa en dirección
a una calle que "era muy frecuentada". O bien, cuando eran infracciones
más graves, como el robo de carretes de hilo y madejas de seda, material
indispensable para las labores manuales, entonces se decretaba el "castigo
de castigos" que consistía en sentar a las infractoras en una silla muy
alta en medio del cuarto "y ponerles en la cabeza un tompeate cubierto
con grandes plumas de pollo y de otras volátiles que formaban una gran
pirámide en la cabeza; pero lo más terrible de este castigo, era que amarraban
con una cinta el objeto robado en aquel ridículo sombrero, y en la espalda
de la culpable, fijaban un cartelón de papel adonde estaban escritas estas
palabras: 'Por ladrona'".
Otro
faceta de la vida en la escuela era la jornada escolar, la cual se iniciaba
a los ocho de la mañana y la primera actividad era arrodillarse y recitar
"el Bendito la oración dominical, el Ave María y la Salve". El uso de
las sillas estaba prohibido porque se reservaban para las visitas y para
adornar el salón de clase. De esta manera, gran parte de su estancia en
la escuela era sobre el suelo, al menos tres horas, con intervalos cortos
para ponerse de pie. Una modalidad en esa escuela eran los almuerzos,
los cuales se servían a las once y medida de la mañana en "mesitas pequeñas
y muy bajas, pues también comíamos en el suelo". Una vez concluida esta
actividad se daba tiempo para "las recreaciones" como un premio cuando
habían observado buena conducta y habían aprendido la lección y consistían
en formar una rueda sentadas en el suelo y "en jugar juegos de prendas".
A las cuatro de la tarde finalizaban las actividades escolares.
La
configuración del espacio escolar fue un proceso paulatino. La articulación
de los elementos esenciales están ya presentes tal como lo muestran los
autores antes citados. Sin embargo, un rasgo distintivo de la vida escolar
del siglo XIX será la diversidad de planteles escolares. Es cierto que
el mundo urbano es su entorno natural, pero el esfuerzo por extenderla
a otros ámbitos de la vida social fue una realidad permanente. Así, haciendas,
pueblos y comunidades también albergaban y se esforzaban por dar un lugar
en su vida cotidiana. Algunos ejemplos pueden ofrecerse a este respecto.
MADAME CALDERÓN DE LA BARCA en sus memorias de su visita a México
ofrece distintas facetas de la vida escolar en haciendas y pueblos.
En
un recorrido de los alrededores de la ciudad de México, cerca de San Juan
Teotihuacan, uno de los motivos de orgullo de sus habitantes eran el mesón,
la alameda y la escuela. Calderón de la Barca llamó la atención de las
condiciones físicas del establecimiento escolar y dejó constancia de lo
que ahí vio y percibió. Reconoce que su interés por visitar la escuela
se originó "por el ruido y también porque las puertas abiertas de par
en par, invitaban a hacerlo". Su primera impresión fue el aspecto que
presentaba el maestro, "un pobre joven y pálido y en harapos, con aspecto
cansado y medio aturdido al parecer por aquel bullicio, pero muy dedicado
a su tarea". También hizo notar la asistencia de niños que aprendían a
deletrear "en el texto de unas viejas leyes del Congreso". A manera de
pizarrón se utilizaban las paredes, en las cuales se veían escritas "algunas
máximas morales, (que) denunciaban una ortografía demasiado libre", lo
que fue advertido al profesor.
En
otro momento, refiere que en el pueblo de San Angel tuvo la oportunidad
de conocer una escuela de niños, la cual ocupaba una pieza de la casa
de un prominente miembro de la sociedad mexicana y que era atendida por
una maestra. El registro de Calderón de la Barca tenía el propósito de
destacar los rasgos personales de la maestra, quien se encontraba "paseándose
de arriba abajo silabario en mano, con un deshabillé no muy elegante,
y arrastrando por el piso su larga y suelta cabellera que recogía cada
vez que daba vuelta, a la manera de un traje de Corte...".
Por
su parte, García Cubas dedicó un apartado completo de su obra a examinar
la instrucción pública en la ciudad de México. Uno de los aspectos más
atractivos de la información que el autor proporciona es la elaboración
y consolidación de los rituales como parte de la vida y la cultura escolares
en la educación profesional y que con el tiempo se difundirían en todos
los niveles educativos. Apuntaba que, por ejemplo, se habían suprimido
algunos "usos escolares", tales como los vejámenes, "actos que precedían
a la toma de posesión de algún grado o prebenda" y que servían para ridiculizar
o humillar a los estudiantes. En su lugar se habían introducido otros,
como la distribución de premios, en cuyo acto competían todos los colegios
y la Universidad. La dotación de éstos iban acompañados de signos de distinción
de acuerdo a los méritos que se habían alcanzado, así como a las trayectorias
escolares de los estudiantes, todo lo cual permitía unificar e identificar
a cada una de las profesiones.
Asimismo,
brinda importantes noticias de los regímenes internos que regían a las
instituciones de enseñanza superior, de las jerarquías académicas y de
los engranajes que hacían funcionar el orden y la disciplina escolar.
Esto permite visualizar algunos de los dispositivos mentales y sociales
que se ponían en operación para articular las normas y las disposiciones
legales con las prácticas cotidianas de los actores educativos, es decir,
las modos en que éstos asimilan a aquella en el mundo cotidiano de la
institución educativa. De igual manera, se muestra en toda su extensión
el papel de los espacios al interior de la escuela, la importancia de
la distribución de los horarios, del calendario escolar, de los exámenes,
en suma, de la organización interna. El mobiliario escolar y toda su carga
de representaciones y símbolos toma su lugar dentro de la construcción
del imaginario educativo.
Pero
García Cubas no sólo se refirió a estas instituciones de la alta cultura,
sino también a aquellas que estaban en proceso de consolidación. Las escuelas
de instrucción elemental o de primeras letras: las escuelas de amiga,
las escuelas primarias y las escuelas particulares. De la primera señalaba,
haciendo un esfuerzo "para reconstruir escenas reales", que él había asistido
a una escuela de amiga, situada en una casa de vecindad, "en la más recóndita
vivienda de esa casa", en compañía de su hermana. Una de las descripciones
más constantes no sólo de García Cubas, sino de todos los autores aquí
citados, fueron sus impresiones sobre su maestra o maestro, según el caso.
Enseguida relata algunos elementos que conformaban el espacio físico,
tales como una estampa de la Purísima Concepción y una pantallas de cristal
que adornaban las paredes de "aquella sala". El mobiliario escolar se
reducía a dos rinconeras de cubierta sobre los cuales se colocaban "nichos
de vidrio con imágenes de santos y una butaca de cuero y cuarenta o cincuenta
sillas de variadas formas y abigarrados colores".
En
cuanto al método de enseñanza, señalaba que era individual, absolutamente
sintético e iba del conocimiento de las letras a la formación de las sílabas,
palabras y oraciones. Cada uno de los alumnos era llamado por la maestra,
quienes ponían sobre las rodillas de ésta el silabario del "Niño Jesús".
Posteriormente, nombraban los caracteres y los iban señalando con un puntero
de popote o de vidrio que era rematado con un "monito negro".
El
aprendizaje y la culminación del silabario era la señal para la presentación
pública de los alumnos, del maestro y de la escuela, esto es, el momento
de los exámenes. Para ello se establecía un ritual escolar, el Vitor,
que reproducía en gran medida los rituales religiosos. Por ejemplo, sí
se trataba de un alumno acomodado, además del traje para lo ocasión, se
preparaban bocadillos que se repartían entre los niños y las niñas, en
una bandeja, mientras que en otra se depositaba "muy enflorado y cubierto
de listones de raso el silabario usado por el victorioso". Se adornaba
el local escolar con arcos formados de pañuelos y farolillos colgados
de los dinteles y ventanas. El acto se revestía de carácter público y
de solemnidad su inspiración religiosa:
Como a las cuatro de la tarde se organizaba el vítor con la muchachería,
presidido por el agasajado niño, a cuyo lado iba la maestra y el portador
del estandarte que por escudo tenía el enflorado silabario. El vítor
recorría los patios de la cada de vecindad, cuyos improvisados adornos
no bastaban para destruir su mal aspecto, y en todo el tiempo que duraba
el paseo, presenciado por los vecinos, no cesaba la turba infantil de
aclamar a su feliz compañero con los gritos de ¡viva! ¡viva! que acabó
la cartilla. Terminada la procesión y ya reunidos todos los niños en
la sala de la Amiga, echábase por alto, como en la Nochebuena, la colación...
Los rodeos, puchas y soletas, los polvorones y peripitas,.., todos se
adornaban con banderillas de papel picado, y se distribuían a mano,
sin excluirse a los vecinos que a bien tenían presenciar el acto.
Un
dato interesante de la escuela de amiga a la que concurrió García Cubas
fue que era mixta, lo que creaba situaciones indeseables para la maestra.
La convivencia que esta circunstancia producía, obligaba a diferenciar
ciertos saberes para niños y niñas, enfatizando para éstas últimas para
las labores manuales. Los útiles que empleaban para esas tareas eran pequeños
pedazos de cañamazo y bastidores, sobre los cuales se bordada, con estambre
o seda, "los caracteres del abecedario y algunas figurillas".
Otro
tipo de escuela a la que asistió este autor fue una escuela primaria,
"la Escuela del Padre Zapata quien gozaba fama de ser estrictamente severo".
Ahí la los elementos de la escuela estaban presentes con una organización
más formal. Por principio de cuentas el método de enseñanza era el sistema
Lancaster o de enseñanza mutua, "con sus añadiduras, a las que somos tan
inclinados los mexicanos". La jornada escolar se iniciaba a las ocho de
la mañana. Antes de ingresar a la sala de clases, los alumnos se formaban
"en un largo y estrecho corredor", donde eran supervisados por un "inspector
general", quien pasaba revista de aseo, armado de una campanilla "a cuyos
toques eran ejecutados los diversos actos de la escuela". La disciplina
era un condición y un elemento primordial de la vida escolar. Se imponía
mediante la campanilla que regulaba los tiempos y los ritmos de las actividades
a desarrollar. La estructura casi militar era un signo distintivo de ese
plantel escolar por lo que los castigos físicos eran una pieza central.
La distribución espacial en el salón de clases estaba determinada por
clases o grados de escolares.
La
primera actividad era arrodillarse para elevar "sus preces al Ser Supremo".
Una muestra de la trascendencia que tenía el orden y la disciplina era
que, al sonido de la campana, los menores pasaban la pierna derecha entre
la banca y la mesa, luego la izquierda y, finalmente, ponían las manos,
primero en las rodillas y luego en las mesas. Enseguida se iniciaban las
clases de escritura, a las que seguían las de lectura, las cuales requerían
de una distribución del espacio particular. Esto es, se separaba a los
niños por grupos en los pasillos, se formaban en semicírculos y en cuyo
centro se colocaban los monitores o decuriones, "quienes con un puntero
señalaban las sílabas, las palabras u oraciones. Al concluir los ejercicios,
se impartían las clases de aritmética, "pizarrón los principiantes y en
pizarra los adelantados". Además se disponía de un cuarto de hora para
dedicarlo a la Doctrina cristiana "o sea del Catecismo del Padre Ripalda".
Hacia las cinco de la tarde culminaban las actividades escolares. En este
orden no podían faltar los castigos más severos, los cuales estaban en
correspondencia con la gravedad de la falta cometida.
Entre
los más comunes, según anota García Cubas, se hallaban el arrodillar a
los alumnos y ponerlos en cruz obligándolos a hincarse sobre el borde
de una regla y a sostener en las manos en las manos piedras pesadas. Cuando
se imponía el castigo público se hincaba al infractor, colocándole en
el pecho una planchuela de madera en la que se inscribían frases como:
por modorro, por pleitista, por desaseado, etcétera. También se castigaba
con el encierro en el calabozo, el saco, "castigo marcado para las faltas
graves, y que "consistía en meter en aquél al delincuente y suspenderlo
por medio de unos cordeles del techo de la escuela" o el de la caravana,
"aplicado a varios niños que juntos habían cometido la misma falta, y
al efecto poniáseles un yugo de madera, del que tiraban todos los de la
escuela", entre otros. García Cubas señalaba que los castigos más severos
fueron quedando en desuso.
El
mobiliario escolar se componía de largas y estrechas mesas, "con sus bancas
adheridas y simétricamente colocadas, una detrás de otra", dejando entre
sus extremidades y las respectivas paredes de la sala, un espacio de una
vara". Según las edades o las clases, las mesas eran bajas o altas, tenían
cubiertas inclinadas u horizontales, las cuales según fuera el caso, formaban
estrechas y largas cajillas de uno a otro extremo, cubiertas de arena
fina, que se emparejaban con un instrumento de madera, papel , cartones
que tenían inscrito muestras de letras que debían copiar, embutidos de
tinteros de plomo, llenos de tinta de huizache y caparrosa, pizarras,
mesa para el de maestro que se colocaba encima de una "elevada plataforma",
carpeta de bayeta, libros de texto, hojas de papel, manojos de plumas
de ave y la imprescindible palmeta, "símbolo de la autoridad escolar".
Los libros de texto "generalmente admitidos" eran El Amigo de los Niños,
traducido por Escolquis, el Libro Segundo de la Academia, el Simón
de Nantua o el Mercader Forastero, el Catecismo histórico
del Abate Fleury, Las fábulas de Samaniego o las de Iriarte.
En
resumen, García Cubas muestra múltiples facetas de la vida escolar durante
gran parte del siglo XIX. Sus cuadros cotidianos sin duda constituyen
una fuente primaria insustituible.
A
finales del siglo XIX, la implantación de la escuela era una realidad,
sobre todo en el mundo urbano. Las crónicas de la vida escolar continuaron
registrándose en la literatura de la época, así como en artículos periodísticos
que trazaban diversos aspectos de ésta. Entre ellas se encuentran los
cuentos y crónicas de uno de los más influyentes escritores de la época,
ANGEL DE CAMPO, Micrós, quien mediante estos recursos detalla fragmentos
reveladores de la vida escolar.
En
varios de sus cuentos más notables, Angel de Campo hace referencia al
ambiente escolar que privaba en su época, es decir, entre 1885 y 1908.
Uno de ellos fue !Pobre Viejo!, donde narra parte de su vida escolar infantil,
sus experiencias y su percepción de la escuela. El principal protagonista
del cuento destaca la figura y la presencia del maestro, quien, según
explicaba, se había esforzado durante muchos años por formar las futuras
generaciones. El abandono y la soledad al final de la vida del maestro
la contrasta con la vocación y la perseverancia que lo distinguieron como
director de su Colegio de niños y nos introduce por el mundo escolar en
que vivió. Describe las condiciones físicas del local, los métodos de
enseñanza, las prácticas pedagógicas, los saberes que se impartían o de
los que venían precedidos los alumnos, los textos escolares y el mobiliario
escolar.
Al
parecer pocas transformaciones había sufrido el espacio físico, si las
juzgamos a luz de los cuadros que convidó Fernández de Lizardi, pero que
tantas y especialmente habían ocurrido como espacio simbólico y social
para configurar la escuela moderna. Aquí se esbozan algunas.
Sin
duda la escuela de Angel de Campo era un establecimiento particular que,
como muchos otros, ocupaba un pequeño sitio de la vivienda del profesor.
Notable era que el techo estaba lleno de pelotas de papel mascado. Las
paredes seguían conservando su utilidad didáctica, con letreros y manchas
de tinta morada, negra y roja, pero ahora también se agregaban mapas polvorientos,
muestras de dibujo, el sistema métrico decimal y la insustituible imagen
religiosa, el Corazón de Jesús acompañado de un reloj, símbolo de los
nuevos tiempos educativos. En un lugar de la pieza, un plataforma pintada
de negro, sobre la cual resaltaban la mesa del maestro, el tintero, la
regla, las planas y los libros formando pilas. Frente a ella, dos filas
de bancas y mesas, con sus tinteros de plomo, con sus respectivos candados
en las tapas de las papeleras y "tantas letras grabadas con navaja de
madera en la madera de los muebles.
El
salón de clases convertido en un auténtico laboratorio educativo, con
una actividad febril que lo mismo registraba los golpes de regla sobre
la mesa, señal inequívoca del orden y la disciplina escolar, en tanto
que alguien se empeñaba en rayar "concienzudamente el papel", otro se
esforzaba en borrar cifras aritméticas del pizarrón y otro más, "tras
el antifaz de los catecismos", entablaban una plática a tiempo que no
faltaba quien ensayara la lectura en voz alta. Pero la actividad escolar
se extendía a un mayor número de facetas del mundo y de la cultura escolar.
Fuera del salón de clases, otros espacios se incorporaban al esfuerzo
pedagógico con el fin de fijar otros tiempos y otras rutinas. La solicitud
para atender funciones fisiológicas por parte de los alumnos pretendía,
en realidad, modificar la dinámica que imponía el salón de clases.
El
tiempo del juego infantil se intentaba sobreponer al tiempo escolar. La
mordida de un pedazo de pan, contar las canicas o jugar con los huesos
de chabacano, eran los recovecos que los niños imponían para salir de
"aquella pieza estrecha, de aquellas durísimas bancas, donde colgaban
los pies". La infancia estaba en el trasfondo del ambicioso proyecto educativo.
La
amplitud del mundo infantil y sus manifestaciones pueden ilustrarse mediante
un ejemplo:
¿Cuántas cosas habría en el bufete del señor Quiroz? Dicen que ahí guardaba
todo lo que les quitaba a los niños; muchas canicas, membrillos mordidos,
pedazos de charamusca, soldados de plomo, juguetes de madera, pinturas,
caramelos, baleros, trompos; la teja de plomo que servía para jugar
al piso, pliegos de papel de colores, para forrar libros y tapizar los
cajones, armellas, ¡qué se yo! Era un tesoro.
En
efecto, la construcción de la escuela, cuya función principal era transformarse
en parte de un engranaje de un proyecto civilizador más amplio, fue dilucidando
sus instrumentos, sus propuestas y prácticas pedagógicas y produciendo
los actores educativos que fueron moldeándola. A estas dimensiones de
la vida escolar se refería Angel de Campo cuando describió y sintetizó
la labor que encarnaba el maestro, pilar fundamental de ese proyecto de
metamorfosis social: amigo de la infancia, que descifra "el jeroglífico
encerrado en las páginas del silabario", intérprete de la clave y de la
frase que abría los horizontes de la vida y arrancaba al libro su riqueza,
responsable de hacer germinar la semilla que habría de distinguir "al
estúpido del hombre social, y sin embargo, es para todos un pobre viejo
retrógrado a fuerza de enseñar ya nada puede aprender, ...".
Reflexiones
finales
En
los últimos veinte años, la historiografía de la educación ha diversificado
sus líneas de investigación. Al mismo tiempo, se han enriquecido con novedosas
fuentes que nutrido los enfoques, los métodos y las hipótesis de trabajo
para abordarlas. El estudio de la vida escolar si bien no se ha constituido
en un campo de investigación específico, sí se ha incorporado a las nuevas
temáticas. Las preocupaciones surgidas del presente acerca de las realidades
que día a día se construyen y reproducen son las que motivan nuevas preguntas
y la necesidad de abrir un conjunto de preguntas sobre los procesos reales
y concretos que configuran la vida escolar. Sus expresiones son múltiples
y complejas y no resulta fácil situarlas o menos aún documentarlas.
En
este sentido, considero que la literatura entendida en sentido amplio,
esto es, la novela, la crónica, el cuento, las memorias, el artículo periodístico
son material histórico de primera mano que evidentemente no suple sino
complementa otras fuentes documentales. Es cierto que su empleo requiere
de una crítica y un tratamiento riguroso, pero sería injusto su desdén
cuando ofrece información acerca de los imaginarios sociales y educativos,
de las prácticas pedagógicas, de los métodos de enseñanza, de los actores
educativos, pero sobre todo de aspectos que otro tipo de fuentes no proporcionan
en torno a lo cotidiano de la vida escolar. Aquí sólo se presentaron algunos
ejemplos tanto de la información que ofrecen, así como de la utilidad
para iluminar zonas oscuras acerca de la vida escolar.
Bobliografía
Angel
de Campo, Ocios y apuntes y La Rumba, México, Editorial
Porrúa, 1999.
Carlos
Escalante Fernández y Antonio Padilla Arroyo, La ardua tarea de educar
en el siglo XIX. Orígenes y formación del sistema educativo en el estado
de México, Toluca, México, GEM-SMSEM-ISCEEM, 1998.
José
Joaquín Fernández de Lizardi, El Periquillo Sarniento, México,
Editorial Porrúa, 1992.
José
Joaquín Fernández de Lizardi, La Quijotita y su prima, México,
Editorial Porrúa, 1990.
Antonio
García Cubas, El Libro de mis recuerdos. Narraciones históricas, anecdóticas
y de costumbres mexicanas, anteriores al actual estado social, ilustradas
con más de trescientos fotograbados, México, Editorial Porrúa, 1986.
Concepción
Lombardo de Miramón, Memorias, México, Editorial Porrúa, 1989.
Madame
Calderón de la Barca, La vida en México durante una residencia de dos
años en ese país, México, Editorial Porrúa, 1994.
Guillermo
Prieto, Memorias de mis tiempos, México, Editorial Porrúa, 1985.
Susana
Quintanilla y Luz Elena Galván (coords), "Historia de la educación: balance
de los ochenta, perspectivas para los noventa", en Susana Quintanilla,
(Coord), Teoría, campo e historia de la educación, México, D.F.,
Consejo Mexicano de Investigación Educativa, 1995.
José
María Rivera, "El maestro de escuela. Confesiones de un pedagogo", en
Hilarión Frías y Soto, et al., Selección. Los mexicanos pintados por
sí mismos, (presentación de Rosa Beltrán), México, D.F., Consejo Nacional
para la Cultura y las Artes, 1997.
Elsie
Rockwell, (Coordinadora), La escuela cotidiana, México, Fondo de
Cultura Económica,
1999.
|