Siglo XIX y XX

María Esther Aguirre Lora
Centro de Estudios sobre la Universidad. UNAM.

Balance Historiográfico.

El ámbito de la escuela primaria del siglo XIX ha sido abordado principalmente por historiadores, sociólogos, abogados y pedagogos, desde diversas dimensiones. Ha sido uno de los objetos de estudio más frecuentados por su carácter emblemático en relación con la constitución de la Nación mexicana y la definición de los rasgos de nuestra educación pública. Muchos de los estudios que existen al respecto se han orientado a explicar la existencia de esta institución tanto desde la perspectiva de la política y la legislación educativa, como de las reformas y las instituciones que de ello se desprenden; así, tenemos diversas historias políticas e institucionales, que tratan las transformaciones de la educación elemental como parte del desarrollo general del sistema educativo nacional,[MCT 645] tales como las de Isidro Castillo, [MCT 646] Francisco Larroyo,[MCT 647] Fernando Solana. [MCT 648]

En el curso de los últimos veinticinco años, el tratamiento de este campo se ha visto influido por las aportaciones de la historia regional y de la historia social y cultural, cuyo impacto se manifiesta en las investigaciones centradas en períodos específicos de los procesos históricos y en la particularidad de los desarrollos en las distintas regiones del país que hace algunos años vienen realizando las comunidades académicas de los Estados. Resulta novedoso, en algunos de los textos que se elaboran desde estas nuevas perspectivas y a partir de la indagación en fuentes primarias poco trabajadas, el propósito de incursionar en el mundo cotidiano de la escuela y no limitarse a los aspectos exteriores y normativos que propician su concreción. En este contexto se da el fecundo trabajo del Seminario de historia de la educación del Colegio de México, coordinado por Josefina Vázquez,[MCT 649] entre cuyas aportaciones para el campo de estudio que nos ocupa, se encuentran las obras de Dorothy Tanck, [MCT 650] de Anne Staples,[MCT 651] de Mílada Bazant [MCT 652] y de la propia Josefina Vázquez,[MCT 653] que abordan directa e indirectamente el estudio de la escuela primaria durante el siglo XIX. Este repertorio constituye uno de los tránsitos obligados para los estudiosos del tema.

Abordada en relación con los proyectos y la normatividad que ha de regular en México los propósitos y las funciones de la escuela pública en general, fruto también de un Seminario sobre Filosofía de la Educación en México coordinado por Ernesto Meneses Morales desde 1981 con sede en la Universidad Iberoamericana, tenemos un volumen rico en información: Tendencias educativas oficiales en México, 1821-1911[MCT 654]; Díaz Zermeño, por su parte, aborda el estudio de la escuela primaria incursionando en leyes y reglamentos que contrasta con la realidad educativa de la Ciudad de México. [MCT 655]

Desde la perspectiva de la sociología histórica, Tenti, [MCT 656] apoyado en la teoría de los campos y la lucha de los actores por el capital cultural del sociólogo de la cultura Pierre Bourdieu, nos explica la configuración del Estado Educador y el tejido social que subyace en la institucionalización de la educación básica de los siglos XIX y XX, las luchas por la profesionalización del magisterio y la génesis de la pedagogía mexicana. En relación particularmente con las vicisitudes de la profesión docente resulta sugerente el libro de Galván,[MCT 657] referido al Porfiriato; el de Arnaut,[MCT 658] a los siglos XIX y XX.

Entre los libros más recientes que trabajan el tema, reconstruyéndolo a partir del Porfiriato, puede mencionarse el de Martínez Jiménez, [MCT 659] que, además de una apreciación crítica sobre el desarrollo de la escuela primaria, ofrece al lector un valioso material estadístico.

Las fuentes sobre el campo se enriquecen con el rubro de las memorias de instrucción pública, cuyo propósito es sistematizar la información sobre el estado de la educación pública, analizando logros y tareas pendientes, como la de JOSÉ DÍAZ COVARRUBIAS. [MCT 660]

Por otra parte, también el ámbito de la literatura costumbrista y los relatos autobiográficos resulta una fuente rica de información que nos comunica algunos cuadros sobre la vida escolar del siglo XIX; al respecto podemos mencionar a Fernández de Lizardi, [MCT 661] a Prieto,[MCT 662] a García Cubas. [MCT 663]

Entre otros textos que aportan elementos para comprender las atmósferas del siglo XIX, sus contextos, sus preocupaciones, sus proyectos, sus polémicas, en medio de las cuales toma forma la educación primaria de esos siglos, tenemos los de Zea, [MCT 664] O'Gorman, [MCT 665] y otros muchos.

Habituados como estamos a pensar la escuela primaria en los términos en que hoy la conocemos, es decir, en un espacio específico, con una distribución de tiempo apropiado, con grupos de alumnos de edades similares, con uno o más profesores preparados para ejercer esa actividad, con planes y programas de estudio cíclicos, se suele olvidar que esta institución no ha existido como tal desde siempre y que han sido las sociedades en un momento histórico dado las que han ido construyendo su identidad. La educación elemental es una de las instituciones más preciadas a las sociedades occidentales en la que convergen tanto el movimiento intelectual que conocemos como Ilustración o Iluminismo, que cifra en la Razón el mejoramiento de la vida de los seres humanos, como la Modernidad, es decir, el amplio despliegue de un nuevo orden social del que emergen nuevas formas de relación social reguladas por las instituciones del Estado Moderno. Las sociedades occidentales en general, y la sociedad mexicana en particular influida por aquéllas, se desplazan de la cosmovisión teocéntrica a la cosmovisión secularizada, transición con implicaciones diversas y complejas en la trama de la vida social, económica, cultural y educativa. En este contexto, la escuela primaria deviene el resultado de las formas particulares de racionalidad y regulación social, de sistemas específicos de ideas que se empiezan a perfilar en Europa desde el temprano siglo XVI y se definen con mayor nitidez en el curso del siglo XIX.

La configuración de la escuela básica mexicana a lo largo del siglo XIX nos aproxima a los modos en que a las sociedades ilustradas, primero novohispanas, después mexicanas, les es dable pensar y pensarse, a los nuevos idearios y parámetros que establecen en torno a su ser social y a los sentidos de su actuación en el mundo, a la apertura de sus posibilidades y también a sus límites, a la luminosidad de sus proyectos pero también a las zonas oscuras de lo que queda fuera de ellos.

Es necesario subrayar que Ilustración y Modernidad no se expresaron como un solo proyecto, como un ideario unitario, sin fracturas, sino que más bien se trata de una pluralidad de expresiones que comparten algunas creencias, que plantean algunas consignas semejantes, que difieren en sus orientaciones y en sus modos de realización. En el caso mexicano tenemos, además de la diversidad de origen de estos movimientos, la apropiación que de ellos hacen los círculos de letrados criollos, mestizos y peninsulares, la pugnas entre liberales y conservadores, entre centralistas y federalistas, entre monárquicos y republicanos. Todo esto se refracta en la noción de escuela básica que se quiere impulsar y en sus sucesivas transformaciones.

Ahora bien, sin desconocer que hace ya algunas décadas se han integrado al campo de la educación las aportaciones de la historia regional, que abunda en el desarrollo de cada región del país, en la particularidad de sus ritmos y procesos, el propósito central de este texto es ofrecer al lector un panorama general de la constitución de la escuela primaria mexicana a lo largo del siglo XIX señalando, de manera general, las tendencias, las vicisitudes y los núcleos de problemas que confronta.

Para ello, en el arco de tiempo que abordo fijo el punto de partida en la sociedad novohispana de 1780, en tanto que el punto de llegada lo marco alrededor de 1890; el primer momento resulta particularmente significativo para nuestro objeto de estudio ya que hacia esa fecha la Corona de España da curso a una serie de reformas ilustradas en México, en tanto que la segunda fecha marca la realización de los Congresos Nacionales de Instrucción donde se consolida el planteamiento de lo que será la escuela pública en nuestro país en las sucesivas décadas del siglo XX. Entre una fecha y otra transitamos del proyecto ilustrado impulsado desde España por las Reformas Borbónicas (1750-1780), que impactarían a la sociedad novohispana hacia el último cuarto del siglo XVIII abriendo el horizonte de la cultura y la educación, al proyecto alentado por los positivistas mexicanos.

El siglo XIX mexicano, como sabemos es un período sumamente accidentado; la primera mitad está poblada de levantamientos, de invasiones, de pérdidas territoriales, de inestabilidad política. De escasez, de saqueos, de desastres naturales, de enfermedades y de epidemias. A la complejidad de la población y de la diversidad de sus culturas, se aúna la extensión del país y las dificultades de comunicación, los vaivenes de su economía. En el último tercio del XIX, se logra una relativa estabilidad -la paz porfiriana-, un mejoramiento relativo de las condiciones de vida impulsado por el industrialismo incipiente y un ambiente favorable para el desarrollo de círculos intelectuales y las aportaciones culturales de sectores medios altos, que marcan la condición de la escuela básica como una institución fundamentalmente urbana.

Entre el punto de partida y el de llegada del arco histórico que señalé, en diversos aspectos de la educación básica se suceden infinitas transformaciones, casi imperceptibles, en el orden de las ideas y de las prácticas escolares, indicios de la manera en que diversas esferas sociales encaran el problema de la formación popular; se formulan problemas y se da curso a elaboraciones teóricas desde el anonimato de la vida diaria en las escuelas, fermento que cristaliza en momentos particulares, en realizaciones concretas que por momentos resultan sorprendentemente espectaculares. Ambas fechas, en la que inicia y en la que concluye este texto, están atravesadas por un movimiento en espiral que ofrece la sensación de avance en el orden de las ideas educativas, por las paradojas y las aporías en las realizaciones educativas concretas... En medio de todo ello la sociedad mexicana aprendió a darle nombre a su escuela primaria, a conceptualizar cada una de sus facetas y de sus procesos, a reconocer a cada uno de los actores que participan en ella.

A continuación explicaré algunos de los aspectos más relevantes de este proceso.

1. La Escuela primaria, un espacio acotado.

La noción de escuela, del latín schola que heredamos por vía del Virreinato de la Nueva España, como institución es muy antigua. Ya en los textos latinos, de Cicerón, aparece como el tiempo de descanso que se destina al estudio o bien a alguna otra ocupación literaria y artística; en el siglo VIII Alcuino la refiere al espacio relativamente libre que integraba a un grupo de intelectuales con fines de enseñanza o bien de realización de otras tareas culturales vinculadas con el artesanado; ya en el siglo XIII la encontramos definida por Alfonso X, como "ayuntamiento de maestros et de escolares que es fecho en algunt logar con voluntad et con entendimiento de aprender los saberes". [MCT 666] Sin embargo, a pesar de las sucesivas transformaciones de esta noción, en ella persisten sus componentes ineludibles: personas reunidas en un lugar determinado que se vinculan entre sí mediante un determinado saber.

1.1 Diversos tipos de escuelas de primeras letras.

En el caso de México las instituciones inician un paulatino proceso de modernización hacia el último cuarto del siglo XVIII, impulsado tanto por la voluntad de la Corona Española como proyección de las Reformas Borbónicas, como por las condiciones locales, que poco a poco definirán el contorno de la escuela primaria como una de las instituciones privilegiadas en el ámbito del Estado Moderno que, resulta interesante hacerlo notar, surge principalmente de la solución que se le daría a las escuelas de primeras letras de los niños pobres en contraposición con otras ofertas educativas que procedían de iniciativas particulares.

El siglo XVII había presenciado otros modelos educativos que recogieron las experiencias y las vivencias de la vida de la comunidad inmediata al niño, integrada no sólo por sus padres sino también por otros parientes, por vecinos, por amigos, donde el niño y la niña aprendían a ser uno más de ellos y a sobrevivir asimilando respectivamente las ocupaciones del padre y de la madre, la de los adultos del propio género. La educación del pueblo se llevaba a cabo en espacios abiertos, en el terreno de lo que hoy llamaríamos educación no formal. A ella se integraba la intervención de la Iglesia que, fiel a su misión pastoral fortalecida por el Concilio de Trento, se ocupaba de impartir a niños y jóvenes la doctrina cristiana en espacios más delimitados, más cercanos a los de la educación formal. [MCT 667] Como una opción más para los niños cuyos padres podían hacerlo, estaban las escuelas particulares de los preceptores del gremio, donde se aprendía algo de lectura y de escritura. Como un dato curioso me parece interesante señalar que una de las expresiones más frecuentes en nuestro vocabulario cotidiano tiene su origen en una de las prácticas que ahí existían, ya muy consolidada para 1786: los maestros agremiados estaban habituados, cuando los alumnos no tenían con qué pagar sus enseñanzas -algunos de ellos subsistían realizando tareas sencillas por las que obtenían alguna remuneración-, aceptaban gratuitamente a los niños de balde. [MCT 668]

Hacia las dos últimas décadas del siglo XVIII, 1782 para ser más precisos, el Ayuntamiento se muestra interesado por la "fundación de escuelas gratuitas de primeras letras que serían sostenidas por el municipio y ubicadas en las partes pobres de la ciudad" [MCT 669] y así se irán perfilando las escuelas de primeras letras, orientadas al aprendizaje de la doctrina, de la lectura, la escritura y el cálculo. Para entonces podemos apreciar diversos tipos de escuelas en las que continúa siendo determinante la participación de la Iglesia, situación que, por lo demás, no era vista con malos ojos por el Ayuntamiento y los poderes locales quienes, incluso, instaban a los religiosos a que cumplieran con sus deberes y las establecieran en diversas zonas. Finaliza ese siglo con las siguientes modalidades: 1. Escuelas gratuitas, dependientes de conventos y parroquias; estas últimas se conocerían como escuelas pías[MCT 670] y harían las veces de escuelas de caridad atendiendo gratuitamente a los vagos, a los hijos de las viudas y otros; 2. Escuelas gratuitas, financiadas con recursos procedentes de sociedades de beneficencia; 3. Escuelas gratuitas, para niños y para niñas por separado, financiadas por Ayuntamiento y municipios; 4. Escuelas particulares, a cargo de maestros autorizados por el gremio; 5. Amigas públicas gratuitas, para niñas de escasos recursos, a cargo de laicos organizados en cofradías; 6. Amigas particulares, donde una mujer proporcionaba algunos rudimentos de religión, a veces de lectura, y cuidaba a niños muy pequeños y a las niñas;[MCT 671] 7. Escuelas de castellano, establecidas en las parcialidades o pueblos de indios y financiadas por el gobierno civil. [MCT 672]

Y si a finales del siglo XVIII proliferaban las escuelas particulares en comparación con las gratuitas, en el curso del siglo XIX, en la medida en que se va definiendo y consolidando la oferta de escuela pública la balanza se inclinará hacia el otro lado. Si en 1844, JOAQUÍN BARANDA reconoce: 1. Escuelas conventuales, a cargo de los franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios; 2. Escuelas dependientes de los Colegios Mayores; 3. Escuelas públicas, sostenidas por fondos públicos de diferentes fuentes de la sociedad, [MCT 673] al aproximarse el fin del siglo, los tipos de escuelas eran: 1. Escuelas públicas, establecidas en ciudades o bien en zonas rurales; 2. Escuelas particulares, fueran laicas o bien religiosas, pero que, evidentemente, quedaron opacadas por lo compacto del proyecto de la educación primaria nacional.

¿Qué es lo que aconteció en el curso de ese siglo para que la sociedad definiera la escuela en la que quería y podía formar a sus ciudadanos, una escuela a la altura de su destino como Nación?

Indudablemente, en el largo camino hacia la modernidad, los mexicanos -ya no criollos, mestizos, ni indios- se fueron percibiendo desde nuevos lugares, con otras exigencias y otros proyectos; éste fue el impulso que se proyectó a la renovación de sus instituciones; en él se funda la lógica propia de la escuela primaria como institución moderna, consecuente con el moderno Estado mexicano. Desde ahí recreará sus atributos y con ello, sus exigencias y su lugar en la sociedad; ganará en complejidad y también en la especialización de sus discursos y de sus prácticas. Y esto lo podemos seguir en sus transformaciones, a partir de diversos indicios; uno de ellos es el espacio físico que la alberga.

1.2 El espacio escolar.

La escuela, como institución, no es un espacio abierto; procede a partir de sucesivas acotaciones. Una de las más evidentes es la del lugar en que lleva a cabo sus funciones.

Los años que se suceden entre 1780 y 1836, diversos documentos que atañen a la Instrucción Pública revelan que la construcción de edificios escolares no se manifestó como una necesidad. Para tal efecto se adaptaron todo tipo de locales: iglesias, conventos, habitaciones de las viviendas, cuartos de las vecindades, hospitales abandonados. Muchas veces sin las mínimas condiciones de luz y ventilación y, ni por asomo, servicios sanitarios. [MCT 674]En este contexto representaron un avance primero las Escuelas Pías, que disponían de dos locales pensados ex profeso, uno para la lectura, equipado con gradería, y otro para la escritura, amueblado con mesabancos, donde los alumnos pasaban de una habitación a otra en la medida en que dominaban las habilidades que ahí les enseñaban, tardáranse los meses o los años que se tardaran para ello. En realidad cada habitación constituía una escuela en sí misma o una clase, pues ya planteaba un incipiente principio de distribución del espacio relacionado con el aprendizaje a realizar que rompía con el modelo de enseñanza individual.

El otro avance lo representan las Escuelas Lancasterianas,[MCT 675] que hacía 1820 introducen un nuevo sistema de enseñanza cuya aplicación requería de una sala espaciosa capaz de albergar a doscientos o más escolares distribuidos en largas mesas y bancos de diez en diez. En el local, además del mobiliario, a lo largo de la sala quedaban espaciosos corredores donde los mismos grupos de diez alumnos con su monitor se reunían en semicírculos para llevar a cabo diversos ejercicios de lectura o cálculo. Este modelo de escuela se impuso casi durante todo el siglo XIX, si tomamos en cuenta que la Compañía Lancasteriana impactó de manera decisiva la educación elemental del país de 1822 a 1890, primero como asociación privada que ofrecía instrucción básica gratuitamente; después, a partir de 1842, colaborando directamente con el gobierno, pues se le delegó la Dirección de Instrucción Primaria en la Ciudad de México, con una amplia red de subdirectores en los Estados para ponerla en práctica. [MCT 676]

La sociedad mexicana se mostró cada vez más sensible al problema de las condiciones físicas de la escuela; diversos informes de maestros y visitas de inspección manifiestan esta preocupación en diversos términos que atañen a las condiciones higiénicas, a la salud social del ambiente, a las condiciones de seguridad, a las necesidades propias del desarrollo infantil, a las quejas que se acumulan al respecto en diversos sectores de la población a lo largo del período que abordamos en este texto. Por otra parte, si en nuestros días vemos con naturalidad que las escuelas primarias públicas, y la gran mayoría de las privadas, tengan un edificio propio, la situación del siglo XIX, aun en los momentos de mayores realizaciones teóricas y de mayor consolidación legislativa, fue muy diferente, pues un alto porcentaje de locales, ya al finalizar el siglo, se alquilaban y no reunían las mínimas condiciones para la instrucción; algunos se encontraban en tales condiciones de descuido que eran causa de no pocos accidentes. Esto llegó a representar una fuerte erogación que significó un problema más en cuanto al financiamiento de la instrucción pública.

Sin lugar a dudas, hacia la última parte del siglo XIX, las agendas de los Congresos de Instrucción Pública manifiestan preocupaciones ya muy definidas en torno al edificio y al mobiliario escolar, debidamente fundamentadas en el conocimiento de la psicología infantil, de la higiene y de otras disciplinas emergentes. El Congreso Higiénico-Pedagógico de 1882, planteaba la necesidad de un local construido a propósito, independiente de las viviendas o de la casa del maestro como era costumbre, y bien ubicado. Algunos de estos problemas relacionados con las condiciones de los locales que ocupan las escuelas primarias, se vuelven a tratar particularmente en el Primer Congreso Nacional de Instrucción Pública (1889-1990), siempre desde la perspectiva de los avances teóricos y la abstracción de la normatividad, y no desde la perspectiva de lo que realmente sucedía en las escuelas del país. Particularmente ilustrativo en este sentido, resulta uno de los informes del Ayuntamiento de la Ciudad de México, donde el regidor Manuel Domínguez da cuenta de la situación que continuaba vigente aún en 1898:

En brevísimas palabras describiré esos humildes templos de la ciencia: son de ordinario casa de 50 a 60 pesos de renta, es decir, viviendas de pocas y reducidas piezas, de las que algunas toma para habitación el director o directora, quedando las otras, las peores muchas veces, para amontonar en el reducido espacio que comprenden, un centenar o más de educandos. Ahí respiran, ahí estudian, ahí casi agonizan esas infelices creaturas, entre el fastidio que a todo niño ocasiona la quietud requerida por el estudio y una atmósfera pesada y deficiente. [...] al salir tropiezan con otro mal: como en el mismo edificio en que se encuentra la escuela, hay otras habitaciones, y en éstas diversas familias cuya educación no es siempre correcta, resulta que los niños escuchan palabras o pueden presenciar escenas que la moral repugna. [MCT 677]

Todavía habría mucho por hacer para superar esta situación...

En fin, si la manera en que el espacio físico de la escuela se va delineando y definiendo en el curso del tiempo nos comunica el significado que la escuela adquiere para la sociedad ilustrada del México del siglo XIX, también recrea los sentidos del espacio de relaciones que ahí ocurren: se definen los papeles y atribuciones que han de jugar sus actores principales, los juegos especulares de sus imágenes sociales.

1.3 Los actores escolares.

El siglo XIX representa uno de los momentos cruciales de transformación y modernización de la sociedad mexicana en diferentes esferas y niveles de profundas resonancias en diversas facetas de la vida cotidiana. Sabemos que a la complejidad creciente de los grupos sociales, corresponde una mayor complejidad de sus funciones, también una especialización creciente de sus instituciones y la recreación de los papeles atribuidos a los actores. Las transformaciones y definiciones que vive la educación elemental, particularmente a lo largo de ese siglo, son una muestra fehaciente de la modernización de esas sociedades. Las imágenes y representaciones sociales en relación con sus principales protagonistas constituyen uno de los indicios más valiosos al respecto.

En el caso del maestro de instrucción elemental, durante ese período, transita del oficio a la profesión; es decir, el punto de partidaradica en los servicios contratados por las familias que tenían los recursos para hacerlo como la forma posible de este tipo de instrucción a finales del siglo XVIII. Oferta que, sin embargo, estaba mediada por el control corporativo, pues eran los gremios de la antigua sociedad novohispana, particularmente el Gremio de Maestros del Nobilísimo Arte de Primeras Letras, que databa de 1601, [MCT 678] el que otorgaba las autorizaciones o licencias para enseñar por cuenta propia o bien para establecer una escuela y que, asimismo, vigilaba esta actividad. La crisis de los gremios, sigue al inicio de la vida independiente del país, pues las iniciativas ilustradas ponían en tela de juicio el espíritu de las corporaciones. Así, en la medida en que avanza el siglo XIX , es el poder público, primero a través de los Ayuntamientos; después a través de los Municipios y el Estado el que cada vez asume con mayor amplitud y peso esta función. Es decir, la instrucción pasó de la tutela del gremio al ejercicio libre de la profesión (1821-1866); después, con el triunfo de los liberales, a una profesión controlada por los Municipios (1867-1884) y, finalmente, a una profesión regulada por el Estado. [MCT 679] Y si bien en un principio las exigencias y pruebas para el preceptor estaban puestas exclusivamente en un comportamiento intachable y la preparación rudimentaria que tenían los interesados en obtener la licencia, el interés que fueron adquiriendo la escuelas de primeras letras trasladó esas mismas exigencias a la certificación de los estudios dada por una institución especializada: los maestros empíricos fueron desplazados por los maestros que seguían una trayectoria de entrenamiento ad hoc primero en las Academias de Maestros y después en las Escuelas Normales, que se fueron consolidando hacia la segunda mitad del XIX.

Este proceso también nos comunica las imágenes y representaciones que tenía la sociedad mexicana del maestro. En un principio se trataba de una ocupación como cualquier otra que no las tenía todas consigo: no gozaba de la simpatía popular ni a menudo constituía una opción para quienes se dedicaban a ella, que por lo demás escasamente sabían leer y escribir y no tenían otras posibilidades de ingresos, pero se le toleraba. Muchos relatos autobiográficos y otras fuentes nos dan a conocer esta situación:

Sólo la maldita pobreza me puede haber metido de escuelero; ya no tengo vida con tanto muchacho condenado; ¡qué traviesos que son y qué tontos! Por más que hago no puedo ver a uno aprovechado. ¡Ah, fucha en el oficio tan maldito! ¡Sobre que ser maestro de escuela es la última droga que nos puede hacer el diablo!.... [MCT 680]

Esta situación se prolongó hasta muy avanzada la vida independiente; sin embargo, cada vez fue objeto de críticas más severas, como lo muestran algunas de las participaciones en el Segundo Congreso Pedagógico (1891) que cuestionan la ocupación del maestro, 'tierra de nadie':

Entonces el estudiante destripado, el abogado sin negocios, el ingeniero sin ingenio, la viuda desolada, la anciana achacosa y la beata paupérrima, creían que lo más fácil y adecuado para acabar bursátiles penurias era abrir una escuela y hacer deletrear a los niños el Silabario de San Miguel y hacerlos pintar palote y trazar malos garrapatos. [MCT 681]

Un aspecto significativo de los juegos de imágenes y representaciones sociales en torno a la figura del maestro de primeras letras, lo constituyen los modales y la presentación personal que ellos se exigían a sí mismos y que los demás le exigían. Así, el preceptor de las escuelas de principios del siglo XIX tenía particular cuidado de estos aspectos: "Caracterizaba su traje un frac, no negro, sino tenebroso, con faldones de movimiento espontáneo", nos dice don Guillermo Prieto. [MCT 682] La falta de reconocimiento social, más bien de un franco desprestigio, fue una de las marcas del oficio que prevaleció muchas décadas después de la Independencia; la compensación de tal situación, aunada a las exigencias de conducta intachable, explica "la costumbre de los maestros de tratarse en público con gran cortesía y de creerse situados en la cumbre de la cultura y de los buenos modales. Los que habían abrazado la profesión por gusto siempre hablaban de lo sublime de su labor, comparada no pocas veces con el magisterio de Cristo". [MCT 683] A horcajadas de los siglos XIX y XX, encontramos nuevamente imágenes del maestro porfiriano preocupado por su presentación, quejándose por la "absoluta falta de ropa; además -decían- la gente es demasiado exigente juzgando por apariencias". [MCT 684]

La paulatina modernización de la escuela rudimentaria y la expansión de las redes escolares, a la vez que incidió en la preocupación por la preparación de los preceptores, en sus procesos identitarios y en su dignificación social, en la medida en que fueron vistos como una de las piezas clave de los ambientes ilustrados, pues la familia y los poderes civiles depositarán en ellos las posibilidades de la transformación de la sociedad. De este modo, se fue configurando un modo de ser particular, un modo de hacer y de vivir plenamente identificados con la tarea docente: para la enseñanza y por la enseñanza, no solamente de la enseñanza, plenamente conscientes de su responsabilidad con los demás, que se señala en todos los tonos: "los daños causados por una mala educación son por lo general irreparables, de mayor trascendencia social y no de tan fácil conocimiento como los ocasionados por la impericia de un médico, de un abogado, de un ingeniero". [MCT 685] Las nuevas exigencias de su desempeño delimitan la especialización de sus funciones; su identidad quedaría definida frente a otras ocupaciones y profesiones.

Sin embargo, el lugar de reconocimiento que el maestro había ganado ante sí mismo y ante los demás, no necesariamente fue acompañado de una remuneración digna, de mejores condiciones de vida, de una comprensión más profunda de su trabajo. Los polos de tensión entre su valoración y devaluación, entre la idealización de su trabajo y su estigmatización, ya estaban presentes desde esos siglos y se escuchan directamente por boca de los maestros, que oscilan entre sus deberes con la sociedad y la exaltación del oficio y el rechazo más absoluto: "los discípulos son "un fardo insoportable, un peso que nos agobia, una carga que nos abruma". [MCT 686]

Sólo que en la escuela, como institución moderna, converge otra institución, también moderna, a saber: la familia conyugal, con nuevos atributos y deslindes, descubre el sentimiento de la maternidad y el sentido de protección a la infancia. De tal modo, asume como una de sus tareas primordiales la de cuidar a sus hijos y la de proporcionarles instrucción, recurriendo para ello a personas e instituciones especialmente preparadas con ese fin. Todo esto acontece en el ámbito de los procesos de urbanización creciente y de aspiraciones más próximas a las de las sociedades letradas.

Estas nuevas imágenes sociales nos remiten a las familias urbanas medianamente acomodadas que cobran conciencia del papel que tienen en relación con la crianza de los hijos; una de sus principales preocupaciones es la de proporcionarles instrucción para lo cual recurrían a preceptores, o bien a los maestros y escuelas de la época -a horcajadas de los siglos XVIII y XIX, sobre todo particulares; conforme avanza el XIX, las que abundan son las gratuitas-. La expansión cada vez mayor de las redes escolares impulsadas por la consolidación del proyecto ilustrado favorece, también la emergencia de los padres de familia como actores en la trama de relaciones de la vida escolar, interviniendo en ella de diferentes formas: defendiendo a sus hijos, exigiéndole a los maestros, solicitando a las autoridades el establecimiento de más escuelas, etc.

Pero la situación de las familias urbanas, muchas veces letradas propiamente dichas, difería de otros modelos familiares que son propios del aislamiento de los núcleos de población indígena y de los poblados rurales, así como de los sectores urbanos pauperizados: las escuelas gratuitas, de la Iglesia y del Ayuntamiento, en principio, desde finales del XVIII, atienden a niños pobres donde la situación familiar es otra, pues colaboran en las tareas domésticas y en la economía familiar, de modo que la necesidad de instrucción se percibe de otra manera; inclusive suele considerarse como una pérdida de tiempo: "[a los padres] los ayudan desde chiquillos en sus trabajos según la edad, ya en la milpa, en traer leña ... y las hembras, en cargar a sus hermanitos, moler, tortear, demotar algodón, hilar", como lo informan algunos reportes de Yucatán hacia 1789,[MCT 687] que son frecuentes en todas las regiones del país. Esta situación, como sabemos, es uno de los campos donde se libra la batalla por la obligatoriedad de la escuela elemental durante el siglo XIX, fortalecida por las prescripciones que tratan de establecerla ya desde 1820 pero que ni aun a fuerza de propuestas y de leyes de instrucción pública (1842; 1867; 1888) se llevaría a la práctica cabalmente por falta de condiciones.

Otra de las acotaciones de la modernidad en la que convergen la escuela y la familia, son las nociones tempranas de escolar y de pupilo, desplazadas hacia finales del XIX por la de educando, como una etapa de la vida moldeable, maleable, susceptible de ser corregida y canalizada hacia comportamientos aceptados socialmente, período de la vida determinante por sus procesos de adquisición. Las edades en las cuales el escolar puede acceder a la instrucción rudimentaria, en principio están marcadas a partir de la propia dinámica de la vida social y su integración de lleno a la vida de los adultos. Así, por ejemplo, hacia finales del siglo XVIII, en que la edad para casarse, entre las capas más amplias de la población, se daba alrededor de los catorce años para los hombrecitos y hacia los doce para las mujercitas, la edad para ir a la escuela rudimentaria se estableció de cinco a doce años para los primeros, y de cinco a diez para las segundas. [MCT 688] Más adelante, hacia 1842, con otra de las iniciativas de ley para hacer obligatoria la escuela básica, se establece otro rango para cursarla: de siete a quince años, en tanto que hacia 1869 se señalan los cinco años de edad para iniciarla sin precisar límite de edad. Ya en torno al último cuarto del XIX iniciativas de diverso tipo, tales como la Ley sobre Instrucción Primaria en el Distrito y Territorios Federales (1888) y los acuerdos del Primer Congreso Pedagógico (1889-1890), establecen la edad escolar obligatoria que nos es familiar: de seis a doce años para ambos sexos. En esta última delimitación de edades influyó de manera significativa la percepción de la relación entre la edad de los escolares, su comportamiento y el tipo de aprendizajes que podían realizar, datos que servirían de base para clasificarlos en grupos que facilitarán el trabajo de los maestros. Las aportaciones de la psicología evolutiva, fruto de la difusión del evolucionismo y de la consolidación de la psicología como disciplina autónoma de la filosofía, fueron decisivas al respecto, ya que propiciaron el desarrollo de una nueva noción para orientar la actividad de los niños en edad escolar: la de edades o etapas formativas, que permitirían ir afinando el concepto inicial e ir precisando, a partir de este fundamento, otros conceptos referidos a la vida escolar: además del de clase y grupo, el de la enseñanza cíclica o concéntrica, como medida frente a la saturación de los contenidos y la fatiga escolar que de ello derivaba. Esta organización cíclica de los contenidos de estudio quedó claramente establecida en el Reglamento para las escuelas nacionales primarias de niños de 1879 -antecedido en 1878 por el de primarias y secundarias de niñas-. [MCT 689]

Los pedagogos de la época, por su parte, recuperaron el principio de integración cíclica, como uno de los fundamentos del método activo, precisando la necesidad de que:

[...] desde que el niño comience a ejercitarse en una enseñanza, se le dé idea de toda ella, de modo que el programa de cada grado o sección de la escuela o clase presente un todo completo, en el sentido que contenga todas las partes en que dicha enseñanza se divida. [...] En tal concepto, los niños de cada sección deberán dar, no una parte de la asignatura como es común que suceda, sino el conjunto de ellas desde un principio, de modo que todas las secciones estudien la asignatura completa, variando en cada una sólo por la mayor intensidad y extensión. [MCT 690]

Otra acotación interesante respecto a la población que asistía a las escuelas elementales, es la distinción de género. Las soluciones que dieron las sociedades de esos tiempos fueron diversas y las oportunidades que se abrieron dependieron de la mentalidad y recursos de las diferentes capas sociales. Como tendencia general se aprecia a lo largo del XIX una importante diferenciación en la educación de niños y niñas; quizá la necesidad de la instrucción femenina se fue generando no por sí misma, sino por el papel que los sectores más o menos acomodados le atribuían a la mujer en la familia moderna.

Al finalizar el siglo XVIII, las niñas que procedían de familias de escasos recursos recibían la enseñanza de los rudimentos en las Amigas particulares y Amigas públicas gratuitas -como la anexa al Colegio de las Vizcaínas, primera institución educativa laica de México, que atendía a las niñas criollas acomodadas- que, a pesar de que sus maestras también fueran autorizadas por el Gremio, no estaban consideradas en el reglamento respectivo. No fue sino en el curso de las dos primeras décadas del siglo XIX cuando la educación femenina empezó a percibirse como un problema y a ensayarse diversas alternativas que superaran las carencias de las Amigas. 1823 resultó ser una fecha decisiva para proyectar la educación mexicana, cuyo marco sería el de la Constitución Política del país; ahí se decretaba la creación de escuelas de instrucción elemental para las niñas y para los adultos. Sin embargo, los planes de estudio para este nivel a lo largo del siglo muestran una tendencia a diferenciar los contenidos de los niños y de las niñas, en detrimento de temas constitucionales (1832), de cálculo y científicos (1865) según la mentalidad en juego en los diferentes momentos de la época. Se puede decir que no es sino hasta los acuerdos del Primer Congreso Pedagógico (1889) que se plantean los mismos contenidos para ambos. Algunas estadísticas durante el Porfiriato, sin embargo, muestran un número de escuelas de niños y de niñas equilibrado entre sí.

Respecto a la población infantil que asiste a las escuelas de primeras letras gratuitamente, sean éstas gratuitas propiamente dichas o particulares que aceptan escolares que no pagan, no debemos perder de vista que es el núcleo que ya a horcajadas de los siglos XVIII y XIX constituye el germen de los que será la escuela pública plantea muchas de las dificultades, problemas y carencias que se han debido atender de diversas formas. Los generalizados ausentismo y deserción escolar, que desde muy temprano constatan los maestros, nos remiten a la elemental falta de alimentación, de ropa, de vivienda; a condiciones de salud y a enfermedades endémicas y epidémicas; al trabajo infantil como parte sustancial de la economía familiar que los poderes locales, religiosos y civiles, fueron enfrentando de distinta manera en el curso de esos siglos. Liberales y conservadores asumirían, desde distintos lugares y con varias soluciones, la necesidad de ofrecer educación a los pobres, obligación que cada vez asumirá con más energía el Estado. Una solución interesante a fines del Porfiriato, es la inclusión de médicos escolares [MCT 691] como parte del Cuerpo de Inspectores.

1.4 El tiempo escolar.

Ahora bien la escuela elemental como institución moderna está acotada no sólo por el espacio, sino también por el tiempo, que a su vez es una construcción específica de cada sociedad y de cada cultura. Y si bien los tiempos de la escuela están en consonancia con el ritmo de la vida social que los marca y los explica, también presentan su propia especificidad. En términos generales, podemos decir que los tiempos de la escuela transitan del 'tiempo que no cuenta' al tiempo que se transforma en un factor de considerable importancia para organizar la vida social y económica del país; de la laxitud a la precisión; de la casi inexistencia de marcos de temporalidad a la exigencia de mayor prontitud y eficiencia, de mayor rendimiento y mejores resultados, acordes con los valores y comportamientos que privilegia la vida moderna. La creciente racionalización del tiempo y del espacio escolar marchará de la mano con los procesos de modernización de las distintas esferas de la vida social y del incipiente industrialismo de nuestro país.

En los siglos anteriores al XIX no se percibe una delimitación precisa de los tiempos escolares; las nociones de jornada escolar, de semana escolar, de año escolar y de duración de las lecciones, sin las cuales en nuestros días sería impensable la escuela, en ese entonces no existían. Los tiempos dedicados primero a la doctrina y después a los rudimentos de la instrucción en general, eran connaturales a la vida social en la que jugaban un papel prioritario las necesidades de las familias y de la comunidad. Sin embargo, en el transcurso del siglo XIX vemos sucederse ante nosotros el movimiento propio del tiempo de la escuela básica: pasan ante nuestros ojos las escuelas pías con dos clases donde no había límite de tiempo para pasar de una a otra, a la disposición propia de las Escuelas Lancasterianas que promovían a los alumnos de una sección a otra según el dominio que de un contenido dado realizaba el alumno y, además, con un puntual elenco de actividades variadas administradas en tiempos precisos, consecuentes con los principios pedagógicos del sistema.

Sin embargo, como tendencia general, se puede señalar un hecho que en sí mismo es una evidencia: en el proyecto del Reglamento General de Instrucción Pública de 1823 el tiempo en que se ha de cursar la primaria no constituye una preocupación; ésta la vemos aparecer hasta el plan de 1853, que establece: "Tales enseñanzas deberán impartirse por dos años y medio y nunca menos de un año a niños de extraordinaria capacidad". [MCT 692] Tendremos que esperar hasta 1891 para que la enseñanza primaria se organice en enseñanza primaria elemental, que se cursaría en cuatro años, y en enseñanza primaria superior, en dos años. [MCT 693]

Asistimos también a la paulatina precisión de las jornadas escolares donde, hacia finales del siglo XVIII y varias décadas del XIX, los niños asistían a la escuela de las 8 ó 9 horas a las 17 horas, con un receso a mediodía para comer. En realidad se daba aproximadamente una hora de margen a la entrada, ya que los niños se entretenían por el camino, bien porque no tenían recursos para desayunar y debían esperar a que sus padres les consiguieran algo, porque no tenían ropa para presentarse, o simplemente porque se entretenían jugueteando por el camino. Las Escuelas Lancasterianas (1822-1890) por su parte, casi a lo largo del siglo XIX, impusieron un horario similar, pues en la mañana trabajaban de las 8.30 a las 12 horas, con un receso de 12 a 15 horas para comer, y otras tres horas de clases por la tarde. El sábado por la tarde se enseñaba educación civil. [MCT 694] Un horario similar estableció el Reglamento interior para las Escuelas Nacionales Primarias (1884), con jornadas de 8 a 12 horas y de 14 a 17 horas, combinando dificultad de las materias con las horas más apropiadas para su estudio. Mayor precisión se logró tres años después (1887), cuando se establecieron los horarios, siempre discontinuos, de acuerdo con las edades de los niños: los de primer año, de 9.30 a 11.30 horas; los de segundo, de 9 a 12 horas; los de tercero, de 8.30 a 12 horas y los de cuarto año, de 8 a 12 horas; la sesión vespertina era de 15 a las 17 horas. La primaria superior asistía de 8 a 11.45 y de 14.45 a 17. [MCT 695]En este contexto, destaca el refinamiento que implicaron los acuerdos del Primer Congreso Pedagógico respecto a la moderna distribución del tiempo escolar, fundamentada en las más avanzadas teorías pedagógicas del momento: "Duración de las clases (primer año veinte minutos, segundo veinticinco, tercero treinta, cuarto cuarenta, con media hora de descanso a discreción); semana de cinco días, año escolar de 10 meses". [MCT 696]

La gestión de los tiempos escolares configuraría uno de los índices del rendimiento de las instituciones, acorde con la mentalidad propia de la modernidad.

En fin, nadie dudaría de los avances y redefinición que la educación popular logró durante el siglo XIX en el orden de las ideas, de las teorías, de las leyes y de los reglamentos y disposiciones; las limitaciones y carencias de la vida escolar real y concreta en los ambientes conflictuados política, cultural y económicamente, diferían de los planteamientos teóricos y normativos. A raíz de los Congresos Pedagógicos y lo que ahí se planteó, un articulista de un famoso diario capitalino, El Siglo XIX, contrastaba:

Desde nuestras altas montañas se ven siempre sobresalir campanarios dominando la escuela donde maestros con más hambre que ciencia enseñan a medio leer a niños medio desnudos, mal nutridos y ya empeñados por las palabras antipatrióticas del cura [...]. Hay en toda la nación algo como un cortante color gris, la constante mezcla de lo grande y lo pequeño. [MCT 697]

2. La escuela primaria, cristalización de las utopías ilustradas.

Las tradiciones europeas que convergen en el movimiento de la Ilustración, desde diversas tendencias y antagonistas, son el fermento intelectual de la vida cultural del siglo XIX; el centro desde el cual se instituyen y regulan otras formas de vida social, se avizoran otros valores a partir de los cuales hombres y mujeres percibirían el mundo desde lugares renovados, recrearían el sentido de su existencia construyendo nuevos modelos de relación social y nuevos modelos educativos acordes con sus aspiraciones y su visión del mundo. Es decir, se recrea la utopía como apuesta de futuro, como proyecto de recreación de la vida social y personal.

Ciertamente los siglos de las Reformas Religiosas que emprendiera el Occidente, bajo el signo de la disidencia respecto a la Iglesia instituida y de la contrarreforma católica, habían quedado atrás, pero no su intención de fondo: operar una restauración en la vida de los hombres y de las sociedades, en sus instituciones y en sus saberes. Y si el gran recurso de los reformadores religiosos para redimir a los seres humanos de sus males y del deterioro en el que habían caído, era la educación, ahora para la Ilustración decimonónica, con otras banderas y desde otras consignas, atravesada por un proceso de creciente secularización, apuesta, asimismo, al carácter redentor de la educación. Comparte el anhelo de los reformadores: la transformación de la vida social, la construcción de un nuevo orden a partir de la formación de hombres nuevos.

2.1 Escuela, valores y modelos formativos.

Así, el México del siglo XIX inaugura su independencia de la Corona Española y, partícipe de las utopías sociales, económicas y culturales europeas, proyecta su futuro en la imagen que poco a poco dibuja del Estado Moderno que se concreta en la República, capaz de preservar la paz mediante la justicia y la igualdad de oportunidades entre los individuos. Los intelectuales ilustrados veían en él la posibilidad de que la sociedad mexicana superara todos sus males, que procedían de la ignorancia y el oscurantismo que se habían enseñoreado de amplios sectores de la población durante los tres siglos de la Colonia; para dar el gran paso, la medida necesaria era la instrucción de los ciudadanos para hacerlos conscientes de sus obligaciones y conocedores de sus derechos, sustento de toda forma de igualdad y libertad; trabajadores, leales y comprometidos con el proceso de modernización que requería la nueva Nación mexicana. La construcción de un nuevo orden en lo político, lo económico y lo social sólo sería posible a partir de la formación de otra mentalidad, de otro ser moral en esa masa ignorante y pobre; del desarrollo de un vasto programa civilizador cuya bandera favorita sería la de proporcionar los rudimentos de la lectura, de la moral cívica y de la religión a todo el pueblo. Filósofos, legisladores, maestros de escuela, se darían a la tarea de pensar la formación del ciudadano virtuoso, de regularla, de plantear métodos, programas y contenidos, así como las alternativas más concretas para renovar las prácticas escolares. Lucas Alamán estaba absolutamente convencido de que:

Los males de la población: suciedad, despilfarro, embriaguez, hábito de trabajar sólo para lo indispensable, pueden corregirse de golpe con el único remedio de mejor educación civil y religiosa. La "Ilustración" es uno de los más poderosos modelos de prosperidad de una nación. [MCT 698]
Pero los sueños de transformación social y las utopías educativas de los pensadores mexicanos del siglo XIX, se toparían con la compleja realidad del país, con los problemas de financiamiento de las escuelas en una atmósfera de inestabilidad política y social, así como de altibajos económicos. Los programas educativos del siglo XIX se vieron atravesados por las disputas permanentes entre liberales y conservadores, entre monarquistas y republicanos, entre federalistas y centralistas que asumirían, cada cual a su manera, la contienda por la instrucción popular. En medio de todo ello se construyó la escuela básica que nosotros heredamos.

Las autoridades eclesiásticas y civiles que, en la medida en que avanza el siglo XIX se irán redefiniendo e intercambiando funciones, habían asumido como consigna instaurar el orden entre la población, combatiendo toda expresión de desorden y de peligro social; para ello, uno de los más poderosos aliados era la escuela, pues ésta sería una de las instituciones abocadas a dar una ocupación a niños y jóvenes hambrientos, descuidados, sometidos a ambientes violentos, corruptos y viciosos. Hacia el último cuarto del siglo XVIII, momento del que partimos en el desarrollo de este texto, la escuela se planteaba como la medida idónea para preservar a la población joven de los peligros y los males del mundo, como una de las tareas moralizadoras que había asumido fundamentalmente la Iglesia desde los orígenes de la evangelización y que después hará suya el Ayuntamiento: "se limpiarían las calles de chiquillos y ladronzuelos y se enseñaría el debido respeto a las nuevas autoridades". [MCT 699]

La tarea ordenadora que emprendieran esos siglos implicó privilegiar algunos valores sobre otros para dar juego al programa de regeneración social; éstos normarían la acción de la escuela, por lo menos como aspiración. A horcajadas de los siglos XVIII y XIX la moralización de la sociedad se planteaba desde la perspectiva de la religión en términos de obediencia y respeto planteados en los siguientes términos: "Respetar y temer a Dios, a los santos de su particular devoción, al sacerdote, al padre, al cacique o al jefe político parecía ser la clave para entender la aculturación infantil", señala Staples. [MCT 700]

Don Guillermo Prieto nos comunica muy bien los modelos de educación infantil que prevalecían a principios del XIX:

El ideal de un niño consistía en que se estuviese quietecito horas enteras, en saber un buen trozo del Catecismo, de memoria, en oficiar el rosario en las horas tremendas, comer con tenedor y cuchillo, dar las gracias a tiempo, besar la mano a los padres y decir que quería ser emperador, santo sacerdote o, cuando menos, mártir del Japón.
En cuanto a la niña, le era permitido dar sus ojitos y sus piernitas a los amigos, hacer comida con sus muñecas, ir a la iglesia con los ojos bajos, comer poco... rezar mucho y no querer jugar al merolico con sus primos, sino ser monja.[MCT 701]
La persistencia del modelo catequístico que dominó la vida colonial persistió muchas décadas después; la formulación de preguntas y respuestas preelaboradas repetidas por los niños mecánicamente, denotaba una forma de pensar y de sentir mediada por la autoridad en cuestión, que nos remite a una interpretación del mundo y del sentido de la vida humana en él, próximo a la cosmovisión teocéntrica. Ahí el niño y el adulto aprendían lo que se esperaba de ellos. Los catecismos religiosos han servido, a partir de la Colonia hasta nuestros días, para instruir a la población en las verdades que debían saber los cristianos, para introducirlos a la doctrina religiosa; resulta interesante que en plena vida independiente, a mediados del siglo XIX (1853), se decretara a los niños media hora de religión por la mañana y por la tarde empleando aún el famosísimo Catecismo del Padre Ripalda .[MCT 702] En realidad el catecismo constituyó un género literario y un modelo educativo que se aplicó a otros campos; así, unos cuantos años después del inicio de la vida independendiente, bajo la influencia de los republicanos franceses y españoles, Gómez Farías introduce en la escuela básica el empleo de los catecismos políticos para instruir -introducir en la doctrina cívica-, con los mismos parámetros del modelo catequístico, al ciudadano virtuoso, en relación con el código de deberes y derechos, a veces ostensiblemente cargado a favor de las obligaciones y la obediencia, para con la Nación, que también fomentaba el sentido respeto a las jerarquías y de obediencia a las autoridades y superiores, la obediencia y la docilidad -en este contexto se publica Cartilla social o breve instrucción sobre los derechos y obligaciones de la sociedad civil (1833), de José Gómez de la Cortina-. La práctica de escribir catecismos políticos, que no necesariamente desplazaron a los religiosos ya que coexistieron con ellos, se prolonga a lo largo del XIX adecuando sus contenidos a la educación civil en turno. El comportamiento virtuoso, sea desde la perspectiva de la religión o bien de la sociedad civil, sería el paradigma educativo favorecido por el México liberal.

Uno de los valores articuladores de la vida social, que cobra mayor fuerza en la medida en que nos adentramos en el siglo XIX, es el del trabajo, estrechamente vinculado con la modernidad. El sentido del nec-otio, de la ocupación, de la industriosidad, de cierta utilidad de los conocimientos, se apodera cada vez más de la vida social; el ser humano se esfuerza por dejar su huella en el mundo recreándolo y modelándolo con su trabajo. Esto se proyecta en la producción de modelos educativos orientados por la actividad y el orden, donde niños y jóvenes encuentran el sentido de la actividad y del trabajo; se daría "mayor interés en promover hábitos de industria y habilidades técnicas entre los educandos. No sólo se esperaba producir un hombre religioso y moral sino un trabajador ordenado y capaz", [MCT 703] pues la inactividad, la desocupación, la vagancia eran la fuente de muchos de los vicios que había que impugnar, perseguir e, incluso, castigar.

De este modo la población decimonónica se preparaba para apropiarse del ideario de Gabino Barreda que marcaría al Porfiriato: "Orden y progreso"; en la educación se delega el avance de la Nación.

2.2 Contenidos de estudio y aspiraciones sociales.

Por lo demás, los contenidos escolares, razón de ser de la enseñanza básica, constituyen un importante indicio de la manera en que la sociedad mexicana daba sentido a su vida. Si durante los tres siglos que duró la Colonia, el mundo se interpretaba a través de las verdades religiosas y la lógica de la salvación, correspondientes a la enseñanza de primeras letras que se realizaba a fines del XVIII, paulatinamente se introducen un sentido de utilidad en el aprendizaje integrando rudimentos de lectura, de escritura y de cálculo, así como aquello que tuviera que ver con el comportamiento moral y civil (1826, 1827), con la costura y el bordado para las niñas y el dibujo para los niños. 1857, con el triunfo de los liberales, marca un parteaguas en el que la historia sagrada y el catecismo religioso desaparecen como contenidos escolares.

La percepción del mundo a través de la ciencia y de las verdades positivas que poco a poco se irían imponiendo, así como el desarrollo de una conciencia cívica y nacional, que tendía al amor a la patria y a sus instituciones, y una concepción integral del desarrollo humano, amplió el espectro de materias de estudio entre las que se introducirán la instrucción moral y cívica, lengua nacional (escritura y lectura), lecciones de cosas, aritmética, ciencias físicas y naturales, geometría, geografía, historia, dibujo, canto, gimnasia, labores manuales, como quedó establecido para el plan de estudios de la escuela básica primaria en el Primer Congreso Pedagógico de fines del Porfiriato. [MCT 704] Este espectro de contenidos se venía bosquejando desde décadas atrás, como lo señala DÍAZ COVARRUBIAS en su informe de instrucción pública:

La tendencia a ampliar las materias de enseñanza en las escuelas primarias, que no merece sin duda alguna una sola palabra de censura, es moderna y aconsejada por el rápido progreso de las ciencias, muchos de cuyos principios pueden y aun deben estar ya en el dominio universal. La idea antigua de la instrucción primaria tenía que limitarse a lo que era indispensable para constituir al hombre en ser verdaderamente social y prácticamente racional, despertando sus facultades intelectuales y cultivando sus inclinaciones afectivas. [MCT 705]
También resulta significativo, en cuanto a concepción del mundo y de la vida, el hecho de que las familias acomodadas desde finales del XVIII y durante todo el siglo XIX, a través del recurso de maestros particulares en calidad de institutores y preceptores, tuvieran particular interés en introducir, sobre todo a sus hijas, en los comportamientos más refinados que comprendían desde normas de urbanidad hasta "idiomas, pintura, dibujo, baile y música [...] caligrafía". [MCT 706]

Ahora bien, el hecho de que la modernidad se orientara a establecer un nuevo orden social implicaba, a la vez, una cuidadosa geografía del control para fomentarlo o, en su caso, para conservarlo. En lo que se refiere a la escuela rudimentaria, ¿cuáles fueron las tecnologías del orden que se pusieron en marcha?

2.3 Tecnologías del orden.

La disciplina resulta ser una de las prácticas de tal manera inherentes a la vida escolar, que es difícil pensarla fuera de este contexto que le da un sentido educativo; sin embargo, ésta nace en el espacio de las órdenes religiosas y las prácticas de los conventos, como un instrumento para dominar las pasiones y los pensamientos. En sus inicios es un instrumento hecho de cuerdas y a veces con alambres, se empleaba para azotarse, como penitencia. La disciplina escolar también nos remite al sometimiento del comportamiento de los escolares a las normas establecidas, a la sanción de todo lo que se considerara una falta, al estímulo de lo que se tenía por conducta valiosa y deseable. En su significado de origen, también se empleó en las escuelas de finales del XVIII y principios del XIX, según consta en algunos relatos autobiográficos que describen los implementos de castigo en uso: "Acá hay disciplinas, y de alambre, que arrancan los pedazos; hay palmetas, orejas de burro, cormas, grillos y mil cosas feas [...]". [MCT 707]

El recurso al castigo físico era una de las prácticas más favorecidas; la experiencia que nos relata el Periquillo Sarniento era de lo más común:

Tal era mi nuevo preceptor, de cuya boca se había desterrado la risa para siempre [...]. Era de aquellos que llevan como infalible el cruel y vulgar axioma de que la letra con sangre entra, y bajo este sistema era muy raro el día que no me atormentaba. La disciplina, la palmeta, las orejas de burro y todos los instrumentos punitorios estaban en continuo movimiento sobre nosotros; y yo, que iba lleno de vicios, sufría más que ninguno de mis condiscípulos los rigores del castigo. [...] cuando iba o me llevaban a la escuela, ya entraba ocupado de un temor imponderable; con esto mi mano trémula y mi lengua balbuciente ni podían formar un renglón bueno ni articular una palabra en su lugar. Todo lo erraba, no por falta de aplicación, sino por sobra de miedo. A mis yerros seguían los azotes, a los azotes más miedo, y a más miedo más torpeza en mi mano y en mi lengua, la que me granjeaba más castigo". [MCT 708]
Y si bien las Cortes de Cádiz prohiben los castigos físicos en 1813, su uso se prolongó hasta entrada la segunda mitad del siglo XIX; la propia Compañía Lancasteriana los establecía en su reglamento, aunque también es cierto que tenía otros dispositivos para conservar el orden en la escuela, tales como la cuidadosa organización de las actividades y los tiempos de los alumnos, ya señalada por Lancaster -"Cuidar de que todos los discípulos en la escuela tengan algo útil qué hacer y un motivo para hacerlo"-. En estas escuelas se aplicaría también un sistema de premios y castigos para fomentar el aprovechamiento y el comportamiento de los escolares que era de esperarse; de este modo, se empleaban tarjetas conocidas 'divisa de mérito', que destacaban lo que se consideraban cualidades: aplicación, aprovechamiento y demás; que se complementaban con las de castigo, que señalaban los déficit: desaplicación, desaseo, descuido, traducidos a calificativos peyorativos. Uno de los mayores estímulos para los escolares constituía en llegar a ser monitores.

Las prácticas disciplinarias en la escuela, para el último cuarto del siglo XIX, no habían cambiado sustancialmente; se seguían empleando los azotes, el encierro en los calabozos o cuartos aislados, el retrasar el horario de los alimentos, etc. PROTASIO TAGLE planteó algunas medidas menos lesionantes, tales como "amonestación en público o en privado, expulsión de clases por un día; en asuntos graves el maestro debía consultar al director [...]. Los directores quedaban facultados para expulsar en forma temporal o definitiva según lo requiriera el asunto". [MCT 709]

Una de las disposiciones más avanzadas al respecto, es el Reglamento de las Escuelas Nacionales Primarias de Diciembre de 1896, que estableció: "En ningún caso se aplicarán en las escuelas oficiales o particulares, castigos que degraden o envilezcan a los niños". [MCT 710]

Las correcciones deseables, sin embargo, siguieron centradas en el sistema de premios y castigos, sancionando las faltas y estimulando el aprovechamiento, la puntualidad, la limpieza, la buena conducta. Esto dio origen, además, a la demostración de conocimientos a través de los exámenes cuyos resultados eran registrados en calificaciones y premiados de diversa manera: con regalos, con monedas, con diplomas. Para 1889 los alumnos que concluían bien la escuela primaria, recibían una boleta.

Es importante señalar que las medidas de orden y corrección que formaban parte de la realidad cotidiana de las escuelas no distaban del trato, muy generalizado por cierto en amplios sectores de la población, de que eran objeto los niños mexicanos y de otras latitudes. Un indicador de esta situación, lo constituye el concurso sobre testimonios de maltrato infantil, abierto por la Facultad Política de la Universidad de Zurich, Suiza, en los siguientes términos:

Se ofrecen premios de 2'000 francos a la mejor memoria sobre los malos tratos a los niños por las personas encargadas de su custodia, y otra cantidad igual para premiar los trabajos relativos al trabajo excesivo de los niños impuestos por personas responsables de su cuidado o extraños a quienes hayan sido confiados. Serán preferidos los informes de los maestros de escuela y pueden presentarse escritos en Inglés, Francés, Alemán o Italiano. [MCT 711]

2.4 Método y sistema.

Los otros grandes dispositivos que sirvieron para organizar la vida escolar en sus diversos aspectos son el método y el sistema, cuyos deslizamientos semánticos durante el período que abordamos en este texto, resultan particularmente significativos no sólo de la construcción de la escuela básica mexicana, sino de la misma disposición del sistema educativo nacional, sumum de los procesos de escolarización que la modernización de la sociedad mexicana construía día con día.

Una de las observaciones tempranas y recurrentes -al final de la Colonia- con la que autoridades y padres de familia valoraban la eficacia-ineficacia de los maestros, es precisamente la de su falta de sistema o método. Las quejas y las críticas de autoridades y padres de familia al respecto son constantes por la carencia de los criterios mínimos para la organización de los alumnos, para la selección de actividades y su distribución, para enseñar unos contenidos dados, para establecer orden en la vida escolar, la presencia o ausencia de método.

Las imágenes por las que transita la vida de las escuelas, aunada a la preparación de los maestros, establecen un parteaguas entre los maestros supuestamente preparados para su función y los maestros que carecen de elementos para hacerlo; unos desconocen cómo dirigir a los niños y jóvenes y mantener las mínimas condiciones para enseñarles algo, en tanto que los otros saben cómo hacerlo, pues manejan el método o sistema para organizar a los escolares y disponer lo que hay que aprender. De tal modo, el parámetro para ponderar el curso de la vida escolar es, pues, el orden o bien el desorden.

En este sentido, uno de los criterios tempranos de organización de los alumnos es el de su clasificación en secciones o grupos con fines de enseñanza, que dará lugar a diversos sistemas que se van imponiendo y combinando en el curso de las décadas. Uno de ellos, vinculado con el Virreinato de la Nueva España, era el individual, de uso común en las Amigas, donde la maestra atendía a un niño por vez -y se desentendía de todos los demás-; empleaba la Cartilla o Silabario para uso de las escuelas- sistema de lectura utilizado desde la Colonia hasta mediados del XIX- con la cual, a la vez, le enseñaba letra por letra, sílaba por sílaba, hasta formar palabras, y el Catecismo del Padre Ripalda para instruir en las verdades religiosas. Otro sistema que supera algunas deficiencias del individual, es el sistema simultáneo, siguiendo el modelo de los Escolapios, cuyo desarrollo se basa en la organización de dos secciones o grupos de niños, unos dedicados a la lectura y otros a la escritura sucesivamente, pues hasta que no dominaban los contenidos de una sección, no pasaban a la otra.

Un avance importante en este sentido lo representó el sistema de enseñanza mutua o Sistema Lancasteriano, atribuido principalmente a Bell y Lancaster, [MCT 712] como una solución a las necesidades de enseñanza y la carencia de maestros para atender a una población que iba en aumento. En él encontramos importantes principios de organización de la escuela que, si bien recogen experiencias anteriores dispersas, aportan otros elementos de orden: el maestro trabaja con instructores o monitores que selecciona, y entrena, de entre los alumnos más aventajados quienes, a su vez, se hacen cargo de grupos de diez escolares, que se llamaban decuriones; asimismo, los contenidos de enseñanza -lectura, escritura, aritmética y doctrina cristiana- se abordan de manera simultánea en el tiempo dedicado a la escuela, y no sucesiva como antes, con una novedad más: los alumnos formaban parte de diferentes grupos o secciones de acuerdo al aprovechamiento que fueran logrando en cada uno de los contenidos. El sistema lancasteriano es capaz de atender a numerosos alumnos en perfecto orden y silencio, lo cual se obtiene con una constante actividad de modo que no se distraigan ni se aburran, con órdenes constantes y muy precisas para efectuar los desplazamientos en el local y con una distribución de actividades y tiempos muy meticulosa, que constituiría, de hecho, la primera tabla de horarios escolares. Si tenemos presente que la Compañía Lancasteriana organizó la instrucción pública del país casi durante todo el siglo XIX, podemos comprender que muchas de las críticas que tuvo este sistema proceden de fin de siglo de los pedagogos reconocidos tales como ABRAHAM CASTELLANOS y ENRIQUE RÉBSAMEN entre otros. [MCT 713]

El sistema simultáneo o colectivo, más avanzado que el que arriba mencioné, preveía que el maestro tenía la capacidad de atender a todos los escolares que aprendían todos los contenidos juntos. En la medida en que avanzó el siglo XIX y los maestros se prepararon más, se impuso este sistema pero partiendo del la base de que los escolares se clasificaban en grupos homogéneos en relación con la edad y los contenidos que manejaban. El maestro distribuía su atención entre cada grupo mientras que los demás realizaban otras actividades. Este sistema fue aprobado por el Primer Congreso Pedagógico. [MCT 714]

En este mismo sentido de sistema, pues, se va haciendo cada vez más necesaria la clasificación de los escolares y su disposición de grupos o clases articuladas en un todo, que será la arquitectura de lo que conocemos como sistema educativo nacional, acorde con las concepciones positivistas que se fueron imponiendo hacia la segunda mitad del XIX, cuyo bosquejo temprano ya lo encontramos en el proyecto de 1827 para organizar la enseñanza en "tres partes" [MCT 715] referidas a lo que hoy llamaríamos niveles. La labor de la Compañía Lancasteriana, a lo largo de las décadas que colaboró con la educación pública, contribuyó a regular y a uniformar las prácticas escolares.

Por su parte el uso temprano del método aparece vinculado con los exámenes practicados por el Gremio de Maestros para otorgar licencias para enseñar. Ya desde entonces, uno de sus principales significados se refiere a la disposición de las condiciones necesarias para la buena marcha de la instrucción y se transforma en uno de los principales parámetros para valorar la enseñanza. Por lo general, el método se define en relación con particulares contenidos o materias de aprendizaje. Así, se transita por diversos momentos que amplían el espectro de posibilidades en relación con el enriquecimiento de los contenidos de enseñanza y van particularizando y sistematizando las experiencias en determinados campos. Me explico: a lo largo del período que abordamos en este texto, podemos distinguir dos grandes tendencias en relación con este campo de problemas: podemos afirmar que desde finales del siglo XVIII hasta el inicio del Porfiriato (1876) domina lo que pudiéramos llamar método antiguo, que se caracteriza por prácticas repetitivas, contenidos memorísticos e imitación de modelos, que fomentaban el sentido de autoridad, la obediencia, la docilidad. Sin embargo, el marcar ciertos principios de organización en la marcha de la enseñanza, no nos debe hacer perder de vista las particularidades y avances en cada campo de contenidos que se van sucediendo a lo largo del siglo. Por ejemplo, en relación con los métodos de lectura, en 1820 se da un cambio importante en la medida en que los maestros van optando por el silabeo en vez del deletreo. [MCT 716] Respecto a esta tendencia que dominó el escenario de la vida escolar durante tantas décadas, resulta sugerente escuchar a Porfirio Díaz, hacia 1896, refiriéndose a los cambios recientes según los cuales "los métodos anticuados y rutinarios que hace aún ocho años se practicaban en la inmensa mayoría de las escuelas públicas, se han substituido con una sola tendencia uniforme y dominadora y un método superior y racional". [MCT 717]

La otra gran tendencia que florece durante el Porfiriato, cristaliza en el método de enseñanza objetiva y en las lecciones de cosas, antídoto contra el verbalismo de las lecciones orales. Para ello, diversas aportaciones se conjugan, entre las que se cuenta la influencia positivista de Barreda, que recoge los avances científicos de la época, como lo expresa Díaz Covarrubias:

A esta necesidad que hoy siente el mundo moderno, el mundo del trabajo, de la industria y de la influencia definitiva de las ciencias positivas, corresponde la nueva faz que está tomando la instrucción primaria con el sistema conocido bajo el nombre de Lecciones sobre las cosas". [MCT 718]
Asimismo, los desarrollos de la psicología evolutiva, de la higiene escolar, de la psicopedagogía y las innovaciones de los afamados pedagogos del tercer tercio del XIX radicados en Veracruz, entre los que se cuentan ENRIQUE LAUBSCHER, Enrique Rébsamen y CARLOS A. CARRILLO, sólo por mencionar algunos, que introducen al país las teorías de Comenio, Froebel, Pestalozzi, Rousseau, Herbart, Spencer, entre otros, reconocen como principio de toda enseñanza la manera en que se realiza el aprendizaje: "El conocimiento del mundo material lo adquirimos por medio de nuestros sentidos. Los objetos y diversos fenómenos del mundo exterior, son la materia sobre la que primeramente se ejercitan nuestras facultades". [MCT 719]

A partir de ello, se pondrán en juego muchos otros principios relacionados con la buena marcha de la enseñanza:

La marcha natural de la educación es de lo simple a lo complejo; de lo conocido a lo correspondiente desconocido; de los hechos a las causas; cosas antes que nombres, ideas antes que palabras; elementos antes que
reglas". [MCT 720]
Por otra parte, los problemas del método también se expresan en los textos escolares favorecidos por diversos motivos, puesto que muchas veces su difusión dependía de la influencia de los usos europeos en boga y las concesiones locales para su publicación, en tanto que otras estaban directamente prohibidos por las autoridades religiosas o civiles, también constituyeron otra de las expresiones y opciones en relación con el método, pues el autor vertía ahí una determinada forma de transmitir conocimientos. Sin ir más lejos, los catecismos y las cartillas, si bien su uso temprano procede de la Colonia en relación con los contenidos mínimos de doctrina religiosa y rudimentos de lectura, como ya lo señalábamos, también es cierto que, avanzando los siglos constituyeron un recurso para poner a disposición de grandes sectores de población diversos contenidos presentados en sus aspectos más elementales. El método que ahí se sigue indudablemente es repetitivo, memorístico y basado en la autoridad, acorde con los valores que se fomentaban. Otro ejemplo, lo tenemos en los diversos métodos de lectura, no exentos de polémicas, que se concentraron en los textos de autores tales como Enrique Rébsamen, Luis G. Mantilla, GREGORIO TORRES QUINTERO, etc., o bien en relación con el caso de la enseñanza de la historia, también motivo de debate, a través de los textos del propio Rébsamen, de Guillermo Prieto, de Justo Sierra.

Finalmente, puede decirse que en las nociones de método y sistema se inscriben las aspiraciones, inicialmente de los ilustrados liberales y posteriormente de los científicos positivistas, para darle uniformidad a la enseñanza a través de los contenidos y su organización, de los procesos seguidos en su desarrollo, de los implementos y útiles -entre los que se incluyeron los libros de texto desde finales del XIX-, de la distribución de tiempos y actividades, de la valoración de resultados, del sistema de estímulos y castigos. A la legislación y los reglamentos respectivos correspondería normarla y dar juego a las particularidades de cada región, siempre en medio de los vaivenes y polémicas del centralismo y el federalismo.

Todos los debates, reflexiones y medidas que se dieron en torno a la uniformidad de la enseñanza a lo largo del XIX, implicarían la gestión de las autoridades en turno -Iglesia, Cabildo, Ayuntamiento, Municipio, Estado- para asumir las riendas de lo que se enseñaba, de cómo se enseñaba y de quién lo enseñaba para decidir sobre ello.

2.5 Inspectores.

Estas disposiciones, orientadas a regular y a darle organicidad a las prácticas educativas, eran acordes por lo demás con la vocación universalista del espíritu ilustrado y se erigieron en la máxima aspiración de la República: la unidad nacional se podría lograr a partir de la uniformidad de la enseñanza que permitiría superar las diferencias y desigualdades. Estos propósitos desde muy temprano requirieron de un sistema de vigilancia no sólo de los maestros sobre los educandos, expresión de las tecnologías del orden, que se implementó a partir de la figura del Cuerpo Inspector de las escuelas (1827). La vigilancia y control se ejercería no sólo por parte del maestro hacia los instructores, ni de los instructores hacia los escolares, sino de las autoridades escolares hacia los maestros para reconocer las condiciones en que trabajaban, su desempeño, los métodos que empleaban, la disciplina que administraban, las dificultades y carencias que constataban. Todo esto a partir de un sistema de visitas e intercambio de informes razonados que se van tornando más complejos y más fundamentados cada vez. La figura del inspector fue recreada a partir de la Ley reglamentaria de instrucción obligatoria (1891), que preveía la creación de un Consejo Superior de Instrucción Primaria que vigilaría la marcha técnica y administrativa de las escuelas a través de un cuerpo de inspectores. [MCT 721]

Las diversas tecnologías del orden aportaron experiencias y reflexiones que dieron lugar a la construcción de saberes especializados en relación con la escuela como bien público, con sus actores, con sus prácticas cotidianas, que se conocerán genéricamente como pedagogía moderna, uno de los frutos más preciados del siglo XIX que al Porfiriato le correspondió el mérito de cosechar. No por casualidad la profesión de maestro de escuela elemental fue una de las más estimuladas y valoradas durante el Porfiriato[MCT 722] de manera directamente proporcional al auge de la llamada época de oro de la escuela elemental; del mismo modo, la vocación educadora que maduró en esta época dio lugar a una pléyade de educadores de diversas profesiones y ocupaciones: periodistas, literatos, médicos, abogados, hombres de Estado.

A modo de Conclusión:

Los primeros pasos en la educación popular mexicana se dieron desde la perspectiva de la enseñanza religiosa; sobre el esfuerzo desplegado por los evangelizadores de estas latitudes, se yuxtapondría después el de la civilización ilustrada de los amplios sectores de la población mexicana, que es el ambiente en el que la escuela básica construye los rasgos que la definen como tal y en el que adquiere un lugar privilegiado en la vida de la sociedad. Puede decirse que en el transcurso del siglo XIX la escuela de primeras letras transita, grosso modo, de las imágenes desordenadas, caóticas, irregulares y ruidosas de la vida escolar, a las de una escuela dominada por el trabajo, el silencio y el orden, que quiere tener cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa...

Los cambios se sucedieron de manera lenta, casi imperceptible, no exentos de fracturas, de resistencias, de contradicciones y de consecuencias. Sin embargo, la escuela básica del Porfiriato finalmente logró asumir que su tarea, más que instruir, era educar. Laubscher y Rébsamen, Ildefonso Estrada, primero; más adelante Justo Sierra y Ezequiel A. Chávez, coincidirían en que la tarea más importante de la escuela era incidir en el desarrollo integral y armónico del niño; esto es, en el desenvolvimiento de sus aspectos físico, intelectual, moral y estético. [MCT 723]

Éste será el legado del siglo XIX a la escuela primaria de la Revolución Mexicana, pero también le hereda los déficit que, a pesar de grandes esfuerzos, no había logrado superar del todo, tales como la insuficiente atención a la vasta y compleja tarea de la educación indígena y de la escuela rural, que los maestros revolucionarios asumirán como bandera.

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