Siglo XIX

Dr. Antonio Padilla Arroyo Universidad Autónoma del Estado de Morelos

Introducción

Las vicisitudes, las tensiones y los conflictos que afrontaron las instituciones educativas en México durante el siglo XIX fueron una de las marcas dominantes de su existencia. La inestabilidad constante fue un rasgo fundamental, el cual no puede explicarse sino como parte de un largo proceso de invención, desarrollo y consolidación de sus estructuras internas. Por ello, fue muy difícil construir un espacio social, sobre todo en los primeros años del siglo, que garantizara su permanencia y, por lo tanto, permitiera vislumbrar un futuro de certidumbre. Las ideas, los proyectos, los trayectos específicos de las múltiples instituciones educativas que se configuraron en este largo trecho de tiempo pueden comprenderse a la luz de la vida cotidiana, donde hombres y mujeres pudieron dar forma a sus sueños y aspiraciones, a sus formas de apropiación y resistencia en torno a una institución que aún no formaba parte de su imaginario, de sus necesidades espirituales y materiales.

Ello conllevó a un ardua labor para la toma de conciencia acerca de la importancia de una institución que se encargaría de garantizar parte de los procesos de socialización y, que en la práctica, representó una profunda reforma en las formas de entender y percibir la cultura. La reconstrucción de la vida cotidiana escolar en gran medida da cuenta de cómo y porqué una sociedad edifica un nuevo espacio de convivencia social, con reglas, normas, comportamientos, usos, hábitos y disposiciones mentales y físicas. También permite comprender y explicar las circunstancias en que se produce y reproduce un orden y una disciplina que si bien se percibían como extraños y ajenos a sus estilos de vida, con el paso del tiempo fueron percibidos como naturales porque resultaron útiles para la creación de un orden mayor.

De esta manera, la invención de la escuela moderna en particular y de las instituciones educativas en general fueron parte primordial del nuevo orden social, cultural, económico y político que se conformó a lo largo del siglo XIX.[MCT 822]

Conviene señalar que los tiempos y los ritmos de construcción de la escuela no corresponden necesariamente a los tiempos cronológicos del nuevo orden político, lo es también que las unos y otros se entremezclan en el tiempo histórico. Aquí se sostiene que el siglo XIX comprende el periodo de las reformas borbónicas que colocaron las bases de la educación y de la escuela modernas mediante un conjunto de acciones y disposiciones jurídicas en materia educativa. Unas y otras configuraron una política educativa que desplegó una iniciativa nueva y ambiciosa que, entre otros aspectos, transformó profundamente las ideas y los objetivos sociales de la educación y que alcanzó su máximo desarrollo y consolidación en el periodo considerado como el porfiriato, con la creación de un complejo entramado de instituciones escolares que iba desde escuelas de párvulos hasta establecimientos de educación superior y profesionales, así como un cuerpo de normas y disposiciones en materia educativa dirigidas a implantar en todo el país un sistema educativo homogéneo y único. En suma, en términos cronológicos cubre el último tercio del siglo XVIII y concluye en la primera década del siglo XX.

Así, el nuevo orden político, en medio de las confrontaciones políticas y sociales que se suscitaron en el transcurso del periodo o de los periodos en que puede dividirse la historia política del país, exigió la promoción de nuevas instituciones o la adaptación de las existentes a las nuevas realidades que se desprendieron del México independiente.

En el caso de las instituciones educativas surgidas desde antes de la independencia política de México, esto es que se fundaron en el antiguo régimen en el marco de una política y cuya finalidad era promover la difusión del pensamiento ilustrado entre el mayor número de la población, fueron una pieza fundamental para la legitimar y afianzar el nuevo régimen, En este nuevo contexto, reorientaron sus fines por lo que fue preciso reformar y, en algunos casos, sustituir las viejas formas de pensar y difundir los saberes y los conocimientos. Al mismo tiempo se fundaron otras con la misión de sembrar nuevos valores, costumbres, conductas y comportamientos de acuerdo con los deseos y los proyectos educativos inéditos, reformadores o francamente revolucionarios.

Unas y otras tuvieron que acometer la tarea de su conformación interna, es decir, de madurar y reflexionar acerca de sus éxitos y fracasos y que sólo podían apreciar con base en sus experiencias acumuladas, confrontándose con la necesidad de conservar o innovar sus prácticas e ideas. Esto no podía lograrse sino mediante el examen de la vida escolar. De este modo, uno de los rasgos definitorios de las instituciones educativas en este periodo fue el impulso a las reformas educativas de distintiva profundidad y nivel que pretendían instaurar un nuevo orden educativo. Estas implicaban necesariamente modificar e introducir nuevos valores, ideas, sentimientos, comportamientos, actitudes, lo cual conllevaba transformar la vida educativa en general y la vida escolar en particular. Hombres y mujeres fueron artífices y testigos de la fundación y aceptación de nuevas instituciones educativas como una realidad al mismo tiempo impuesta y apropiada. La formación de esos espacios transformó aspectos fundamentales del quehacer educativo que se había iniciado con las reformas borbónicas.

Desde luego, esos cambios e innovaciones dependieron del tipo de establecimiento educativo que se trataba: no era lo mismo un colegio de estudios superiores que había vivido un largo proceso de integración y maduración que un plantel escolar de primeras letras. La urgencia de modificaciones mayores se sentía más en aquellos establecimientos que tradicionalmente habían sido centros de reclutamiento de las elites culturales, los cuales sufrieron una presión constante para recuperar el prestigio y el papel que habían jugado en el antiguo régimen. Las críticas permanentes que recaían sobre ellas iban dirigidas a sus viejos moldes de enseñanza, a los contenidos de sus cursos, así como también a sus prácticas pedagógicas, a las ideas mismas que lo soportaban.

De la misma manera, fueron puestos en tela de juicio sus fines y objetivos, las relaciones entre las autoridades y los alumnos, así como entre la institución y el conjunto de la sociedad, es decir, su vida cotidiana. Por eso, las iniciativas de transformación de las instituciones educativas heredadas del anterior orden educativo autoridades políticas .

Los esfuerzos por impulsar esas transformaciones quedaron plasmadas en leyes, normas, reglamentos, decretos y documentos oficiales, unas y otros pretendían regular los espacios de la vida escolar. Tal vez esta circunstancia explique porque esas iniciativas provendrían fundamentalmente de las autoridades políticas, las cuales contaron con el respaldo de antiguos estudiantes en su carácter de hombres prominentes o particulares. De este modo, durante el siglo XIX, en particular en la primera mitad, se pretendió animar y vitalizar la vida educativa, así como fundar establecimientos que representaran el nuevo quehacer educativo. En ese empeño, las autoridades estatales, en su afán por debilitar o suprimir planteles escolares a los que consideraban obsoletos o que no encajaban en el naciente orden social, político y cultural, promovieron y alentaron la circulación de ideas, saberes y conocimientos que consideraban deseables en sus entidades.

El signo de las instituciones educativas en este periodo fue el esfuerzo por garantizar una estabilidad en su vida interna, lo cual sólo podía alcanzarse mediante la asimilación, la creación y reproducción de viejos y nuevos actores educativos, quienes al producir y apropiarse de tradiciones, normas y prácticas escolares, en sus intercambios e interacciones constantes, modelaron las relaciones sociales dentro del espacio educativo. Así, tanto para las instituciones de enseñanza superior como para las dedicadas a la instrucción y la educación de primeras letras, la tarea de repensar sus propias formas de convivencia cobró un impulso que buscaba no sólo responder a su permanencia más o menos prolongada sino afianzar uno de los proyectos más ambiciosos de la elite política, esto es, ampliar la esfera de influencia entre el mayor número de hombres y mujeres por medio del acceso a la instrucción elemental.

La riqueza que brinda el examen de la vida escolar de los grandes y pequeños establecimientos educativos reside entonces en rescatar y reunir esos fragmentos que una idea, una iniciativa, un gesto, un reglamento o una disposición acerca de tal o cual aspecto de la escuela, el instituto o el colegio revela y lograr con ellos una visión coherente e inteligible del pasado educativo. Quizá por ello, conviene insistir en que las instituciones educativas, la idea de escuela moderna o de instrucción elemental y de instrucción superior, configuraron un sistema educativo, que se conformó en un proceso de larga duración, tanto como la vida cotidiana escolar misma, sobre todo porque fue se trató de una transformación al mismo tiempo impuesta y construida por la sociedad mexicana. Desde luego, ese largo proceso se sujeto a vaivenes, a tiempos y ritmos diversos según las regiones, las localidades, las condiciones económicas, sociales, políticas y culturales de cada una de ellas. De este modo, el retroceso, el avance, las rupturas y las continuidades son dimensiones centrales que el historiador esta obligado a realizar en su esfuerzo comprensivo e interpretativo del pasado educativo.

Uno de los hechos más notables dentro de la vida escolar durante el siglo XIX fue el proceso de la secularización que sufrió la sociedad mexicana en todos sus niveles y expresiones. Por lo tanto, las instituciones educativas, en especial la escuela, no fueron ajenas a esta tendencia. A la luz de este proceso se plantearon nuevos fines, objetivos y medios educativos. De hecho, fue tal la magnitud de las transformaciones que acompañaron a la secularización de la vida social que las instituciones educativas y la definición misma de la educación tuvo que precisar sus contornos y sus alcances.

Un rasgo de ésta fue precisamente su carácter laico, definido por su orientación práctica, útil y graduada. Otra expresión fue la diferenciación entre la enseñanza religiosa y la educación ciudadana, está última debía ser recibida por todos los individuos. La naturaleza laica de la educación y del espacio escolar correspondió con una modificación de las conductas y valores sociales que adoptaron importantes sectores de la educación, lo que se demostró con la aceptación y asimilación por parte de la sociedad. Ambos aspectos son claves para comprender las características que adoptó la vida escolar en el periodo, lo que se vio reflejado de múltiples formas, y que guiaron la conformación de la institución educativa. [MCT 823]

La vida escolar, campo de estudio para la historia de la educación .

Puede sostenerse que el concepto de vida cotidiana escolar, su utilización y sus usos es reciente e inspira la reflexión de los historiadores de la educación a partir de las contribuciones que han hecho a este campo la sociología y la antropología. Las diversas dimensiones que contiene lo convierten en una parte central en los análisis historiográficos contemporáneos. Desde las herramientas metodológicas y teóricas que proporcionan la sociología y la antropología es posible fijar la mirada en diferentes planos que, en conjunto, integran la vida cotidiana escolar. El registro escrupuloso de la vida cotidiana de la institución escolar, en general y del salón de clases, en particular, el cual es el espacio privilegiado para la aprehensión de ésta, adquiere coherencia el rompecabezas de las prácticas pedagógicas al desplegarse el caudal de experiencias individuales y colectivas de los actores educativos. La observación y el análisis de la distribución y el empleo de los diferentes segmentos en que se divide la institución escolar, los tiempos que se destinan a cada una de las ocupaciones escolares, los ritmos que se aplican y se desenvuelven las actividades de cada uno de los actores educativos, la producción y las funciones que desempeñan cada uno de éstos, las interacciones que establecen. Las ideas que subyacen a los métodos de enseñanza, las actitudes, los gestos, las trayectorias personales y colectivas que convergen en un lugar determinado, las formas en que se utilizan los recursos didácticos, así como el proceso que sedimenta los proyectos, las propuestas y los programas educativos son otras tantas dimensiones de la vida escolar.

De igual manera, este concepto facilita una lectura y una aproximación al estudio de las normas formales e informales que moldean los establecimientos educativos, la significación y el significado que los actores involucrados le confieren al quehacer educativo, la resistencia y la apropiación que hacen no sólo de ellas, sino de los saberes y conocimientos que adquieren en la dialéctica de la relación enseñanza-aprendizaje. Los mecanismos y los procedimientos que se instrumentan para hacer más eficaz la asimilación de habilidades y disposiciones culturales que los individuos tienen que obtener para comportarse socialmente. En suma, el dispositivo cultural que configura a la institución escolar puede examinarse a la luz del concepto de vida escolar.

Con base en estos aspectos se ensaya un esfuerzo de interpretación alrededor de la importancia y pertinencia del concepto. Ello es posible al sumergirse en la amplia y cada vez más importante historiografía de la educación del siglo XIX en México. Para tal propósito se establecen dos niveles de análisis acerca del empleo, de la utilidad y de las potencialidades que ofrece a los historiadores este concepto. Un primer nivel, la definición del concepto mismo a partir de las aportaciones que hacen los estudios antropológicos y sociológicos de la vida cotidiana en general y de la vida cotidiana escolar en particular a los estudios históricos de la educación, es decir, construir o poner a prueba su pertinencia desde el punto de vista histórico, así como la riqueza explicativa que guardan. El segundo nivel, pretende recuperar las dimensiones que ha examinado la historiografía de la educación, ilustrar las coordenadas con las que puede elaborarse el concepto y su utilización en los estudios históricos.

En el caso del primer nivel se parte de una definición en torno a un nivel de abstracción que permite establecer y comprender diversas facetas que involucra la vida cotidiana escolar y, por tanto, distintas dimensiones de observación y referentes empíricos a partir de un concepto más general. Dicho nivel hace referencia a la noción de proceso escolar, tal y como lo define una de las estudiosas más notables en el campo de los estudios etnográficos y antropológicos de la vida cotidiana en la escuela, Elsie Rockwell. Para la autora, el proceso escolar es "un conjunto de relaciones y prácticas institucionalizadas históricamente, dentro del cual el currículum oficial constituye sólo un nivel normativo. Lo que conforma finalmente a dicho proceso es una trama compleja en la que interactúan tradiciones históricas, variaciones regionales, numerosas decisiones políticas, administrativas y burocráticas, consecuencias imprevistas en la planeación técnica e interpretaciones particulares que hacen maestros y alumnos de los materiales en torno a los cuales se organiza la enseñanza. Las políticas gubernamentales y las normas educativas influyen en el proceso, pero no lo determinan en su conjunto. La realidad escolar resultante no es inmutable o resistente al cambio. [MCT 824]

Estas facetas del proceso escolar tienen su materialización en la vida cotidiana, es decir, en las formas específicas en que los actores educativos viven la experiencia escolar, la reflexionan, la resisten, la apropian, la asimilan y se orientan en el espacio y el tiempo institucionales. Se trata de establecer las relaciones sociales que hacen posible comprender los mecanismos que se organizan y se fijan para la reproducción del orden institucional. Es decir, esos instrumentos hacen inteligibles los fragmentos, los trazos que conforman la vida escolar y que en apariencia están desarticulados no sólo a los ojos del historiador sino de los directamente involucrados.

El historiador de la educación tiene entonces a su disposición un conjunto de referentes teóricos y metodológicos desde los cuales este en condiciones de registrar los hechos, los datos, la información empírica para comprender, explicar e interpretar la lógica que articula la vida escolar. De este modo, se abre la alternativa para que el historiador de la educación configure un campo de investigación específico, la vida cotidiana escolar. La historicidad y la posibilidad de historizar la vida escolar esta en función de contar y tener acceso a las fuentes adecuadas para registrar elementos primordiales del mundo escolar: proyectos, fines educativos, valores, sentimientos, intenciones, métodos de enseñanza, planes de estudio, contenidos curriculares, libros de texto.

También espacios físicos, disciplinas, rutinas, horarios de trabajo, calendarios escolares, habilidades y destrezas inculcadas y aprendidas, materiales didácticos que introdujeron cambios profundos en las disposiciones mentales y físicas de los actores, las ceremonias, rituales religiosos y cívicos, inauguraciones de cursos, celebración de exámenes, clausura de actividades, apertura de planteles educativos, entre otros. Quizá una operación histórica de mayor envergadura es demostrar que esos factores fueron transformados en prácticas culturales por parte de los actores educativos y que no revelaban únicamente el orden escolar, sino un orden mayor que es la sociedad.

El significado que los actores le otorgan al conjunto de actividades que se despliegan en la vida escolar tienen un contexto y momento determinado como parte del movimiento histórico general. La vida cotidiana como categoría analítica permite visualizar en su particularidad ese "mundo de diversidad", en el cual se expresan una multiplicidad de realidades que identifican a la institución escolar. [MCT 825]

En realidad, uno de los problemas primordiales que enfrenta la historia de la educación para analizar la vida cotidiana escolar reside en el tipo de fuentes y materiales con los que puede nutrir su investigación. Desde luego, los instrumentos conceptuales y metodológicos están a su disposición, lo cual no quiere decir que por sí mismos resuelvan el problema, pero sí lo preparan para tener una mirada atenta hacia los detalles o los indicios que pueden parecer intrascendentes en la investigación. El problema, sin embargo, sigue sin resolverse. Por ejemplo, la sociología cuenta con herramientas confiables para levantar información in situ, es decir, levantar una encuesta o aplicar una entrevista, tiene la posibilidad de acceder directamente a los actores educativos, realizar observaciones de campo en torno a preguntas concretas o aspectos de su interés. De igual modo, sucede con la etnografía que puede efectuar registros escrupulosos y detallados de índole cualitativa acerca de lo que sucede cotidianamente en el espacio escolar.

Evidentemente, el historiador no tiene ni la oportunidad ni la posibilidad de entrar de manera inmediata a la realidad escolar, por más que las operaciones que involucra el análisis y la explicación de lo que se registra y observa pase por un largo proceso reflexivo, tal y como ocurre con la sociología o la etnografía. El material con el que fabrica los hechos históricos son de distinta naturaleza a la de esas disciplinas. ¿Pero entonces como realizar una investigación de la vida cotidiana escolar, sobre todo cuando el historiador realiza gran parte de su labor mediante documentación oficial? ¿Qué pasa en el momento en el que decide, por ejemplo, emprender un estudio de la cotidianidad escolar en el siglo XIX, donde la certeza de localizar a los protagonistas es evidente? Y aún sí ello fuera posible, la condición de combinar y emplear fuentes oficiales le imponen dificultades no sólo porque el historiador con frecuencia se encuentra con documentos de índole normativa, sino porque muchos de ellos no hacen referencia a algunas dimensiones fundamentales para inferir la vida cotidiana. El historiador debe entonces buscar y producir nuevos materiales para convertirlas en fuentes históricas.

De este modo, parte de la respuesta se encuentra en la formulación de los problemas que el historiador pretenda resolver porque éstos orientan la búsqueda y la pertinencia de las herramientas y de los materiales históricos de los que dispone en el proceso de construcción del objeto de estudio. Preguntarse acerca de las dimensiones que involucra la vida escolar y con base en ellas realizar una lectura y una interpretación adecuada de la documentación oficial, esto es, reglamentos, decretos, leyes, circulares, calendarios y horarios escolares, así como las ideas educativas, permite disponer de documentación valiosa para el estudio de la vida cotidiana. Por su fuerte carga normativa, estos materiales son significativos para dilucidar aspectos que de otra manera podían parecer incomprensibles como parte de la vida cotidiana escolar. Por ejemplo, ¿qué sentido tiene la prescripción de un método pedagógico o la disposición y el orden que debe tener un salón de clases? ¿Cuál el propósito de que los profesores se dirijan a sus alumnos con cierta modulación de la voz y de los gestos? El hecho es que no son únicamente disposiciones escolares, sino proyectos educativos que se intentan implantar entre los actores educativos y que a su vez éstos tratan de ajustarse. Hasta aquí su naturaleza normativa. El siguiente problema que se presenta son las limitaciones propias de la fuente y de las respuestas que nos puede proporcionar.

El problema siguiente, de orden metodológico, es: ¿hasta dónde el contenido prescrito y normativo, el deber ser, tienen una materialización transformándose en prácticas, valores, ideas, comportamientos, actitudes y hábitos? El historiador ¿cómo puede dar cuenta de este mundo escolar sin tener un registro pormenorizado de lo que sucede al interior de la institución educativa? Conviene apuntar que esta limitación es propia del trabajo histórico, es decir, el historiador sólo puede iluminar una parte del pasado, aproximarse a él en una sucesión de interpretaciones y análisis para hacerlo inteligible. Busca entonces procurarse otros materiales, al mismo tiempo que nutre su objeto de estudio con otras perspectivas históricas que ayuden a complementar la información de las dimensiones que, desde un punto de vista conceptual y metodológico, conforman la vida cotidiana.

En este sentido, la historia de la educación, se ha desplazado del simple examen de las instituciones escolares, las ideas pedagógicas y las leyes educativas a establecer las relaciones entre los procesos educativos y las de orden político, económico y cultural. Esto ha obligado a enriquecer no sólo los enfoques de la vida escolar con nuevas preguntas, sino también a diversificar sus fuentes históricas.

Lasaportaciones de los estudios históricos de las mentalidades, de la mujer, del trabajo, del libro, de la vidaintelectual, de la conformación de las élites y de las iglesias, entre otros, han proporcionado nuevas ideas acerca de cómo analizar la vida cotidiana. [MCT 826] La recuperación y la valoración de nuevos materiales históricos, especialmente los archivos, tanto nacionales, estatales como municipales y que contienen una riqueza enorme, han permitido documentar y ampliar la mirada de la vida cotidiana. La diversidad de información que proporcionan en torno a ésta guarda relación directa con la configuración de la institución escolar y del sistema educativo a lo largo del siglo XIX. Así, en la medida en que la escuela fue convirtiéndose en una realidad irrefutable, también fue generándose mejor y mayor cantidad de noticias en torno suyo.

La construcción de la vida cotidiana encuentra en los archivos una variedad de materiales dispuestos para que el historiador enriquezca sus ideas, formule sugerencias, encuentre orientaciones y que con imaginación respalde su labor. Inquirir en los documentos, buscar indicios, localizar huellas y, sobre todo, unir cada uno de los fragmentos que van apareciendo arman el entramado de la vida cotidiana escolar. Hombres, mujeres, niños y niñas, preceptores, preceptoras, autoridades, instituciones y estructuras revelan sueños, inquietudes, deseos, sentimientos, ideas, valores, actitudes, conductas, hábitos y comportamientos. En fin, gran parte de los elementos y de las dimensiones que dan vida y movimiento a la escuela en su actuar cotidiano se localizan en millones de documentos.

De igual manera, la prensa en general y la pedagógica en particular, es un instrumento primordial para el historiador. En ella se conserva una memoria inagotable de experiencias educativas, individuales y colectivas, se registran las vivencias de los diversos actores que participaron en éstas. Se da voz tanto a los iniciativas gubernamentales como a las sociales. También se describen momentos de la vida escolar que sirvieron para la reflexionar, sistematizar y formular nuevas propuestas educativas.

En el mismo sentido, los libros de texto son una fuente para el examen de la vida escolar. No sólo porque se transformó en un instrumento privilegiado para la difusión de una concepción del mundo, de la representación del mundo que se deseaba, sino además porque convirtió en el recurso didáctico fundamental para la práctica de la escritura y la lectura. Fue un vehículo que por sus características físicas y de diseño transformó el espacio físico de la escuela, en particular el salón de clases, los ritmos y la disciplina escolar marcando los tiempos de la lectura para transitar de una lectura en voz alta hacia una lectura en voz baja, así como de una lectura colectiva basada en la memorización a una individual y reflexiva.

La cultura material sin duda constituye una herramienta privilegiada para la reconstrucción de la vida escolar. Como señalan Quintanilla y Galván, la historia de la educación ha recurrido poco al uso de esta fuente. Pero sus potencialidades son enormes porque gabinetes, laboratorios, museos, bibliotecas, bancos, sillas, mesas, pizarrones, relojes, juguetes y edificios escolares ilustran una parte de los procesos educativos, de las transformaciones que se suscitaron en el interior de la institución educativa, de la lenta y paulatina construcción de la escuela como espacio privilegiado de socialización. [MCT 827]

Por último, un material rico y variado para examinar la vida cotidiana lo proporciona la literatura. Por medio de ella puede rastrearse valores, ideas, actitudes, sentimientos, usos y comportamientos, las interacciones diarias y regulares de los actores en sus actividades escolares. Además proporciona información de las formas de comunicación, de aprehender el lenguaje y las percepciones en torno a la vida escolar, los ritmos con que se configuro la vida educativa. [MCT 828]

Ficción e historia de la vida escolar

Para hacer más comprensible el examen de la producción historiográfica y de los estudios históricos se destacan las aportaciones de un material que el historiador puede utilizar para reconstruir la vida escolar. Se examinan una serie de trabajos que ofrecen fragmentos de ella y tienen la virtud tanto de ser fuentes primarias como contribuciones historiográficas, al menos aquí se le reconoce esta calidad. Estos trabajos son obras literarias y memorias fundamentalmente. Conviene aclarar que no se trata de un recorrido exhaustivo de cada uno de los estudios históricos que se han producido, en especial en las últimas tres décadas, sino de ilustrar con algunos ejemplos cómo y quienes han examinado distintas facetas de la vida escolar durante el siglo XIX.

Quizá uno de los autores más prolíficos en presentar cuadros cotidianos acerca de la vida escolar fue JOAQUÍN FERNÁNDEZ DE LIZARDI, quien además de describir la vida cotidiana de la sociedad mexicana, ofreció múltiples y vívidos bocetos de la educación que se inculcaba a finales de la época colonial y principios de la vida independiente. Es posible imaginar mediante ellos la transición mental y social que representó el paso de una educación privada, que se impartía en la familia y en el hogar con preceptores contratados por los padres o los tutores, a una educación pública, la cual se empezó a proporcionar en locales separados de esos ámbitos privados, es decir, en espacios públicos con maestros contratados y regulados por autoridades civiles o aún religiosas. Esos fragmentos son algunas de las primeras señales de la secularización en el terreno educativo.

Fernández de Lizardi no solamente describe sus recuerdos y experiencias personales, sino también presenta reflexiones en torno a la función y la importancia que la educación fue adquiriendo tanto en el ámbito privado como público, los fines y las metas que pretendían alcanzarse con ella, así como los métodos pedagógicos mas adecuados para cumplir con los propósitos encomendados. En su obra, El Periquillo Sarniento, Fernández muestra el recorrido escolar de su personaje principal durante su infancia. Mediante éste se revelan algunas dimensiones de la vida escolar y de sus principales actores. [MCT 829]

Con el tono moralizador que imprime a sus obras, destaca en primer lugar a uno de los protagonistas primordiales de la vida escolar, el preceptor. Para fines comparativos presenta a tres preceptores que con sus virtudes y defectos van configurando el "tipo ideal" de maestro, cuya misión era garantizar la formación moral y social de los infantes. Un dato revelador es que gran parte de las iniciativas educativas provinieron inicialmente de individuos que, por diversas circunstancias y motivaciones, abrieron establecimientos educativos en sus casas, acondicionando un local para ofrecer sus servicios a padres y tutores que deseaban educar a sus niños y niñas fuera del espacio estrictamente familiar. Esto hecho resulta de suma importancia para comprender los procesos de construcción de la escuela y de la vida escolar tanto física como socialmente.

En esta obra Fernández de Lizardi proporciona indicios para comprender y explicar los modos en que la escuela cumplió con una de sus funciones primordiales, la de la socialización, en una doble dirección: no sólo porque en él se reunían varios infantes con trayectorias sociales y culturales diversas, lo que haría presumir en sus comienzos el papel de movilidad social tenía, sino porque al convertirse en un recinto donde se compartían disciplinas, órdenes, prácticas pedagógicas, contenidos formales e informales de conocimientos, formas específicas para transmitirlos, producía los actores educativos que al apropiarse de ese mundo, inventaban y reproducían la vida y, por añadidura, la institución escolar. Así, un mérito del autor fue su sensibilidad para captar a algunas de las facetas de la vida cotidiana escolar. [MCT 830]

De igual modo, Fernández de Lizardi en su obra La Quijotita y su prima, presenta con mayor detalle aspectos de la vida escolar. Entre los objetivos que de su novela está mostrar de forma explícita los problemas, los defectos y los fines que perseguía la educación colonial y la necesidad de sustituirla por una educación ilustrada, práctica y útil con el propósito de formar un nuevo tipo de individuo. Con este afán, presenta una diversidad y riqueza de pasajes cotidianos de la escuela y de sus actores. También ilustra la continua tensión entre la educación familiar, privada, y la educación "pública", ofrecida en espacios distintos al hogar. Hace, por lo tanto, una defensa de la educación como mecanismo primordial de socialización de la infancia, especialmente de las niñas. [MCT 831]

En este sentido, no puede pasar desapercibida la idea misma de la escuela como casas de enseñanza, representándose a la primera como una continuación del hogar. Este era el lugar donde se inculcaban las primeras impresiones morales, mientras que aquella reforzaba valores, creencias, actitudes e ideas y se aprendían conocimientos útiles para la vida. Al parecer, la intención de Fernández fue resaltar, por una parte, las tensiones y las resistencias que provocaba la aparición de un nuevo espacio de convivencia social y, por la otra, las posibilidades de complementariedad entre la escuela y la familia. Sin embargo, no deja de presentar sus dudas y sus críticas a la escuela, sobre todo, en cuanto a la orden y la disciplina interna que imperaban en esta.

Por ejemplo, dio cuenta de la jornada escolar, la cual tenía una duración de cuatro horas en la mañana y tres en la tarde. La extensión de la jornada estaba determinada "por costumbre o por necesidad o por ignorancia" de los maestros y maestras. Fernández de Lizardi, en voz de uno de sus personajes, la juzgaba imprudente porque provocaba daños en la salud de los menores, según lo habían demostrado los médicos y los "documentistas sensatos". De esta manera, sugiere que las condiciones físicas de los establecimientos educativos no eran las deseables al señalar que éstos no sólo eran lugares para la formación moral sino también para el fortalecimiento del cuerpo porque con ello se mantenía el "espíritu tranquilo". Especialmente dirigió sus críticas contra los castigos corporales por estimarlos ineficaces como medio de corrección, produciendo, en cambio, seres embrutecidos y envilecidos. Los castigos que se aplicaban a los y las menores se hacían bajo el principio de que "la letra con sangre entra". [MCT 832]

Al describir los resquicios de la vida escolar, destacó los tipos de planteles educativos, entre ellas las escuelas de las amigas y las escuelas particulares, comparándolas para precisar las ventajas que se obtenían de una escuela bien organizada y con un preceptor o preceptora bien preparados. Con ello, posibilitó conocer parte del mobiliario y del material que se utilizaba en las actividades escolares. Por ejemplo, el uso de la palmeta para castigar a quien observaba mala conducta o no demostraba aplicación, o el empleo de las agujas o el dedal para las clases de bordado, que en ocasiones servía para corregir la falta de talento de las menores. O los métodos pedagógicos que se basaban en la memorización y no en la comprensión, así como el manejo del texto escolar, en este caso del Catecismo del Padre Ripalda, eje de la educación moral y religiosa durante gran parte del siglo XIX.

Sin duda alguna, un factor esencial en la institución educativa lo configuró la demostración de los conocimientos y las habilidades adquiridas. Los exámenes y los rituales que los acompañaban eran puentes de unión entre el espacio familiar y el espacio escolar, porque garantizaban la participación de los padres de familia en el acto educativo y contribuían a eliminar las resistencias ante la escuela. Fernández de Lizardi era consciente de la importancia que tenían unos y otros y así lo hizo notar en su obra. Tampoco pasó por alto la importancia de los juegos escolares y los tiempos para el descanso que, aunque todavía no estaban plenamente regulados porque dependían de la voluntad del preceptor otorgándose como un premio y a condición de que concluyeran sus actividades académicas, aparecían como elemento constitutivo de la vida escolar. [MCT 833]

En cuanto a la importancia de la enseñanza formal, el aprendizaje de la lectura y la escritura estaban en primer orden. Según resaltaba uno de los personajes, aprender a leer y escribir no sólo tenía el propósito de "cultivar los talentos naturales" y "los sanos principios", sino servir de instrumento para asimilar los ritmos y los tiempos regulares que implicaba una buena lectura y una adecuada redacción, así como la disciplina que requería el uso de la pluma y el cuaderno. [MCT 834]

Otro aspecto que llamó la atención de Fernández de Lizardi fue la necesidad de contar con un orden dentro de la escuela, sobre todo en relación con quienes asistían a ella. Si bien reconocía la utilidad de que los niños y las niñas concurrieran, por separado y en locales diferentes, a los planteles escolares no dejaba de advertir la necesidad de establecer una vigilancia y un control adecuado porque reunir a niños o niñas de diversos orígenes sociales podía ser pernicioso dada la influencia nociva que podían ejercer los viciosos y de malas pasiones sobre el resto de sus compañeros, lo cual era una muestra de que en las instituciones educativas, en especial de primeras letras, se habían convertido en una espacio de socialización fundamental. Sostenía que las escuelas no podían atender a un numeroso grupo de niños y niñas sin provocar efectos indeseables en su mente y en su cuerpo, particularmente en esa etapa donde la emulación era un factor primordial para la formación del carácter moral e intelectual de unos y otras. Esto explica porque sus dudas acerca de la enseñanza que se impartía en las escuelas de amigas y en algunas de las escuelas particulares, establecidas por preceptoras y preceptores en sus propios domicilios. [MCT 835]

Por último, las numerosas observaciones que realizó el autor acerca de la infancia y de la educación que debía recibir constituyen un conjunto de reflexiones valiosas para dilucidar las relaciones que se fueron entretejiendo entre el imaginario social de los infantes y la construcción de la escuela. Fueron consideraciones con un referente en observaciones y experiencias directas que el historiador puede emplear como indicios de las representaciones y de la vida escolar de la época.

GUILLERMO PRIETO forma parte de los escritores del siglo XIX que ofrecen cuadros de la vida cotidiana escolar. Sus evocaciones de la infancia, así como del su paso por distintos establecimientos educativos son una excelente fuente para la comprensión e interpretación de la vida escolar. Su obra Memorias de mis tiempos es, de múltiples maneras, un puente entre los años finales del periodo colonial y el México del siglo XIX. En este sentido, su texto posibilita reconocer las rupturas y las líneas de continuidad de los procesos educativos entre una y otra época, en especial de la conformación de la vida cotidiana escolar. [MCT 836]

La percepción que ofrece Prieto de las escuelas es el pleno reconocimiento que éstas habían adquirido dentro del imaginario social. Sus referencias a ellas, convertidas en espacios públicos porque a ellas concurrían diferentes grupos sociales, los cuales son representados en este caso por él, su hermano, sus primos y un "competente número de criados, aún cuando predominaran las establecidas en lugares privados y por profesores particulares, dan cuenta de la función que desempeñaban dentro del mundo urbano.

La percepción de Prieto acerca de las escuelas es el pleno reconocimiento que éstas habían adquirido dentro del imaginario social. Las referencias a ellas fueron en función de haberse convertido en espacios públicos a los que concurrían diferentes grupos sociales, representados en este caso por él, su hermano, sus primos y un "competente número de criados, aún cuando predominaran las establecidas en lugares privados y por profesores particulares y dan cuenta de la función que desempeñaban dentro del mundo urbano. No discute ya su utilidad ni los posibles vicios o defectos que pudieran tener al reunir contingentes de niños y niñas, sino la posibilidad de elegir entre unas y otras en relación con la calidad de los conocimientos que se impartían, así como de los preceptores que las dirigían.

El grado de organización interna logrado son otra manifestación de implantación social que había alcanzado la institución educativa.

Prieto insinúa que en un gran número de escuelas el plan de estudios era prácticamente el mismo. Se enseñaba a leer, escribir, las cuatro reglas de cuentas "y un poco más", así como la doctrina cristiana y, en algunas de ellas, se agregaban clases de dibujo. El empleo del sistema de castigos y premios era pieza central del orden y la disciplina que requería la institución escolar. La palmeta, el cepo y el encierro eran las sanciones más comunes. También refiere las características, la distribución de los espacios y los usos de la escuela a la que asistía.

Esta se dividía en dos secciones, la sala de lectura y el salón de escritura y explicaciones. La descripción de ambas secciones son una excelente muestra del orden físico y simbólico de los espacios, de las funciones específicas que se les asignaban, de las interacciones que pretendían inducir la dinámica de trabajo y de los métodos de enseñanza. Por ejemplo, en la primera sección, existían gradas desde los cuales los alumnos recibían la clase que impartía un maestro especializado en ella. Esta distribución tenía el propósito de facilitar la vigilancia y la observación de cada uno de los alumnos, pero al mismo tiempo era un desafío para los alumnos, porque estos desarrollaban una estrategia para evitar la supervisión del maestro y con ello tener tiempo para sus juegos infantiles. También la sala de escritura proyectaba un orden y una disciplina con fines específicos. Se adornaba con "buenas pinturas al fresco" y contaba con papeleras corridas con grabados y encima de ellas se colocaban tinteros fijos. Antes de ingresar, había una pequeña antesala donde se localizaba un pizarrón para los ejercicios de aritmética y en el fondo del salón destacaba una mesa desde la cual el profesor impartía su clase. Encima de ella sobresalía un "uña de plomo" para "tajar las plumas de ave, porque entonces no se conocían las de acero". Para la conservación del orden, el profesor se auxiliaba de otros alumnos y ayudantes. Una característica de este espacio era la imagen de orden perfecto. El equilibrio interior era una condición imprescindible de la vida escolar. El silencio en la sala de escritura se prolongaba en cada objeto, en cada elemento físico que configuraba el lugar y el tiempo educativo. El mobiliario escolar tenía una función y un momento para usarse: pautas y plumas de palo, botellones de tinta en mesas, estantes para el repuesto de papel, plumas y gises. [MCT 837]

La distribución del tiempo, de los espacios, de las tareas se dibujan dentro de la vida escolar. Por ejemplo, a las "once de la mañana en punto", al terminar las sesiones de actividades prácticas todo se disponía para "escuchar las explicaciones" del profesor y para esto, era preciso redistribuir las tareas de cada uno de los encargados de la vigilancia: el profesor en su asiento, mientras que sus auxiliares al centro y en la retaguardia. La exposición verbal entonces se convertía en el eje de las prácticas pedagógicas haciendo referencia a temas de moral, urbanidad y de buenas maneras. Era un aspecto fundamental en la transmisión de valores, ideas, creencias y comportamientos que se rescataban de la vida social mediante "reminiscencias de los cuentos, el atractivo de los juegos, los usos y costumbres dominantes".

Las otras dimensiones se hacen más nítidas a la luz de la comprensión de la importancia del tiempo escolar. Después de esta actividad se enlazaba con naturalidad, tal como sucedía con el tiempo del catecismo y del recogimiento, el recreo apropiándose de los juegos infantiles para transformarlos en elementos socializadores de la escuela: la pelota, los huesos de chabacano, el trompo, el diablo y la monja. Después, el retorno al espacio educativo por excelencia, el salón de clases y, finalmente, el anuncio de la terminación de la jornada escolar hacia las cinco de la tarde. En este sentido, Prieto no desestimó la vida y la enseñanza familiares como parte fundamental de la educación, pero delimitó el espacio privado y el espacio público, el ámbito de la conciencia individual y de la cosa pública. Los ámbitos de la escuela y de la familia están trazados: ésta se encargaba esencialmente de la vida en el hogar, bajo la dirección de los gobernantes de la conciencia, es decir, los padres. [MCT 838]

Un aspecto central en el proceso de construcción de la escuela y que, al mismo tiempo, marcaba el grado de secularización de la vida social fue la apropiación por parte de la escuela del mundo simbólico que significaban los rituales y los fiestas religiosas, de su conversión en rituales escolares y de la presencia pública de la institución educativa. También representaban el afianzamiento no sólo de la vida escolar y de su consolidación en la sociedad. Por eso, la importancia de la participación de la escuela en los actos públicos. Prieto hace referencia a la presencia de las escuelas municipales y gratuitas a una de las celebraciones más representativas del calendario religioso en el México decimonónico, las fiestas del Corpus. Unas y otras ocupaban un lugar sobresaliente al lado de las parroquias, las cofradías, "recuerdos de los antiguos gremios", los hospicianos, los Padres Franciscanos, los Dominicos, etcétera, "todo bajo los estandartes, con sus velas de arandela encendidas, sus mosqueteros los más y algunos sus flores". [MCT 839]

De igual manera ANTONIO GARCÍA CUBAS, en sus memorias destacó la trascendencia y la solemnidad que revestían tales celebraciones para la vida social. García Cubas señala que esa festividad alcanzó su pleno apogeo a mediados del siglo y en ellas prácticamente participaba todo el vecindario de la ciudad de México, así como de los pueblos vecino. En particular, hacía notar que "Los escolares abandonaban las aulas llenos de alborozo como que sólo soñaban en los goces que la próxima festividad les prometía,...". El orden mismo con el que se organizaba en la procesión marcaba la jerarquía social de cada una de las instituciones sociales y educativas: educandas de la Hermanas de la Caridad, los bedeles de la Universidad, los colegios nacionales, los Rectores de éstos, el Claustro de Doctores y las escuelas municipales. [MCT 840]

De igual manera, José María Rivera narra, con fina ironía para hacer comprensible su moraleja, fragmentos de la vida escolar en su papel de pedagogo o escuelero, como se les denomina a los maestros entre los sectores populares. Su relato se refiere a una escuela de un pueblo con una población indígena y los usos particulares que se desarrollaban en torno a la escuela. En especial destaca la participación de la institución educativa en los rituales escolares y sociales, de fuerte inspiración religiosa. Dos festividades destaca: la primera de carácter religioso como la era el primer viernes de cuaresma y la segunda, de naturaleza cívica, el 16 de septiembre.

En el primer caso, indicaba que su escuela participaba en la procesión mediante su "ejército de alumnos" formado de setenta voces que "chillaban desaforadamente las alabanzas a la santa cruz" y que atravesaban las principales calles y la plaza, atrayendo la atención de los vecinos y transeúntes, a cuya cabeza se colocaba el "santo madero de nuestra redención". La participación de la escuela no se reducía a esta procesión, sino que antes de realizarla tenían que concurrir obligatoriamente a escuchar el sermón en la parroquia "con mi falange infantil". La influencia de la atmósfera religiosa se extendía al interior de la escuela porque, según refiere el ilustre pedagogo, cada alumno llegaba con su ramo de flores y su vela respectiva para la Santísima Virgen. [MCT 841]

En el segundo caso, en esta fecha se realizaban los exámenes públicos, "balance intelectual en que precisamente se iba a conocer mi quiebra". Según Rivera éstos se preparaban con, al menos, dos meses de anticipación y se elegían para tal propósito a los alumnos que debían ser examinados, "derecho mío y de todo pedagogo". Las materias en las que eran examinados eran en escritura, lectura y doctrina fundamentalmente. Resulta curioso la idea que tenía de estos certámenes, "las más veces es un sainete donde hay su director que mueve las pitas; actores que representan lo que no son; una autoridad que autorice lo bueno y lo que no lo es; y un público que... ¡siempre es público!".

En la práctica, este ritual era fundamental en las posibilidades de aceptación y apropiación de la escuela por parte de la sociedad. Precisamente, Rivera describe que ante el fracaso de sus alumnos debido a que no fueron capaces de contestar adecuadamente las preguntas planteadas por los integrantes del jurado, los cuales representaban a la sociedad en su conjunto, el maestro fue despedido y la escuela cerrada porque los vecinos no estaban dispuestos a mantener un plantel escolar que no tenía los resultados deseados. Conviene hacer notar, como un argumento ficticio para ilustrar la importancia de los certámenes públicos dentro del imaginario social, la trayectoria personal del maestro que recorrió varias escuelas de pueblos y comunidades rurales hasta lograr la plena aceptación y reconocimiento de los padres de familia por los logros escolares obtenidos por sus hijos. Al final de su itinerario y como fiel practicante de esa profesión digna y de "noble ministerio", demostró el valor que la población le otorgaba a las exhibiciones públicas de la institución educativa. En suma, la trascendencia de hacer presente y visible la escuela como parte de la vida social en su conjunto. [MCT 842]

CONCEPCIÓN LOMBARDO DE MIRAMÓN en su monumental obra, Memorias, traza desde su experiencia personal distintas facetas de la vida escolar en los años cuarenta del siglo XIX. Destaca las trayectorias escolares de cada uno de sus hermanas, las cuales asistieron a un colegio particular, mientras que ella fue inscrita en una escuela de amigas, "nombre que dan en México a las escuelas primarias" porque la posición social de su madre y de "sus deberes de sociedad numerosos" le impedían atender directamente su instrucción,. Con candor, apunta que esa determinación se tomo por su carácter travieso, decidiendo que "el rigor que empleaban aquellas mujeres", es decir, sus preceptoras podrían corregirla, bajo el principio y el método educativo de que "la letra con sangre entra". [MCT 843]

Desde sus primeros recuerdos, Lombardo expone algunos de los rasgos constitutivos de la vida escolar: maestras enérgicas, que tenían la autoridad para imponer la disciplina y el orden más severo con la autorización de los padres o de los tutores, el local escolar ocupando parte de un espacio público como lo era el Hospital de Terceros. Un rasgo particular que destaca la autora era la presencia y la severidad de la directora de la escuela. Las percepciones de Lombardo acerca de ella no dejan duda de su conducta y de sus valores: reía o perdonaba, "ignorante en grado superlativo, no era capaz de hacernos la más pequeña explicación de aquello que nos enseñaba".

Al contrario de las impresiones de Prieto, Concepción Lombardo, lamentaba la poca instrucción que se les impartía, la cual se reducía a la lectura, el catecismo del Padre Ripalda y al Fleury, los cuales se aprendían, como ya lo había hecho notar Fernández de Lizardi, a la memorización sin que fuera precedido de cualquier explicación. En cambio, admitía que las labores manuales eran notables y de "gran mérito". El empleo de los castigos era común e iban desde los gritos y llamadas de atención hasta castigos corporales, "lluvia de dedalazos en nuestras pobres cabezas". Los castigos estaban en relación con el tipo de infracción. Por ejemplo, no aprender la lección significaba hacerse acreedor a las "orejas de burro", "especie de casquete de fieltro color de chocolate, que nos cubría toda la cabeza hasta la frente, a los lados dos grandes orejas que nos caían hasta los hombros y por delante un par de ojos de paño negro y una lengua colorada que nos tocaba las narices".

Ese castigo se acompañaba de una exhibición pública porque a quien se le imponía se le colocaba en una silla y las ponían en el balcón de casa en dirección a una calle que "era muy frecuentada". O bien, cuando eran infracciones más graves, como el robo de carretes de hilo y madejas de seda, material indispensable para las labores manuales, entonces se decretaba el "castigo de castigos" que consistía en sentar a las infractoras en una silla muy alta en medio del cuarto "y ponerles en la cabeza un tompeate cubierto con grandes plumas de pollo y de otras volátiles que formaban una gran pirámide en la cabeza; pero lo más terrible de este castigo, era que amarraban con una cinta el objeto robado en aquel ridículo sombrero, y en la espalda de la culpable, fijaban un cartelón de papel adonde estaban escritas estas palabras: 'Por ladrona'". [MCT 844]

Otro faceta de la vida en la escuela era la jornada escolar, la cual se iniciaba a los ocho de la mañana y la primera actividad era arrodillarse y recitar "el Bendito la oración dominical, el Ave María y la Salve". El uso de las sillas estaba prohibido porque se reservaban para las visitas y para adornar el salón de clase. De esta manera, gran parte de su estancia en la escuela era sobre el suelo, al menos tres horas, con intervalos cortos para ponerse de pie. Una modalidad en esa escuela eran los almuerzos, los cuales se servían a las once y medida de la mañana en "mesitas pequeñas y muy bajas, pues también comíamos en el suelo". Una vez concluida esta actividad se daba tiempo para "las recreaciones" como un premio cuando habían observado buena conducta y habían aprendido la lección y consistían en formar una rueda sentadas en el suelo y "en jugar juegos de prendas". A las cuatro de la tarde finalizaban las actividades escolares. [MCT 845]

La configuración del espacio escolar fue un proceso paulatino. La articulación de los elementos esenciales están ya presentes tal como lo muestran los autores antes citados. Sin embargo, un rasgo distintivo de la vida escolar del siglo XIX será la diversidad de planteles escolares. Es cierto que el mundo urbano es su entorno natural, pero el esfuerzo por extenderla a otros ámbitos de la vida social fue una realidad permanente. Así, haciendas, pueblos y comunidades también albergaban y se esforzaban por dar un lugar en su vida cotidiana. Algunos ejemplos pueden ofrecerse a este respecto. MADAME CALDERÓN DE LA BARCA en sus memorias de su visita a México ofrece distintas facetas de la vida escolar en haciendas y pueblos. [MCT 846]

En un recorrido de los alrededores de la ciudad de México, cerca de San Juan Teotihuacan, uno de los motivos de orgullo de sus habitantes eran el mesón, la alameda y la escuela. Calderón de la Barca llamó la atención de las condiciones físicas del establecimiento escolar y dejó constancia de lo que ahí vio y percibió. Reconoce que su interés por visitar la escuela se originó "por el ruido y también porque las puertas abiertas de par en par, invitaban a hacerlo". Su primera impresión fue el aspecto que presentaba el maestro, "un pobre joven y pálido y en harapos, con aspecto cansado y medio aturdido al parecer por aquel bullicio, pero muy dedicado a su tarea". También hizo notar la asistencia de niños que aprendían a deletrear "en el texto de unas viejas leyes del Congreso". A manera de pizarrón se utilizaban las paredes, en las cuales se veían escritas "algunas máximas morales, (que) denunciaban una ortografía demasiado libre", lo que fue advertido al profesor.

En otro momento, refiere que en el pueblo de San Angel tuvo la oportunidad de conocer una escuela de niños, la cual ocupaba una pieza de la casa de un prominente miembro de la sociedad mexicana y que era atendida por una maestra. El registro de Calderón de la Barca tenía el propósito de destacar los rasgos personales de la maestra, quien se encontraba "paseándose de arriba abajo silabario en mano, con un deshabillé no muy elegante, y arrastrando por el piso su larga y suelta cabellera que recogía cada vez que daba vuelta, a la manera de un traje de Corte...". [MCT 847]

Por su parte, García Cubas dedicó un apartado completo de su obra a examinar la instrucción pública en la ciudad de México. Uno de los aspectos más atractivos de la información que el autor proporciona es la elaboración y consolidación de los rituales como parte de la vida y la cultura escolares en la educación profesional y que con el tiempo se difundirían en todos los niveles educativos. Apuntaba que, por ejemplo, se habían suprimido algunos "usos escolares", tales como los vejámenes, "actos que precedían a la toma de posesión de algún grado o prebenda" y que servían para ridiculizar o humillar a los estudiantes. En su lugar se habían introducido otros, como la distribución de premios, en cuyo acto competían todos los colegios y la Universidad. La dotación de éstos iban acompañados de signos de distinción de acuerdo a los méritos que se habían alcanzado, así como a las trayectorias escolares de los estudiantes, todo lo cual permitía unificar e identificar a cada una de las profesiones.

Asimismo, brinda importantes noticias de los regímenes internos que regían a las instituciones de enseñanza superior, de las jerarquías académicas y de los engranajes que hacían funcionar el orden y la disciplina escolar. Esto permite visualizar algunos de los dispositivos mentales y sociales que se ponían en operación para articular las normas y las disposiciones legales con las prácticas cotidianas de los actores educativos, es decir, las modos en que éstos asimilan a aquella en el mundo cotidiano de la institución educativa. De igual manera, se muestra en toda su extensión el papel de los espacios al interior de la escuela, la importancia de la distribución de los horarios, del calendario escolar, de los exámenes, en suma, de la organización interna. El mobiliario escolar y toda su carga de representaciones y símbolos toma su lugar dentro de la construcción del imaginario educativo. [MCT 848]

Pero García Cubas no sólo se refirió a estas instituciones de la alta cultura, sino también a aquellas que estaban en proceso de consolidación. Las escuelas de instrucción elemental o de primeras letras: las escuelas de amiga, las escuelas primarias y las escuelas particulares. De la primera señalaba, haciendo un esfuerzo "para reconstruir escenas reales", que él había asistido a una escuela de amiga, situada en una casa de vecindad, "en la más recóndita vivienda de esa casa", en compañía de su hermana. Una de las descripciones más constantes no sólo de García Cubas, sino de todos los autores aquí citados, fueron sus impresiones sobre su maestra o maestro, según el caso. Enseguida relata algunos elementos que conformaban el espacio físico, tales como una estampa de la Purísima Concepción y una pantallas de cristal que adornaban las paredes de "aquella sala". El mobiliario escolar se reducía a dos rinconeras de cubierta sobre los cuales se colocaban "nichos de vidrio con imágenes de santos y una butaca de cuero y cuarenta o cincuenta sillas de variadas formas y abigarrados colores".

En cuanto al método de enseñanza, señalaba que era individual, absolutamente sintético e iba del conocimiento de las letras a la formación de las sílabas, palabras y oraciones. Cada uno de los alumnos era llamado por la maestra, quienes ponían sobre las rodillas de ésta el silabario del "Niño Jesús". Posteriormente, nombraban los caracteres y los iban señalando con un puntero de popote o de vidrio que era rematado con un "monito negro".

El aprendizaje y la culminación del silabario era la señal para la presentación pública de los alumnos, del maestro y de la escuela, esto es, el momento de los exámenes. Para ello se establecía un ritual escolar, el Vitor, que reproducía en gran medida los rituales religiosos. Por ejemplo, sí se trataba de un alumno acomodado, además del traje para lo ocasión, se preparaban bocadillos que se repartían entre los niños y las niñas, en una bandeja, mientras que en otra se depositaba "muy enflorado y cubierto de listones de raso el silabario usado por el victorioso". Se adornaba el local escolar con arcos formados de pañuelos y farolillos colgados de los dinteles y ventanas. El acto se revestía de carácter público y de solemnidad su inspiración religiosa:


Como a las cuatro de la tarde se organizaba el vítor con la muchachería, presidido por el agasajado niño, a cuyo lado iba la maestra y el portador del estandarte que por escudo tenía el enflorado silabario. El vítor recorría los patios de la cada de vecindad, cuyos improvisados adornos no bastaban para destruir su mal aspecto, y en todo el tiempo que duraba el paseo, presenciado por los vecinos, no cesaba la turba infantil de aclamar a su feliz compañero con los gritos de ¡viva! ¡viva! que acabó la cartilla. Terminada la procesión y ya reunidos todos los niños en la sala de la Amiga, echábase por alto, como en la Nochebuena, la colación... Los rodeos, puchas y soletas, los polvorones y peripitas,.., todos se adornaban con banderillas de papel picado, y se distribuían a mano, sin excluirse a los vecinos que a bien tenían presenciar el acto. [MCT 849]

Un dato interesante de la escuela de amiga a la que concurrió García Cubas fue que era mixta, lo que creaba situaciones indeseables para la maestra. La convivencia que esta circunstancia producía, obligaba a diferenciar ciertos saberes para niños y niñas, enfatizando para éstas últimas para las labores manuales. Los útiles que empleaban para esas tareas eran pequeños pedazos de cañamazo y bastidores, sobre los cuales se bordada, con estambre o seda, "los caracteres del abecedario y algunas figurillas".

Otro tipo de escuela a la que asistió este autor fue una escuela primaria, "la Escuela del Padre Zapata quien gozaba fama de ser estrictamente severo". Ahí la los elementos de la escuela estaban presentes con una organización más formal. Por principio de cuentas el método de enseñanza era el sistema Lancaster o de enseñanza mutua, "con sus añadiduras, a las que somos tan inclinados los mexicanos". La jornada escolar se iniciaba a las ocho de la mañana. Antes de ingresar a la sala de clases, los alumnos se formaban "en un largo y estrecho corredor", donde eran supervisados por un "inspector general", quien pasaba revista de aseo, armado de una campanilla "a cuyos toques eran ejecutados los diversos actos de la escuela". La disciplina era un condición y un elemento primordial de la vida escolar. Se imponía mediante la campanilla que regulaba los tiempos y los ritmos de las actividades a desarrollar. La estructura casi militar era un signo distintivo de ese plantel escolar por lo que los castigos físicos eran una pieza central. La distribución espacial en el salón de clases estaba determinada por clases o grados de escolares.

La primera actividad era arrodillarse para elevar "sus preces al Ser Supremo". Una muestra de la trascendencia que tenía el orden y la disciplina era que, al sonido de la campana, los menores pasaban la pierna derecha entre la banca y la mesa, luego la izquierda y, finalmente, ponían las manos, primero en las rodillas y luego en las mesas. Enseguida se iniciaban las clases de escritura, a las que seguían las de lectura, las cuales requerían de una distribución del espacio particular. Esto es, se separaba a los niños por grupos en los pasillos, se formaban en semicírculos y en cuyo centro se colocaban los monitores o decuriones, "quienes con un puntero señalaban las sílabas, las palabras u oraciones. Al concluir los ejercicios, se impartían las clases de aritmética, "pizarrón los principiantes y en pizarra los adelantados". Además se disponía de un cuarto de hora para dedicarlo a la Doctrina cristiana "o sea del Catecismo del Padre Ripalda". Hacia las cinco de la tarde culminaban las actividades escolares. En este orden no podían faltar los castigos más severos, los cuales estaban en correspondencia con la gravedad de la falta cometida.

Entre los más comunes, según anota García Cubas, se hallaban el arrodillar a los alumnos y ponerlos en cruz obligándolos a hincarse sobre el borde de una regla y a sostener en las manos en las manos piedras pesadas. Cuando se imponía el castigo público se hincaba al infractor, colocándole en el pecho una planchuela de madera en la que se inscribían frases como: por modorro, por pleitista, por desaseado, etcétera. También se castigaba con el encierro en el calabozo, el saco, "castigo marcado para las faltas graves, y que "consistía en meter en aquél al delincuente y suspenderlo por medio de unos cordeles del techo de la escuela" o el de la caravana, "aplicado a varios niños que juntos habían cometido la misma falta, y al efecto poniáseles un yugo de madera, del que tiraban todos los de la escuela", entre otros. García Cubas señalaba que los castigos más severos fueron quedando en desuso.

El mobiliario escolar se componía de largas y estrechas mesas, "con sus bancas adheridas y simétricamente colocadas, una detrás de otra", dejando entre sus extremidades y las respectivas paredes de la sala, un espacio de una vara". Según las edades o las clases, las mesas eran bajas o altas, tenían cubiertas inclinadas u horizontales, las cuales según fuera el caso, formaban estrechas y largas cajillas de uno a otro extremo, cubiertas de arena fina, que se emparejaban con un instrumento de madera, papel , cartones que tenían inscrito muestras de letras que debían copiar, embutidos de tinteros de plomo, llenos de tinta de huizache y caparrosa, pizarras, mesa para el de maestro que se colocaba encima de una "elevada plataforma", carpeta de bayeta, libros de texto, hojas de papel, manojos de plumas de ave y la imprescindible palmeta, "símbolo de la autoridad escolar". Los libros de texto "generalmente admitidos" eran El Amigo de los Niños, traducido por Escolquis, el Libro Segundo de la Academia, el Simón de Nantua o el Mercader Forastero, el Catecismo histórico del Abate Fleury, Las fábulas de Samaniego o las de Iriarte. [MCT 850]

En resumen, García Cubas muestra múltiples facetas de la vida escolar durante gran parte del siglo XIX. Sus cuadros cotidianos sin duda constituyen una fuente primaria insustituible.

A finales del siglo XIX, la implantación de la escuela era una realidad, sobre todo en el mundo urbano. Las crónicas de la vida escolar continuaron registrándose en la literatura de la época, así como en artículos periodísticos que trazaban diversos aspectos de ésta. Entre ellas se encuentran los cuentos y crónicas de uno de los más influyentes escritores de la época, ANGEL DE CAMPO, Micrós, quien mediante estos recursos detalla fragmentos reveladores de la vida escolar. [MCT 851]

En varios de sus cuentos más notables, Angel de Campo hace referencia al ambiente escolar que privaba en su época, es decir, entre 1885 y 1908. Uno de ellos fue !Pobre Viejo!, donde narra parte de su vida escolar infantil, sus experiencias y su percepción de la escuela. El principal protagonista del cuento destaca la figura y la presencia del maestro, quien, según explicaba, se había esforzado durante muchos años por formar las futuras generaciones. El abandono y la soledad al final de la vida del maestro la contrasta con la vocación y la perseverancia que lo distinguieron como director de su Colegio de niños y nos introduce por el mundo escolar en que vivió. Describe las condiciones físicas del local, los métodos de enseñanza, las prácticas pedagógicas, los saberes que se impartían o de los que venían precedidos los alumnos, los textos escolares y el mobiliario escolar.

Al parecer pocas transformaciones había sufrido el espacio físico, si las juzgamos a luz de los cuadros que convidó Fernández de Lizardi, pero que tantas y especialmente habían ocurrido como espacio simbólico y social para configurar la escuela moderna. Aquí se esbozan algunas.

Sin duda la escuela de Angel de Campo era un establecimiento particular que, como muchos otros, ocupaba un pequeño sitio de la vivienda del profesor. Notable era que el techo estaba lleno de pelotas de papel mascado. Las paredes seguían conservando su utilidad didáctica, con letreros y manchas de tinta morada, negra y roja, pero ahora también se agregaban mapas polvorientos, muestras de dibujo, el sistema métrico decimal y la insustituible imagen religiosa, el Corazón de Jesús acompañado de un reloj, símbolo de los nuevos tiempos educativos. En un lugar de la pieza, un plataforma pintada de negro, sobre la cual resaltaban la mesa del maestro, el tintero, la regla, las planas y los libros formando pilas. Frente a ella, dos filas de bancas y mesas, con sus tinteros de plomo, con sus respectivos candados en las tapas de las papeleras y "tantas letras grabadas con navaja de madera en la madera de los muebles.

El salón de clases convertido en un auténtico laboratorio educativo, con una actividad febril que lo mismo registraba los golpes de regla sobre la mesa, señal inequívoca del orden y la disciplina escolar, en tanto que alguien se empeñaba en rayar "concienzudamente el papel", otro se esforzaba en borrar cifras aritméticas del pizarrón y otro más, "tras el antifaz de los catecismos", entablaban una plática a tiempo que no faltaba quien ensayara la lectura en voz alta. Pero la actividad escolar se extendía a un mayor número de facetas del mundo y de la cultura escolar. Fuera del salón de clases, otros espacios se incorporaban al esfuerzo pedagógico con el fin de fijar otros tiempos y otras rutinas. La solicitud para atender funciones fisiológicas por parte de los alumnos pretendía, en realidad, modificar la dinámica que imponía el salón de clases.

El tiempo del juego infantil se intentaba sobreponer al tiempo escolar. La mordida de un pedazo de pan, contar las canicas o jugar con los huesos de chabacano, eran los recovecos que los niños imponían para salir de "aquella pieza estrecha, de aquellas durísimas bancas, donde colgaban los pies". La infancia estaba en el trasfondo del ambicioso proyecto educativo. [MCT 852]

La amplitud del mundo infantil y sus manifestaciones pueden ilustrarse mediante un ejemplo:


¿Cuántas cosas habría en el bufete del señor Quiroz? Dicen que ahí guardaba todo lo que les quitaba a los niños; muchas canicas, membrillos mordidos, pedazos de charamusca, soldados de plomo, juguetes de madera, pinturas, caramelos, baleros, trompos; la teja de plomo que servía para jugar al piso, pliegos de papel de colores, para forrar libros y tapizar los cajones, armellas, ¡qué se yo! Era un tesoro. [MCT 853]

En efecto, la construcción de la escuela, cuya función principal era transformarse en parte de un engranaje de un proyecto civilizador más amplio, fue dilucidando sus instrumentos, sus propuestas y prácticas pedagógicas y produciendo los actores educativos que fueron moldeándola. A estas dimensiones de la vida escolar se refería Angel de Campo cuando describió y sintetizó la labor que encarnaba el maestro, pilar fundamental de ese proyecto de metamorfosis social: amigo de la infancia, que descifra "el jeroglífico encerrado en las páginas del silabario", intérprete de la clave y de la frase que abría los horizontes de la vida y arrancaba al libro su riqueza, responsable de hacer germinar la semilla que habría de distinguir "al estúpido del hombre social, y sin embargo, es para todos un pobre viejo retrógrado a fuerza de enseñar ya nada puede aprender, ...". [MCT 854]

Reflexiones finales

En los últimos veinte años, la historiografía de la educación ha diversificado sus líneas de investigación. Al mismo tiempo, se han enriquecido con novedosas fuentes que nutrido los enfoques, los métodos y las hipótesis de trabajo para abordarlas. El estudio de la vida escolar si bien no se ha constituido en un campo de investigación específico, sí se ha incorporado a las nuevas temáticas. Las preocupaciones surgidas del presente acerca de las realidades que día a día se construyen y reproducen son las que motivan nuevas preguntas y la necesidad de abrir un conjunto de preguntas sobre los procesos reales y concretos que configuran la vida escolar. Sus expresiones son múltiples y complejas y no resulta fácil situarlas o menos aún documentarlas.

En este sentido, considero que la literatura entendida en sentido amplio, esto es, la novela, la crónica, el cuento, las memorias, el artículo periodístico son material histórico de primera mano que evidentemente no suple sino complementa otras fuentes documentales. Es cierto que su empleo requiere de una crítica y un tratamiento riguroso, pero sería injusto su desdén cuando ofrece información acerca de los imaginarios sociales y educativos, de las prácticas pedagógicas, de los métodos de enseñanza, de los actores educativos, pero sobre todo de aspectos que otro tipo de fuentes no proporcionan en torno a lo cotidiano de la vida escolar. Aquí sólo se presentaron algunos ejemplos tanto de la información que ofrecen, así como de la utilidad para iluminar zonas oscuras acerca de la vida escolar.

Bobliografía

Angel de Campo, Ocios y apuntes y La Rumba, México, Editorial Porrúa, 1999.

Carlos Escalante Fernández y Antonio Padilla Arroyo, La ardua tarea de educar en el siglo XIX. Orígenes y formación del sistema educativo en el estado de México, Toluca, México, GEM-SMSEM-ISCEEM, 1998.

José Joaquín Fernández de Lizardi, El Periquillo Sarniento, México, Editorial Porrúa, 1992.

José Joaquín Fernández de Lizardi, La Quijotita y su prima, México, Editorial Porrúa, 1990.

Antonio García Cubas, El Libro de mis recuerdos. Narraciones históricas, anecdóticas y de costumbres mexicanas, anteriores al actual estado social, ilustradas con más de trescientos fotograbados, México, Editorial Porrúa, 1986.

Concepción Lombardo de Miramón, Memorias, México, Editorial Porrúa, 1989.

Madame Calderón de la Barca, La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, México, Editorial Porrúa, 1994.

Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos, México, Editorial Porrúa, 1985.

Susana Quintanilla y Luz Elena Galván (coords), "Historia de la educación: balance de los ochenta, perspectivas para los noventa", en Susana Quintanilla, (Coord), Teoría, campo e historia de la educación, México, D.F., Consejo Mexicano de Investigación Educativa, 1995.

José María Rivera, "El maestro de escuela. Confesiones de un pedagogo", en Hilarión Frías y Soto, et al., Selección. Los mexicanos pintados por sí mismos, (presentación de Rosa Beltrán), México, D.F., Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1997.

Elsie Rockwell, (Coordinadora), La escuela cotidiana, México, Fondo de Cultura Económica, 1999.

 



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