Siglo XIX y XX

Mar�a Esther Aguirre Lora
Centro de Estudios sobre la Universidad. UNAM.

Balance Historiográfico.

El �mbito de la escuela primaria del siglo XIX ha sido abordado principalmente por historiadores, soci�logos, abogados y pedagogos, desde diversas dimensiones. Ha sido uno de los objetos de estudio m�s frecuentados por su car�cter emblem�tico en relaci�n con la constituci�n de la Naci�n mexicana y la definici�n de los rasgos de nuestra educaci�n p�blica. Muchos de los estudios que existen al respecto se han orientado a explicar la existencia de esta instituci�n tanto desde la perspectiva de la pol�tica y la legislaci�n educativa, como de las reformas y las instituciones que de ello se desprenden; as�, tenemos diversas historias pol�ticas e institucionales, que tratan las transformaciones de la educaci�n elemental como parte del desarrollo general del sistema educativo nacional,[MCT 645] tales como las de Isidro Castillo, [MCT 646] Francisco Larroyo,[MCT 647] Fernando Solana. [MCT 648]

En el curso de los �ltimos veinticinco a�os, el tratamiento de este campo se ha visto influido por las aportaciones de la historia regional y de la historia social y cultural, cuyo impacto se manifiesta en las investigaciones centradas en per�odos espec�ficos de los procesos hist�ricos y en la particularidad de los desarrollos en las distintas regiones del pa�s que hace algunos a�os vienen realizando las comunidades acad�micas de los Estados. Resulta novedoso, en algunos de los textos que se elaboran desde estas nuevas perspectivas y a partir de la indagaci�n en fuentes primarias poco trabajadas, el prop�sito de incursionar en el mundo cotidiano de la escuela y no limitarse a los aspectos exteriores y normativos que propician su concreci�n. En este contexto se da el fecundo trabajo del Seminario de historia de la educaci�n del Colegio de M�xico, coordinado por Josefina V�zquez,[MCT 649] entre cuyas aportaciones para el campo de estudio que nos ocupa, se encuentran las obras de Dorothy Tanck, [MCT 650] de Anne Staples,[MCT 651] de M�lada Bazant [MCT 652] y de la propia Josefina V�zquez,[MCT 653] que abordan directa e indirectamente el estudio de la escuela primaria durante el siglo XIX. Este repertorio constituye uno de los tr�nsitos obligados para los estudiosos del tema.

Abordada en relaci�n con los proyectos y la normatividad que ha de regular en M�xico los prop�sitos y las funciones de la escuela p�blica en general, fruto tambi�n de un Seminario sobre Filosof�a de la Educaci�n en M�xico coordinado por Ernesto Meneses Morales desde 1981 con sede en la Universidad Iberoamericana, tenemos un volumen rico en informaci�n: Tendencias educativas oficiales en M�xico, 1821-1911[MCT 654]; D�az Zerme�o, por su parte, aborda el estudio de la escuela primaria incursionando en leyes y reglamentos que contrasta con la realidad educativa de la Ciudad de M�xico. [MCT 655]

Desde la perspectiva de la sociolog�a hist�rica, Tenti, [MCT 656] apoyado en la teor�a de los campos y la lucha de los actores por el capital cultural del soci�logo de la cultura Pierre Bourdieu, nos explica la configuraci�n del Estado Educador y el tejido social que subyace en la institucionalizaci�n de la educaci�n b�sica de los siglos XIX y XX, las luchas por la profesionalizaci�n del magisterio y la g�nesis de la pedagog�a mexicana. En relaci�n particularmente con las vicisitudes de la profesi�n docente resulta sugerente el libro de Galv�n,[MCT 657] referido al Porfiriato; el de Arnaut,[MCT 658] a los siglos XIX y XX.

Entre los libros m�s recientes que trabajan el tema, reconstruy�ndolo a partir del Porfiriato, puede mencionarse el de Mart�nez Jim�nez, [MCT 659] que, adem�s de una apreciaci�n cr�tica sobre el desarrollo de la escuela primaria, ofrece al lector un valioso material estad�stico.

Las fuentes sobre el campo se enriquecen con el rubro de las memorias de instrucci�n p�blica, cuyo prop�sito es sistematizar la informaci�n sobre el estado de la educaci�n p�blica, analizando logros y tareas pendientes, como la de JOS� D�AZ COVARRUBIAS. [MCT 660]

Por otra parte, tambi�n el �mbito de la literatura costumbrista y los relatos autobiogr�ficos resulta una fuente rica de informaci�n que nos comunica algunos cuadros sobre la vida escolar del siglo XIX; al respecto podemos mencionar a Fern�ndez de Lizardi, [MCT 661] a Prieto,[MCT 662] a Garc�a Cubas. [MCT 663]

Entre otros textos que aportan elementos para comprender las atm�sferas del siglo XIX, sus contextos, sus preocupaciones, sus proyectos, sus pol�micas, en medio de las cuales toma forma la educaci�n primaria de esos siglos, tenemos los de Zea, [MCT 664] O'Gorman, [MCT 665] y otros muchos.

Habituados como estamos a pensar la escuela primaria en los t�rminos en que hoy la conocemos, es decir, en un espacio espec�fico, con una distribuci�n de tiempo apropiado, con grupos de alumnos de edades similares, con uno o m�s profesores preparados para ejercer esa actividad, con planes y programas de estudio c�clicos, se suele olvidar que esta instituci�n no ha existido como tal desde siempre y que han sido las sociedades en un momento hist�rico dado las que han ido construyendo su identidad. La educaci�n elemental es una de las instituciones m�s preciadas a las sociedades occidentales en la que convergen tanto el movimiento intelectual que conocemos como Ilustraci�n o Iluminismo, que cifra en la Raz�n el mejoramiento de la vida de los seres humanos, como la Modernidad, es decir, el amplio despliegue de un nuevo orden social del que emergen nuevas formas de relaci�n social reguladas por las instituciones del Estado Moderno. Las sociedades occidentales en general, y la sociedad mexicana en particular influida por aqu�llas, se desplazan de la cosmovisi�n teoc�ntrica a la cosmovisi�n secularizada, transici�n con implicaciones diversas y complejas en la trama de la vida social, econ�mica, cultural y educativa. En este contexto, la escuela primaria deviene el resultado de las formas particulares de racionalidad y regulaci�n social, de sistemas espec�ficos de ideas que se empiezan a perfilar en Europa desde el temprano siglo XVI y se definen con mayor nitidez en el curso del siglo XIX.

La configuraci�n de la escuela b�sica mexicana a lo largo del siglo XIX nos aproxima a los modos en que a las sociedades ilustradas, primero novohispanas, despu�s mexicanas, les es dable pensar y pensarse, a los nuevos idearios y par�metros que establecen en torno a su ser social y a los sentidos de su actuaci�n en el mundo, a la apertura de sus posibilidades y tambi�n a sus l�mites, a la luminosidad de sus proyectos pero tambi�n a las zonas oscuras de lo que queda fuera de ellos.

Es necesario subrayar que Ilustraci�n y Modernidad no se expresaron como un solo proyecto, como un ideario unitario, sin fracturas, sino que m�s bien se trata de una pluralidad de expresiones que comparten algunas creencias, que plantean algunas consignas semejantes, que difieren en sus orientaciones y en sus modos de realizaci�n. En el caso mexicano tenemos, adem�s de la diversidad de origen de estos movimientos, la apropiaci�n que de ellos hacen los c�rculos de letrados criollos, mestizos y peninsulares, la pugnas entre liberales y conservadores, entre centralistas y federalistas, entre mon�rquicos y republicanos. Todo esto se refracta en la noci�n de escuela b�sica que se quiere impulsar y en sus sucesivas transformaciones.

Ahora bien, sin desconocer que hace ya algunas d�cadas se han integrado al campo de la educaci�n las aportaciones de la historia regional, que abunda en el desarrollo de cada regi�n del pa�s, en la particularidad de sus ritmos y procesos, el prop�sito central de este texto es ofrecer al lector un panorama general de la constituci�n de la escuela primaria mexicana a lo largo del siglo XIX se�alando, de manera general, las tendencias, las vicisitudes y los n�cleos de problemas que confronta.

Para ello, en el arco de tiempo que abordo fijo el punto de partida en la sociedad novohispana de 1780, en tanto que el punto de llegada lo marco alrededor de 1890; el primer momento resulta particularmente significativo para nuestro objeto de estudio ya que hacia esa fecha la Corona de Espa�a da curso a una serie de reformas ilustradas en M�xico, en tanto que la segunda fecha marca la realizaci�n de los Congresos Nacionales de Instrucci�n donde se consolida el planteamiento de lo que ser� la escuela p�blica en nuestro pa�s en las sucesivas d�cadas del siglo XX. Entre una fecha y otra transitamos del proyecto ilustrado impulsado desde Espa�a por las Reformas Borb�nicas (1750-1780), que impactar�an a la sociedad novohispana hacia el �ltimo cuarto del siglo XVIII abriendo el horizonte de la cultura y la educaci�n, al proyecto alentado por los positivistas mexicanos.

El siglo XIX mexicano, como sabemos es un per�odo sumamente accidentado; la primera mitad est� poblada de levantamientos, de invasiones, de p�rdidas territoriales, de inestabilidad pol�tica. De escasez, de saqueos, de desastres naturales, de enfermedades y de epidemias. A la complejidad de la poblaci�n y de la diversidad de sus culturas, se a�na la extensi�n del pa�s y las dificultades de comunicaci�n, los vaivenes de su econom�a. En el �ltimo tercio del XIX, se logra una relativa estabilidad -la paz porfiriana-, un mejoramiento relativo de las condiciones de vida impulsado por el industrialismo incipiente y un ambiente favorable para el desarrollo de c�rculos intelectuales y las aportaciones culturales de sectores medios altos, que marcan la condici�n de la escuela b�sica como una instituci�n fundamentalmente urbana.

Entre el punto de partida y el de llegada del arco hist�rico que se�al�, en diversos aspectos de la educaci�n b�sica se suceden infinitas transformaciones, casi imperceptibles, en el orden de las ideas y de las pr�cticas escolares, indicios de la manera en que diversas esferas sociales encaran el problema de la formaci�n popular; se formulan problemas y se da curso a elaboraciones te�ricas desde el anonimato de la vida diaria en las escuelas, fermento que cristaliza en momentos particulares, en realizaciones concretas que por momentos resultan sorprendentemente espectaculares. Ambas fechas, en la que inicia y en la que concluye este texto, est�n atravesadas por un movimiento en espiral que ofrece la sensaci�n de avance en el orden de las ideas educativas, por las paradojas y las apor�as en las realizaciones educativas concretas... En medio de todo ello la sociedad mexicana aprendi� a darle nombre a su escuela primaria, a conceptualizar cada una de sus facetas y de sus procesos, a reconocer a cada uno de los actores que participan en ella.

A continuaci�n explicar� algunos de los aspectos m�s relevantes de este proceso.

1. La Escuela primaria, un espacio acotado.

La noci�n de escuela, del lat�n schola que heredamos por v�a del Virreinato de la Nueva Espa�a, como instituci�n es muy antigua. Ya en los textos latinos, de Cicer�n, aparece como el tiempo de descanso que se destina al estudio o bien a alguna otra ocupaci�n literaria y art�stica; en el siglo VIII Alcuino la refiere al espacio relativamente libre que integraba a un grupo de intelectuales con fines de ense�anza o bien de realizaci�n de otras tareas culturales vinculadas con el artesanado; ya en el siglo XIII la encontramos definida por Alfonso X, como "ayuntamiento de maestros et de escolares que es fecho en algunt logar con voluntad et con entendimiento de aprender los saberes". [MCT 666] Sin embargo, a pesar de las sucesivas transformaciones de esta noci�n, en ella persisten sus componentes ineludibles: personas reunidas en un lugar determinado que se vinculan entre s� mediante un determinado saber.

1.1 Diversos tipos de escuelas de primeras letras.

En el caso de M�xico las instituciones inician un paulatino proceso de modernizaci�n hacia el �ltimo cuarto del siglo XVIII, impulsado tanto por la voluntad de la Corona Espa�ola como proyecci�n de las Reformas Borb�nicas, como por las condiciones locales, que poco a poco definir�n el contorno de la escuela primaria como una de las instituciones privilegiadas en el �mbito del Estado Moderno que, resulta interesante hacerlo notar, surge principalmente de la soluci�n que se le dar�a a las escuelas de primeras letras de los ni�os pobres en contraposici�n con otras ofertas educativas que proced�an de iniciativas particulares.

El siglo XVII hab�a presenciado otros modelos educativos que recogieron las experiencias y las vivencias de la vida de la comunidad inmediata al ni�o, integrada no s�lo por sus padres sino tambi�n por otros parientes, por vecinos, por amigos, donde el ni�o y la ni�a aprend�an a ser uno m�s de ellos y a sobrevivir asimilando respectivamente las ocupaciones del padre y de la madre, la de los adultos del propio g�nero. La educaci�n del pueblo se llevaba a cabo en espacios abiertos, en el terreno de lo que hoy llamar�amos educaci�n no formal. A ella se integraba la intervenci�n de la Iglesia que, fiel a su misi�n pastoral fortalecida por el Concilio de Trento, se ocupaba de impartir a ni�os y j�venes la doctrina cristiana en espacios m�s delimitados, m�s cercanos a los de la educaci�n formal. [MCT 667] Como una opci�n m�s para los ni�os cuyos padres pod�an hacerlo, estaban las escuelas particulares de los preceptores del gremio, donde se aprend�a algo de lectura y de escritura. Como un dato curioso me parece interesante se�alar que una de las expresiones m�s frecuentes en nuestro vocabulario cotidiano tiene su origen en una de las pr�cticas que ah� exist�an, ya muy consolidada para 1786: los maestros agremiados estaban habituados, cuando los alumnos no ten�an con qu� pagar sus ense�anzas -algunos de ellos subsist�an realizando tareas sencillas por las que obten�an alguna remuneraci�n-, aceptaban gratuitamente a los ni�os de balde. [MCT 668]

Hacia las dos �ltimas d�cadas del siglo XVIII, 1782 para ser m�s precisos, el Ayuntamiento se muestra interesado por la "fundaci�n de escuelas gratuitas de primeras letras que ser�an sostenidas por el municipio y ubicadas en las partes pobres de la ciudad" [MCT 669] y as� se ir�n perfilando las escuelas de primeras letras, orientadas al aprendizaje de la doctrina, de la lectura, la escritura y el c�lculo. Para entonces podemos apreciar diversos tipos de escuelas en las que contin�a siendo determinante la participaci�n de la Iglesia, situaci�n que, por lo dem�s, no era vista con malos ojos por el Ayuntamiento y los poderes locales quienes, incluso, instaban a los religiosos a que cumplieran con sus deberes y las establecieran en diversas zonas. Finaliza ese siglo con las siguientes modalidades: 1. Escuelas gratuitas, dependientes de conventos y parroquias; estas �ltimas se conocer�an como escuelas p�as[MCT 670] y har�an las veces de escuelas de caridad atendiendo gratuitamente a los vagos, a los hijos de las viudas y otros; 2. Escuelas gratuitas, financiadas con recursos procedentes de sociedades de beneficencia; 3. Escuelas gratuitas, para ni�os y para ni�as por separado, financiadas por Ayuntamiento y municipios; 4. Escuelas particulares, a cargo de maestros autorizados por el gremio; 5. Amigas p�blicas gratuitas, para ni�as de escasos recursos, a cargo de laicos organizados en cofrad�as; 6. Amigas particulares, donde una mujer proporcionaba algunos rudimentos de religi�n, a veces de lectura, y cuidaba a ni�os muy peque�os y a las ni�as;[MCT 671] 7. Escuelas de castellano, establecidas en las parcialidades o pueblos de indios y financiadas por el gobierno civil. [MCT 672]

Y si a finales del siglo XVIII proliferaban las escuelas particulares en comparaci�n con las gratuitas, en el curso del siglo XIX, en la medida en que se va definiendo y consolidando la oferta de escuela p�blica la balanza se inclinar� hacia el otro lado. Si en 1844, JOAQU�N BARANDA reconoce: 1. Escuelas conventuales, a cargo de los franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios; 2. Escuelas dependientes de los Colegios Mayores; 3. Escuelas p�blicas, sostenidas por fondos p�blicos de diferentes fuentes de la sociedad, [MCT 673] al aproximarse el fin del siglo, los tipos de escuelas eran: 1. Escuelas p�blicas, establecidas en ciudades o bien en zonas rurales; 2. Escuelas particulares, fueran laicas o bien religiosas, pero que, evidentemente, quedaron opacadas por lo compacto del proyecto de la educaci�n primaria nacional.

�Qu� es lo que aconteci� en el curso de ese siglo para que la sociedad definiera la escuela en la que quer�a y pod�a formar a sus ciudadanos, una escuela a la altura de su destino como Naci�n?

Indudablemente, en el largo camino hacia la modernidad, los mexicanos -ya no criollos, mestizos, ni indios- se fueron percibiendo desde nuevos lugares, con otras exigencias y otros proyectos; �ste fue el impulso que se proyect� a la renovaci�n de sus instituciones; en �l se funda la l�gica propia de la escuela primaria como instituci�n moderna, consecuente con el moderno Estado mexicano. Desde ah� recrear� sus atributos y con ello, sus exigencias y su lugar en la sociedad; ganar� en complejidad y tambi�n en la especializaci�n de sus discursos y de sus pr�cticas. Y esto lo podemos seguir en sus transformaciones, a partir de diversos indicios; uno de ellos es el espacio f�sico que la alberga.

1.2 El espacio escolar.

La escuela, como instituci�n, no es un espacio abierto; procede a partir de sucesivas acotaciones. Una de las m�s evidentes es la del lugar en que lleva a cabo sus funciones.

Los a�os que se suceden entre 1780 y 1836, diversos documentos que ata�en a la Instrucci�n P�blica revelan que la construcci�n de edificios escolares no se manifest� como una necesidad. Para tal efecto se adaptaron todo tipo de locales: iglesias, conventos, habitaciones de las viviendas, cuartos de las vecindades, hospitales abandonados. Muchas veces sin las m�nimas condiciones de luz y ventilaci�n y, ni por asomo, servicios sanitarios. [MCT 674]En este contexto representaron un avance primero las Escuelas P�as, que dispon�an de dos locales pensados ex profeso, uno para la lectura, equipado con grader�a, y otro para la escritura, amueblado con mesabancos, donde los alumnos pasaban de una habitaci�n a otra en la medida en que dominaban las habilidades que ah� les ense�aban, tard�ranse los meses o los a�os que se tardaran para ello. En realidad cada habitaci�n constitu�a una escuela en s� misma o una clase, pues ya planteaba un incipiente principio de distribuci�n del espacio relacionado con el aprendizaje a realizar que romp�a con el modelo de ense�anza individual.

El otro avance lo representan las Escuelas Lancasterianas,[MCT 675] que hac�a 1820 introducen un nuevo sistema de ense�anza cuya aplicaci�n requer�a de una sala espaciosa capaz de albergar a doscientos o m�s escolares distribuidos en largas mesas y bancos de diez en diez. En el local, adem�s del mobiliario, a lo largo de la sala quedaban espaciosos corredores donde los mismos grupos de diez alumnos con su monitor se reun�an en semic�rculos para llevar a cabo diversos ejercicios de lectura o c�lculo. Este modelo de escuela se impuso casi durante todo el siglo XIX, si tomamos en cuenta que la Compa��a Lancasteriana impact� de manera decisiva la educaci�n elemental del pa�s de 1822 a 1890, primero como asociaci�n privada que ofrec�a instrucci�n b�sica gratuitamente; despu�s, a partir de 1842, colaborando directamente con el gobierno, pues se le deleg� la Direcci�n de Instrucci�n Primaria en la Ciudad de M�xico, con una amplia red de subdirectores en los Estados para ponerla en pr�ctica. [MCT 676]

La sociedad mexicana se mostr� cada vez m�s sensible al problema de las condiciones f�sicas de la escuela; diversos informes de maestros y visitas de inspecci�n manifiestan esta preocupaci�n en diversos t�rminos que ata�en a las condiciones higi�nicas, a la salud social del ambiente, a las condiciones de seguridad, a las necesidades propias del desarrollo infantil, a las quejas que se acumulan al respecto en diversos sectores de la poblaci�n a lo largo del per�odo que abordamos en este texto. Por otra parte, si en nuestros d�as vemos con naturalidad que las escuelas primarias p�blicas, y la gran mayor�a de las privadas, tengan un edificio propio, la situaci�n del siglo XIX, aun en los momentos de mayores realizaciones te�ricas y de mayor consolidaci�n legislativa, fue muy diferente, pues un alto porcentaje de locales, ya al finalizar el siglo, se alquilaban y no reun�an las m�nimas condiciones para la instrucci�n; algunos se encontraban en tales condiciones de descuido que eran causa de no pocos accidentes. Esto lleg� a representar una fuerte erogaci�n que signific� un problema m�s en cuanto al financiamiento de la instrucci�n p�blica.

Sin lugar a dudas, hacia la �ltima parte del siglo XIX, las agendas de los Congresos de Instrucci�n P�blica manifiestan preocupaciones ya muy definidas en torno al edificio y al mobiliario escolar, debidamente fundamentadas en el conocimiento de la psicolog�a infantil, de la higiene y de otras disciplinas emergentes. El Congreso Higi�nico-Pedag�gico de 1882, planteaba la necesidad de un local construido a prop�sito, independiente de las viviendas o de la casa del maestro como era costumbre, y bien ubicado. Algunos de estos problemas relacionados con las condiciones de los locales que ocupan las escuelas primarias, se vuelven a tratar particularmente en el Primer Congreso Nacional de Instrucci�n P�blica (1889-1990), siempre desde la perspectiva de los avances te�ricos y la abstracci�n de la normatividad, y no desde la perspectiva de lo que realmente suced�a en las escuelas del pa�s. Particularmente ilustrativo en este sentido, resulta uno de los informes del Ayuntamiento de la Ciudad de M�xico, donde el regidor Manuel Dom�nguez da cuenta de la situaci�n que continuaba vigente a�n en 1898:

En brev�simas palabras describir� esos humildes templos de la ciencia: son de ordinario casa de 50 a 60 pesos de renta, es decir, viviendas de pocas y reducidas piezas, de las que algunas toma para habitaci�n el director o directora, quedando las otras, las peores muchas veces, para amontonar en el reducido espacio que comprenden, un centenar o m�s de educandos. Ah� respiran, ah� estudian, ah� casi agonizan esas infelices creaturas, entre el fastidio que a todo ni�o ocasiona la quietud requerida por el estudio y una atm�sfera pesada y deficiente. [...] al salir tropiezan con otro mal: como en el mismo edificio en que se encuentra la escuela, hay otras habitaciones, y en �stas diversas familias cuya educaci�n no es siempre correcta, resulta que los ni�os escuchan palabras o pueden presenciar escenas que la moral repugna. [MCT 677]

Todav�a habr�a mucho por hacer para superar esta situaci�n...

En fin, si la manera en que el espacio f�sico de la escuela se va delineando y definiendo en el curso del tiempo nos comunica el significado que la escuela adquiere para la sociedad ilustrada del M�xico del siglo XIX, tambi�n recrea los sentidos del espacio de relaciones que ah� ocurren: se definen los papeles y atribuciones que han de jugar sus actores principales, los juegos especulares de sus im�genes sociales.

1.3 Los actores escolares.

El siglo XIX representa uno de los momentos cruciales de transformaci�n y modernizaci�n de la sociedad mexicana en diferentes esferas y niveles de profundas resonancias en diversas facetas de la vida cotidiana. Sabemos que a la complejidad creciente de los grupos sociales, corresponde una mayor complejidad de sus funciones, tambi�n una especializaci�n creciente de sus instituciones y la recreaci�n de los papeles atribuidos a los actores. Las transformaciones y definiciones que vive la educaci�n elemental, particularmente a lo largo de ese siglo, son una muestra fehaciente de la modernizaci�n de esas sociedades. Las im�genes y representaciones sociales en relaci�n con sus principales protagonistas constituyen uno de los indicios m�s valiosos al respecto.

En el caso del maestro de instrucci�n elemental, durante ese per�odo, transita del oficio a la profesi�n; es decir, el punto de partidaradica en los servicios contratados por las familias que ten�an los recursos para hacerlo como la forma posible de este tipo de instrucci�n a finales del siglo XVIII. Oferta que, sin embargo, estaba mediada por el control corporativo, pues eran los gremios de la antigua sociedad novohispana, particularmente el Gremio de Maestros del Nobil�simo Arte de Primeras Letras, que databa de 1601, [MCT 678] el que otorgaba las autorizaciones o licencias para ense�ar por cuenta propia o bien para establecer una escuela y que, asimismo, vigilaba esta actividad. La crisis de los gremios, sigue al inicio de la vida independiente del pa�s, pues las iniciativas ilustradas pon�an en tela de juicio el esp�ritu de las corporaciones. As�, en la medida en que avanza el siglo XIX , es el poder p�blico, primero a trav�s de los Ayuntamientos; despu�s a trav�s de los Municipios y el Estado el que cada vez asume con mayor amplitud y peso esta funci�n. Es decir, la instrucci�n pas� de la tutela del gremio al ejercicio libre de la profesi�n (1821-1866); despu�s, con el triunfo de los liberales, a una profesi�n controlada por los Municipios (1867-1884) y, finalmente, a una profesi�n regulada por el Estado. [MCT 679] Y si bien en un principio las exigencias y pruebas para el preceptor estaban puestas exclusivamente en un comportamiento intachable y la preparaci�n rudimentaria que ten�an los interesados en obtener la licencia, el inter�s que fueron adquiriendo la escuelas de primeras letras traslad� esas mismas exigencias a la certificaci�n de los estudios dada por una instituci�n especializada: los maestros emp�ricos fueron desplazados por los maestros que segu�an una trayectoria de entrenamiento ad hoc primero en las Academias de Maestros y despu�s en las Escuelas Normales, que se fueron consolidando hacia la segunda mitad del XIX.

Este proceso tambi�n nos comunica las im�genes y representaciones que ten�a la sociedad mexicana del maestro. En un principio se trataba de una ocupaci�n como cualquier otra que no las ten�a todas consigo: no gozaba de la simpat�a popular ni a menudo constitu�a una opci�n para quienes se dedicaban a ella, que por lo dem�s escasamente sab�an leer y escribir y no ten�an otras posibilidades de ingresos, pero se le toleraba. Muchos relatos autobiogr�ficos y otras fuentes nos dan a conocer esta situaci�n:

S�lo la maldita pobreza me puede haber metido de escuelero; ya no tengo vida con tanto muchacho condenado; �qu� traviesos que son y qu� tontos! Por m�s que hago no puedo ver a uno aprovechado. �Ah, fucha en el oficio tan maldito! �Sobre que ser maestro de escuela es la �ltima droga que nos puede hacer el diablo!.... [MCT 680]

Esta situaci�n se prolong� hasta muy avanzada la vida independiente; sin embargo, cada vez fue objeto de cr�ticas m�s severas, como lo muestran algunas de las participaciones en el Segundo Congreso Pedag�gico (1891) que cuestionan la ocupaci�n del maestro, 'tierra de nadie':

Entonces el estudiante destripado, el abogado sin negocios, el ingeniero sin ingenio, la viuda desolada, la anciana achacosa y la beata paup�rrima, cre�an que lo m�s f�cil y adecuado para acabar burs�tiles penurias era abrir una escuela y hacer deletrear a los ni�os el Silabario de San Miguel y hacerlos pintar palote y trazar malos garrapatos. [MCT 681]

Un aspecto significativo de los juegos de im�genes y representaciones sociales en torno a la figura del maestro de primeras letras, lo constituyen los modales y la presentaci�n personal que ellos se exig�an a s� mismos y que los dem�s le exig�an. As�, el preceptor de las escuelas de principios del siglo XIX ten�a particular cuidado de estos aspectos: "Caracterizaba su traje un frac, no negro, sino tenebroso, con faldones de movimiento espont�neo", nos dice don Guillermo Prieto. [MCT 682] La falta de reconocimiento social, m�s bien de un franco desprestigio, fue una de las marcas del oficio que prevaleci� muchas d�cadas despu�s de la Independencia; la compensaci�n de tal situaci�n, aunada a las exigencias de conducta intachable, explica "la costumbre de los maestros de tratarse en p�blico con gran cortes�a y de creerse situados en la cumbre de la cultura y de los buenos modales. Los que hab�an abrazado la profesi�n por gusto siempre hablaban de lo sublime de su labor, comparada no pocas veces con el magisterio de Cristo". [MCT 683] A horcajadas de los siglos XIX y XX, encontramos nuevamente im�genes del maestro porfiriano preocupado por su presentaci�n, quej�ndose por la "absoluta falta de ropa; adem�s -dec�an- la gente es demasiado exigente juzgando por apariencias". [MCT 684]

La paulatina modernizaci�n de la escuela rudimentaria y la expansi�n de las redes escolares, a la vez que incidi� en la preocupaci�n por la preparaci�n de los preceptores, en sus procesos identitarios y en su dignificaci�n social, en la medida en que fueron vistos como una de las piezas clave de los ambientes ilustrados, pues la familia y los poderes civiles depositar�n en ellos las posibilidades de la transformaci�n de la sociedad. De este modo, se fue configurando un modo de ser particular, un modo de hacer y de vivir plenamente identificados con la tarea docente: para la ense�anza y por la ense�anza, no solamente de la ense�anza, plenamente conscientes de su responsabilidad con los dem�s, que se se�ala en todos los tonos: "los da�os causados por una mala educaci�n son por lo general irreparables, de mayor trascendencia social y no de tan f�cil conocimiento como los ocasionados por la impericia de un m�dico, de un abogado, de un ingeniero". [MCT 685] Las nuevas exigencias de su desempe�o delimitan la especializaci�n de sus funciones; su identidad quedar�a definida frente a otras ocupaciones y profesiones.

Sin embargo, el lugar de reconocimiento que el maestro hab�a ganado ante s� mismo y ante los dem�s, no necesariamente fue acompa�ado de una remuneraci�n digna, de mejores condiciones de vida, de una comprensi�n m�s profunda de su trabajo. Los polos de tensi�n entre su valoraci�n y devaluaci�n, entre la idealizaci�n de su trabajo y su estigmatizaci�n, ya estaban presentes desde esos siglos y se escuchan directamente por boca de los maestros, que oscilan entre sus deberes con la sociedad y la exaltaci�n del oficio y el rechazo m�s absoluto: "los disc�pulos son "un fardo insoportable, un peso que nos agobia, una carga que nos abruma". [MCT 686]

S�lo que en la escuela, como instituci�n moderna, converge otra instituci�n, tambi�n moderna, a saber: la familia conyugal, con nuevos atributos y deslindes, descubre el sentimiento de la maternidad y el sentido de protecci�n a la infancia. De tal modo, asume como una de sus tareas primordiales la de cuidar a sus hijos y la de proporcionarles instrucci�n, recurriendo para ello a personas e instituciones especialmente preparadas con ese fin. Todo esto acontece en el �mbito de los procesos de urbanizaci�n creciente y de aspiraciones m�s pr�ximas a las de las sociedades letradas.

Estas nuevas im�genes sociales nos remiten a las familias urbanas medianamente acomodadas que cobran conciencia del papel que tienen en relaci�n con la crianza de los hijos; una de sus principales preocupaciones es la de proporcionarles instrucci�n para lo cual recurr�an a preceptores, o bien a los maestros y escuelas de la �poca -a horcajadas de los siglos XVIII y XIX, sobre todo particulares; conforme avanza el XIX, las que abundan son las gratuitas-. La expansi�n cada vez mayor de las redes escolares impulsadas por la consolidaci�n del proyecto ilustrado favorece, tambi�n la emergencia de los padres de familia como actores en la trama de relaciones de la vida escolar, interviniendo en ella de diferentes formas: defendiendo a sus hijos, exigi�ndole a los maestros, solicitando a las autoridades el establecimiento de m�s escuelas, etc.

Pero la situaci�n de las familias urbanas, muchas veces letradas propiamente dichas, difer�a de otros modelos familiares que son propios del aislamiento de los n�cleos de poblaci�n ind�gena y de los poblados rurales, as� como de los sectores urbanos pauperizados: las escuelas gratuitas, de la Iglesia y del Ayuntamiento, en principio, desde finales del XVIII, atienden a ni�os pobres donde la situaci�n familiar es otra, pues colaboran en las tareas dom�sticas y en la econom�a familiar, de modo que la necesidad de instrucci�n se percibe de otra manera; inclusive suele considerarse como una p�rdida de tiempo: "[a los padres] los ayudan desde chiquillos en sus trabajos seg�n la edad, ya en la milpa, en traer le�a ... y las hembras, en cargar a sus hermanitos, moler, tortear, demotar algod�n, hilar", como lo informan algunos reportes de Yucat�n hacia 1789,[MCT 687] que son frecuentes en todas las regiones del pa�s. Esta situaci�n, como sabemos, es uno de los campos donde se libra la batalla por la obligatoriedad de la escuela elemental durante el siglo XIX, fortalecida por las prescripciones que tratan de establecerla ya desde 1820 pero que ni aun a fuerza de propuestas y de leyes de instrucci�n p�blica (1842; 1867; 1888) se llevar�a a la pr�ctica cabalmente por falta de condiciones.

Otra de las acotaciones de la modernidad en la que convergen la escuela y la familia, son las nociones tempranas de escolar y de pupilo, desplazadas hacia finales del XIX por la de educando, como una etapa de la vida moldeable, maleable, susceptible de ser corregida y canalizada hacia comportamientos aceptados socialmente, per�odo de la vida determinante por sus procesos de adquisici�n. Las edades en las cuales el escolar puede acceder a la instrucci�n rudimentaria, en principio est�n marcadas a partir de la propia din�mica de la vida social y su integraci�n de lleno a la vida de los adultos. As�, por ejemplo, hacia finales del siglo XVIII, en que la edad para casarse, entre las capas m�s amplias de la poblaci�n, se daba alrededor de los catorce a�os para los hombrecitos y hacia los doce para las mujercitas, la edad para ir a la escuela rudimentaria se estableci� de cinco a doce a�os para los primeros, y de cinco a diez para las segundas. [MCT 688] M�s adelante, hacia 1842, con otra de las iniciativas de ley para hacer obligatoria la escuela b�sica, se establece otro rango para cursarla: de siete a quince a�os, en tanto que hacia 1869 se se�alan los cinco a�os de edad para iniciarla sin precisar l�mite de edad. Ya en torno al �ltimo cuarto del XIX iniciativas de diverso tipo, tales como la Ley sobre Instrucci�n Primaria en el Distrito y Territorios Federales (1888) y los acuerdos del Primer Congreso Pedag�gico (1889-1890), establecen la edad escolar obligatoria que nos es familiar: de seis a doce a�os para ambos sexos. En esta �ltima delimitaci�n de edades influy� de manera significativa la percepci�n de la relaci�n entre la edad de los escolares, su comportamiento y el tipo de aprendizajes que pod�an realizar, datos que servir�an de base para clasificarlos en grupos que facilitar�n el trabajo de los maestros. Las aportaciones de la psicolog�a evolutiva, fruto de la difusi�n del evolucionismo y de la consolidaci�n de la psicolog�a como disciplina aut�noma de la filosof�a, fueron decisivas al respecto, ya que propiciaron el desarrollo de una nueva noci�n para orientar la actividad de los ni�os en edad escolar: la de edades o etapas formativas, que permitir�an ir afinando el concepto inicial e ir precisando, a partir de este fundamento, otros conceptos referidos a la vida escolar: adem�s del de clase y grupo, el de la ense�anza c�clica o conc�ntrica, como medida frente a la saturaci�n de los contenidos y la fatiga escolar que de ello derivaba. Esta organizaci�n c�clica de los contenidos de estudio qued� claramente establecida en el Reglamento para las escuelas nacionales primarias de ni�os de 1879 -antecedido en 1878 por el de primarias y secundarias de ni�as-. [MCT 689]

Los pedagogos de la �poca, por su parte, recuperaron el principio de integraci�n c�clica, como uno de los fundamentos del m�todo activo, precisando la necesidad de que:

[...] desde que el ni�o comience a ejercitarse en una ense�anza, se le d� idea de toda ella, de modo que el programa de cada grado o secci�n de la escuela o clase presente un todo completo, en el sentido que contenga todas las partes en que dicha ense�anza se divida. [...] En tal concepto, los ni�os de cada secci�n deber�n dar, no una parte de la asignatura como es com�n que suceda, sino el conjunto de ellas desde un principio, de modo que todas las secciones estudien la asignatura completa, variando en cada una s�lo por la mayor intensidad y extensi�n. [MCT 690]

Otra acotaci�n interesante respecto a la poblaci�n que asist�a a las escuelas elementales, es la distinci�n de g�nero. Las soluciones que dieron las sociedades de esos tiempos fueron diversas y las oportunidades que se abrieron dependieron de la mentalidad y recursos de las diferentes capas sociales. Como tendencia general se aprecia a lo largo del XIX una importante diferenciaci�n en la educaci�n de ni�os y ni�as; quiz� la necesidad de la instrucci�n femenina se fue generando no por s� misma, sino por el papel que los sectores m�s o menos acomodados le atribu�an a la mujer en la familia moderna.

Al finalizar el siglo XVIII, las ni�as que proced�an de familias de escasos recursos recib�an la ense�anza de los rudimentos en las Amigas particulares y Amigas p�blicas gratuitas -como la anexa al Colegio de las Vizca�nas, primera instituci�n educativa laica de M�xico, que atend�a a las ni�as criollas acomodadas- que, a pesar de que sus maestras tambi�n fueran autorizadas por el Gremio, no estaban consideradas en el reglamento respectivo. No fue sino en el curso de las dos primeras d�cadas del siglo XIX cuando la educaci�n femenina empez� a percibirse como un problema y a ensayarse diversas alternativas que superaran las carencias de las Amigas. 1823 result� ser una fecha decisiva para proyectar la educaci�n mexicana, cuyo marco ser�a el de la Constituci�n Pol�tica del pa�s; ah� se decretaba la creaci�n de escuelas de instrucci�n elemental para las ni�as y para los adultos. Sin embargo, los planes de estudio para este nivel a lo largo del siglo muestran una tendencia a diferenciar los contenidos de los ni�os y de las ni�as, en detrimento de temas constitucionales (1832), de c�lculo y cient�ficos (1865) seg�n la mentalidad en juego en los diferentes momentos de la �poca. Se puede decir que no es sino hasta los acuerdos del Primer Congreso Pedag�gico (1889) que se plantean los mismos contenidos para ambos. Algunas estad�sticas durante el Porfiriato, sin embargo, muestran un n�mero de escuelas de ni�os y de ni�as equilibrado entre s�.

Respecto a la poblaci�n infantil que asiste a las escuelas de primeras letras gratuitamente, sean �stas gratuitas propiamente dichas o particulares que aceptan escolares que no pagan, no debemos perder de vista que es el n�cleo que ya a horcajadas de los siglos XVIII y XIX constituye el germen de los que ser� la escuela p�blica plantea muchas de las dificultades, problemas y carencias que se han debido atender de diversas formas. Los generalizados ausentismo y deserci�n escolar, que desde muy temprano constatan los maestros, nos remiten a la elemental falta de alimentaci�n, de ropa, de vivienda; a condiciones de salud y a enfermedades end�micas y epid�micas; al trabajo infantil como parte sustancial de la econom�a familiar que los poderes locales, religiosos y civiles, fueron enfrentando de distinta manera en el curso de esos siglos. Liberales y conservadores asumir�an, desde distintos lugares y con varias soluciones, la necesidad de ofrecer educaci�n a los pobres, obligaci�n que cada vez asumir� con m�s energ�a el Estado. Una soluci�n interesante a fines del Porfiriato, es la inclusi�n de m�dicos escolares [MCT 691] como parte del Cuerpo de Inspectores.

1.4 El tiempo escolar.

Ahora bien la escuela elemental como instituci�n moderna est� acotada no s�lo por el espacio, sino tambi�n por el tiempo, que a su vez es una construcci�n espec�fica de cada sociedad y de cada cultura. Y si bien los tiempos de la escuela est�n en consonancia con el ritmo de la vida social que los marca y los explica, tambi�n presentan su propia especificidad. En t�rminos generales, podemos decir que los tiempos de la escuela transitan del 'tiempo que no cuenta' al tiempo que se transforma en un factor de considerable importancia para organizar la vida social y econ�mica del pa�s; de la laxitud a la precisi�n; de la casi inexistencia de marcos de temporalidad a la exigencia de mayor prontitud y eficiencia, de mayor rendimiento y mejores resultados, acordes con los valores y comportamientos que privilegia la vida moderna. La creciente racionalizaci�n del tiempo y del espacio escolar marchar� de la mano con los procesos de modernizaci�n de las distintas esferas de la vida social y del incipiente industrialismo de nuestro pa�s.

En los siglos anteriores al XIX no se percibe una delimitaci�n precisa de los tiempos escolares; las nociones de jornada escolar, de semana escolar, de a�o escolar y de duraci�n de las lecciones, sin las cuales en nuestros d�as ser�a impensable la escuela, en ese entonces no exist�an. Los tiempos dedicados primero a la doctrina y despu�s a los rudimentos de la instrucci�n en general, eran connaturales a la vida social en la que jugaban un papel prioritario las necesidades de las familias y de la comunidad. Sin embargo, en el transcurso del siglo XIX vemos sucederse ante nosotros el movimiento propio del tiempo de la escuela b�sica: pasan ante nuestros ojos las escuelas p�as con dos clases donde no hab�a l�mite de tiempo para pasar de una a otra, a la disposici�n propia de las Escuelas Lancasterianas que promov�an a los alumnos de una secci�n a otra seg�n el dominio que de un contenido dado realizaba el alumno y, adem�s, con un puntual elenco de actividades variadas administradas en tiempos precisos, consecuentes con los principios pedag�gicos del sistema.

Sin embargo, como tendencia general, se puede se�alar un hecho que en s� mismo es una evidencia: en el proyecto del Reglamento General de Instrucci�n P�blica de 1823 el tiempo en que se ha de cursar la primaria no constituye una preocupaci�n; �sta la vemos aparecer hasta el plan de 1853, que establece: "Tales ense�anzas deber�n impartirse por dos a�os y medio y nunca menos de un a�o a ni�os de extraordinaria capacidad". [MCT 692] Tendremos que esperar hasta 1891 para que la ense�anza primaria se organice en ense�anza primaria elemental, que se cursar�a en cuatro a�os, y en ense�anza primaria superior, en dos a�os. [MCT 693]

Asistimos tambi�n a la paulatina precisi�n de las jornadas escolares donde, hacia finales del siglo XVIII y varias d�cadas del XIX, los ni�os asist�an a la escuela de las 8 � 9 horas a las 17 horas, con un receso a mediod�a para comer. En realidad se daba aproximadamente una hora de margen a la entrada, ya que los ni�os se entreten�an por el camino, bien porque no ten�an recursos para desayunar y deb�an esperar a que sus padres les consiguieran algo, porque no ten�an ropa para presentarse, o simplemente porque se entreten�an jugueteando por el camino. Las Escuelas Lancasterianas (1822-1890) por su parte, casi a lo largo del siglo XIX, impusieron un horario similar, pues en la ma�ana trabajaban de las 8.30 a las 12 horas, con un receso de 12 a 15 horas para comer, y otras tres horas de clases por la tarde. El s�bado por la tarde se ense�aba educaci�n civil. [MCT 694] Un horario similar estableci� el Reglamento interior para las Escuelas Nacionales Primarias (1884), con jornadas de 8 a 12 horas y de 14 a 17 horas, combinando dificultad de las materias con las horas m�s apropiadas para su estudio. Mayor precisi�n se logr� tres a�os despu�s (1887), cuando se establecieron los horarios, siempre discontinuos, de acuerdo con las edades de los ni�os: los de primer a�o, de 9.30 a 11.30 horas; los de segundo, de 9 a 12 horas; los de tercero, de 8.30 a 12 horas y los de cuarto a�o, de 8 a 12 horas; la sesi�n vespertina era de 15 a las 17 horas. La primaria superior asist�a de 8 a 11.45 y de 14.45 a 17. [MCT 695]En este contexto, destaca el refinamiento que implicaron los acuerdos del Primer Congreso Pedag�gico respecto a la moderna distribuci�n del tiempo escolar, fundamentada en las m�s avanzadas teor�as pedag�gicas del momento: "Duraci�n de las clases (primer a�o veinte minutos, segundo veinticinco, tercero treinta, cuarto cuarenta, con media hora de descanso a discreci�n); semana de cinco d�as, a�o escolar de 10 meses". [MCT 696]

La gesti�n de los tiempos escolares configurar�a uno de los �ndices del rendimiento de las instituciones, acorde con la mentalidad propia de la modernidad.

En fin, nadie dudar�a de los avances y redefinici�n que la educaci�n popular logr� durante el siglo XIX en el orden de las ideas, de las teor�as, de las leyes y de los reglamentos y disposiciones; las limitaciones y carencias de la vida escolar real y concreta en los ambientes conflictuados pol�tica, cultural y econ�micamente, difer�an de los planteamientos te�ricos y normativos. A ra�z de los Congresos Pedag�gicos y lo que ah� se plante�, un articulista de un famoso diario capitalino, El Siglo XIX, contrastaba:

Desde nuestras altas monta�as se ven siempre sobresalir campanarios dominando la escuela donde maestros con m�s hambre que ciencia ense�an a medio leer a ni�os medio desnudos, mal nutridos y ya empe�ados por las palabras antipatri�ticas del cura [...]. Hay en toda la naci�n algo como un cortante color gris, la constante mezcla de lo grande y lo peque�o. [MCT 697]

2. La escuela primaria, cristalización de las utopías ilustradas.

Las tradiciones europeas que convergen en el movimiento de la Ilustraci�n, desde diversas tendencias y antagonistas, son el fermento intelectual de la vida cultural del siglo XIX; el centro desde el cual se instituyen y regulan otras formas de vida social, se avizoran otros valores a partir de los cuales hombres y mujeres percibir�an el mundo desde lugares renovados, recrear�an el sentido de su existencia construyendo nuevos modelos de relaci�n social y nuevos modelos educativos acordes con sus aspiraciones y su visi�n del mundo. Es decir, se recrea la utop�a como apuesta de futuro, como proyecto de recreaci�n de la vida social y personal.

Ciertamente los siglos de las Reformas Religiosas que emprendiera el Occidente, bajo el signo de la disidencia respecto a la Iglesia instituida y de la contrarreforma cat�lica, hab�an quedado atr�s, pero no su intenci�n de fondo: operar una restauraci�n en la vida de los hombres y de las sociedades, en sus instituciones y en sus saberes. Y si el gran recurso de los reformadores religiosos para redimir a los seres humanos de sus males y del deterioro en el que hab�an ca�do, era la educaci�n, ahora para la Ilustraci�n decimon�nica, con otras banderas y desde otras consignas, atravesada por un proceso de creciente secularizaci�n, apuesta, asimismo, al car�cter redentor de la educaci�n. Comparte el anhelo de los reformadores: la transformaci�n de la vida social, la construcci�n de un nuevo orden a partir de la formaci�n de hombres nuevos.

2.1 Escuela, valores y modelos formativos.

As�, el M�xico del siglo XIX inaugura su independencia de la Corona Espa�ola y, part�cipe de las utop�as sociales, econ�micas y culturales europeas, proyecta su futuro en la imagen que poco a poco dibuja del Estado Moderno que se concreta en la Rep�blica, capaz de preservar la paz mediante la justicia y la igualdad de oportunidades entre los individuos. Los intelectuales ilustrados ve�an en �l la posibilidad de que la sociedad mexicana superara todos sus males, que proced�an de la ignorancia y el oscurantismo que se hab�an ense�oreado de amplios sectores de la poblaci�n durante los tres siglos de la Colonia; para dar el gran paso, la medida necesaria era la instrucci�n de los ciudadanos para hacerlos conscientes de sus obligaciones y conocedores de sus derechos, sustento de toda forma de igualdad y libertad; trabajadores, leales y comprometidos con el proceso de modernizaci�n que requer�a la nueva Naci�n mexicana. La construcci�n de un nuevo orden en lo pol�tico, lo econ�mico y lo social s�lo ser�a posible a partir de la formaci�n de otra mentalidad, de otro ser moral en esa masa ignorante y pobre; del desarrollo de un vasto programa civilizador cuya bandera favorita ser�a la de proporcionar los rudimentos de la lectura, de la moral c�vica y de la religi�n a todo el pueblo. Fil�sofos, legisladores, maestros de escuela, se dar�an a la tarea de pensar la formaci�n del ciudadano virtuoso, de regularla, de plantear m�todos, programas y contenidos, as� como las alternativas m�s concretas para renovar las pr�cticas escolares. Lucas Alam�n estaba absolutamente convencido de que:

Los males de la poblaci�n: suciedad, despilfarro, embriaguez, h�bito de trabajar s�lo para lo indispensable, pueden corregirse de golpe con el �nico remedio de mejor educaci�n civil y religiosa. La "Ilustraci�n" es uno de los m�s poderosos modelos de prosperidad de una naci�n. [MCT 698]
Pero los sue�os de transformaci�n social y las utop�as educativas de los pensadores mexicanos del siglo XIX, se topar�an con la compleja realidad del pa�s, con los problemas de financiamiento de las escuelas en una atm�sfera de inestabilidad pol�tica y social, as� como de altibajos econ�micos. Los programas educativos del siglo XIX se vieron atravesados por las disputas permanentes entre liberales y conservadores, entre monarquistas y republicanos, entre federalistas y centralistas que asumir�an, cada cual a su manera, la contienda por la instrucci�n popular. En medio de todo ello se construy� la escuela b�sica que nosotros heredamos.

Las autoridades eclesi�sticas y civiles que, en la medida en que avanza el siglo XIX se ir�n redefiniendo e intercambiando funciones, hab�an asumido como consigna instaurar el orden entre la poblaci�n, combatiendo toda expresi�n de desorden y de peligro social; para ello, uno de los m�s poderosos aliados era la escuela, pues �sta ser�a una de las instituciones abocadas a dar una ocupaci�n a ni�os y j�venes hambrientos, descuidados, sometidos a ambientes violentos, corruptos y viciosos. Hacia el �ltimo cuarto del siglo XVIII, momento del que partimos en el desarrollo de este texto, la escuela se planteaba como la medida id�nea para preservar a la poblaci�n joven de los peligros y los males del mundo, como una de las tareas moralizadoras que hab�a asumido fundamentalmente la Iglesia desde los or�genes de la evangelizaci�n y que despu�s har� suya el Ayuntamiento: "se limpiar�an las calles de chiquillos y ladronzuelos y se ense�ar�a el debido respeto a las nuevas autoridades". [MCT 699]

La tarea ordenadora que emprendieran esos siglos implic� privilegiar algunos valores sobre otros para dar juego al programa de regeneraci�n social; �stos normar�an la acci�n de la escuela, por lo menos como aspiraci�n. A horcajadas de los siglos XVIII y XIX la moralizaci�n de la sociedad se planteaba desde la perspectiva de la religi�n en t�rminos de obediencia y respeto planteados en los siguientes t�rminos: "Respetar y temer a Dios, a los santos de su particular devoci�n, al sacerdote, al padre, al cacique o al jefe pol�tico parec�a ser la clave para entender la aculturaci�n infantil", se�ala Staples. [MCT 700]

Don Guillermo Prieto nos comunica muy bien los modelos de educaci�n infantil que prevalec�an a principios del XIX:

El ideal de un ni�o consist�a en que se estuviese quietecito horas enteras, en saber un buen trozo del Catecismo, de memoria, en oficiar el rosario en las horas tremendas, comer con tenedor y cuchillo, dar las gracias a tiempo, besar la mano a los padres y decir que quer�a ser emperador, santo sacerdote o, cuando menos, m�rtir del Jap�n.
En cuanto a la ni�a, le era permitido dar sus ojitos y sus piernitas a los amigos, hacer comida con sus mu�ecas, ir a la iglesia con los ojos bajos, comer poco... rezar mucho y no querer jugar al merolico con sus primos, sino ser monja.[MCT 701]
La persistencia del modelo catequ�stico que domin� la vida colonial persisti� muchas d�cadas despu�s; la formulaci�n de preguntas y respuestas preelaboradas repetidas por los ni�os mec�nicamente, denotaba una forma de pensar y de sentir mediada por la autoridad en cuesti�n, que nos remite a una interpretaci�n del mundo y del sentido de la vida humana en �l, pr�ximo a la cosmovisi�n teoc�ntrica. Ah� el ni�o y el adulto aprend�an lo que se esperaba de ellos. Los catecismos religiosos han servido, a partir de la Colonia hasta nuestros d�as, para instruir a la poblaci�n en las verdades que deb�an saber los cristianos, para introducirlos a la doctrina religiosa; resulta interesante que en plena vida independiente, a mediados del siglo XIX (1853), se decretara a los ni�os media hora de religi�n por la ma�ana y por la tarde empleando a�n el famos�simo Catecismo del Padre Ripalda .[MCT 702] En realidad el catecismo constituy� un g�nero literario y un modelo educativo que se aplic� a otros campos; as�, unos cuantos a�os despu�s del inicio de la vida independendiente, bajo la influencia de los republicanos franceses y espa�oles, G�mez Far�as introduce en la escuela b�sica el empleo de los catecismos pol�ticos para instruir -introducir en la doctrina c�vica-, con los mismos par�metros del modelo catequ�stico, al ciudadano virtuoso, en relaci�n con el c�digo de deberes y derechos, a veces ostensiblemente cargado a favor de las obligaciones y la obediencia, para con la Naci�n, que tambi�n fomentaba el sentido respeto a las jerarqu�as y de obediencia a las autoridades y superiores, la obediencia y la docilidad -en este contexto se publica Cartilla social o breve instrucci�n sobre los derechos y obligaciones de la sociedad civil (1833), de Jos� G�mez de la Cortina-. La pr�ctica de escribir catecismos pol�ticos, que no necesariamente desplazaron a los religiosos ya que coexistieron con ellos, se prolonga a lo largo del XIX adecuando sus contenidos a la educaci�n civil en turno. El comportamiento virtuoso, sea desde la perspectiva de la religi�n o bien de la sociedad civil, ser�a el paradigma educativo favorecido por el M�xico liberal.

Uno de los valores articuladores de la vida social, que cobra mayor fuerza en la medida en que nos adentramos en el siglo XIX, es el del trabajo, estrechamente vinculado con la modernidad. El sentido del nec-otio, de la ocupaci�n, de la industriosidad, de cierta utilidad de los conocimientos, se apodera cada vez m�s de la vida social; el ser humano se esfuerza por dejar su huella en el mundo recre�ndolo y model�ndolo con su trabajo. Esto se proyecta en la producci�n de modelos educativos orientados por la actividad y el orden, donde ni�os y j�venes encuentran el sentido de la actividad y del trabajo; se dar�a "mayor inter�s en promover h�bitos de industria y habilidades t�cnicas entre los educandos. No s�lo se esperaba producir un hombre religioso y moral sino un trabajador ordenado y capaz", [MCT 703] pues la inactividad, la desocupaci�n, la vagancia eran la fuente de muchos de los vicios que hab�a que impugnar, perseguir e, incluso, castigar.

De este modo la poblaci�n decimon�nica se preparaba para apropiarse del ideario de Gabino Barreda que marcar�a al Porfiriato: "Orden y progreso"; en la educaci�n se delega el avance de la Naci�n.

2.2 Contenidos de estudio y aspiraciones sociales.

Por lo dem�s, los contenidos escolares, raz�n de ser de la ense�anza b�sica, constituyen un importante indicio de la manera en que la sociedad mexicana daba sentido a su vida. Si durante los tres siglos que dur� la Colonia, el mundo se interpretaba a trav�s de las verdades religiosas y la l�gica de la salvaci�n, correspondientes a la ense�anza de primeras letras que se realizaba a fines del XVIII, paulatinamente se introducen un sentido de utilidad en el aprendizaje integrando rudimentos de lectura, de escritura y de c�lculo, as� como aquello que tuviera que ver con el comportamiento moral y civil (1826, 1827), con la costura y el bordado para las ni�as y el dibujo para los ni�os. 1857, con el triunfo de los liberales, marca un parteaguas en el que la historia sagrada y el catecismo religioso desaparecen como contenidos escolares.

La percepci�n del mundo a trav�s de la ciencia y de las verdades positivas que poco a poco se ir�an imponiendo, as� como el desarrollo de una conciencia c�vica y nacional, que tend�a al amor a la patria y a sus instituciones, y una concepci�n integral del desarrollo humano, ampli� el espectro de materias de estudio entre las que se introducir�n la instrucci�n moral y c�vica, lengua nacional (escritura y lectura), lecciones de cosas, aritm�tica, ciencias f�sicas y naturales, geometr�a, geograf�a, historia, dibujo, canto, gimnasia, labores manuales, como qued� establecido para el plan de estudios de la escuela b�sica primaria en el Primer Congreso Pedag�gico de fines del Porfiriato. [MCT 704] Este espectro de contenidos se ven�a bosquejando desde d�cadas atr�s, como lo se�ala D�AZ COVARRUBIAS en su informe de instrucci�n p�blica:

La tendencia a ampliar las materias de ense�anza en las escuelas primarias, que no merece sin duda alguna una sola palabra de censura, es moderna y aconsejada por el r�pido progreso de las ciencias, muchos de cuyos principios pueden y aun deben estar ya en el dominio universal. La idea antigua de la instrucci�n primaria ten�a que limitarse a lo que era indispensable para constituir al hombre en ser verdaderamente social y pr�cticamente racional, despertando sus facultades intelectuales y cultivando sus inclinaciones afectivas. [MCT 705]
Tambi�n resulta significativo, en cuanto a concepci�n del mundo y de la vida, el hecho de que las familias acomodadas desde finales del XVIII y durante todo el siglo XIX, a trav�s del recurso de maestros particulares en calidad de institutores y preceptores, tuvieran particular inter�s en introducir, sobre todo a sus hijas, en los comportamientos m�s refinados que comprend�an desde normas de urbanidad hasta "idiomas, pintura, dibujo, baile y m�sica [...] caligraf�a". [MCT 706]

Ahora bien, el hecho de que la modernidad se orientara a establecer un nuevo orden social implicaba, a la vez, una cuidadosa geograf�a del control para fomentarlo o, en su caso, para conservarlo. En lo que se refiere a la escuela rudimentaria, �cu�les fueron las tecnolog�as del orden que se pusieron en marcha?

2.3 Tecnolog�as del orden.

La disciplina resulta ser una de las pr�cticas de tal manera inherentes a la vida escolar, que es dif�cil pensarla fuera de este contexto que le da un sentido educativo; sin embargo, �sta nace en el espacio de las �rdenes religiosas y las pr�cticas de los conventos, como un instrumento para dominar las pasiones y los pensamientos. En sus inicios es un instrumento hecho de cuerdas y a veces con alambres, se empleaba para azotarse, como penitencia. La disciplina escolar tambi�n nos remite al sometimiento del comportamiento de los escolares a las normas establecidas, a la sanci�n de todo lo que se considerara una falta, al est�mulo de lo que se ten�a por conducta valiosa y deseable. En su significado de origen, tambi�n se emple� en las escuelas de finales del XVIII y principios del XIX, seg�n consta en algunos relatos autobiogr�ficos que describen los implementos de castigo en uso: "Ac� hay disciplinas, y de alambre, que arrancan los pedazos; hay palmetas, orejas de burro, cormas, grillos y mil cosas feas [...]". [MCT 707]

El recurso al castigo f�sico era una de las pr�cticas m�s favorecidas; la experiencia que nos relata el Periquillo Sarniento era de lo m�s com�n:

Tal era mi nuevo preceptor, de cuya boca se hab�a desterrado la risa para siempre [...]. Era de aquellos que llevan como infalible el cruel y vulgar axioma de que la letra con sangre entra, y bajo este sistema era muy raro el d�a que no me atormentaba. La disciplina, la palmeta, las orejas de burro y todos los instrumentos punitorios estaban en continuo movimiento sobre nosotros; y yo, que iba lleno de vicios, sufr�a m�s que ninguno de mis condisc�pulos los rigores del castigo. [...] cuando iba o me llevaban a la escuela, ya entraba ocupado de un temor imponderable; con esto mi mano tr�mula y mi lengua balbuciente ni pod�an formar un rengl�n bueno ni articular una palabra en su lugar. Todo lo erraba, no por falta de aplicaci�n, sino por sobra de miedo. A mis yerros segu�an los azotes, a los azotes m�s miedo, y a m�s miedo m�s torpeza en mi mano y en mi lengua, la que me granjeaba m�s castigo". [MCT 708]
Y si bien las Cortes de C�diz prohiben los castigos f�sicos en 1813, su uso se prolong� hasta entrada la segunda mitad del siglo XIX; la propia Compa��a Lancasteriana los establec�a en su reglamento, aunque tambi�n es cierto que ten�a otros dispositivos para conservar el orden en la escuela, tales como la cuidadosa organizaci�n de las actividades y los tiempos de los alumnos, ya se�alada por Lancaster -"Cuidar de que todos los disc�pulos en la escuela tengan algo �til qu� hacer y un motivo para hacerlo"-. En estas escuelas se aplicar�a tambi�n un sistema de premios y castigos para fomentar el aprovechamiento y el comportamiento de los escolares que era de esperarse; de este modo, se empleaban tarjetas conocidas 'divisa de m�rito', que destacaban lo que se consideraban cualidades: aplicaci�n, aprovechamiento y dem�s; que se complementaban con las de castigo, que se�alaban los d�ficit: desaplicaci�n, desaseo, descuido, traducidos a calificativos peyorativos. Uno de los mayores est�mulos para los escolares constitu�a en llegar a ser monitores.

Las pr�cticas disciplinarias en la escuela, para el �ltimo cuarto del siglo XIX, no hab�an cambiado sustancialmente; se segu�an empleando los azotes, el encierro en los calabozos o cuartos aislados, el retrasar el horario de los alimentos, etc. PROTASIO TAGLE plante� algunas medidas menos lesionantes, tales como "amonestaci�n en p�blico o en privado, expulsi�n de clases por un d�a; en asuntos graves el maestro deb�a consultar al director [...]. Los directores quedaban facultados para expulsar en forma temporal o definitiva seg�n lo requiriera el asunto". [MCT 709]

Una de las disposiciones m�s avanzadas al respecto, es el Reglamento de las Escuelas Nacionales Primarias de Diciembre de 1896, que estableci�: "En ning�n caso se aplicar�n en las escuelas oficiales o particulares, castigos que degraden o envilezcan a los ni�os". [MCT 710]

Las correcciones deseables, sin embargo, siguieron centradas en el sistema de premios y castigos, sancionando las faltas y estimulando el aprovechamiento, la puntualidad, la limpieza, la buena conducta. Esto dio origen, adem�s, a la demostraci�n de conocimientos a trav�s de los ex�menes cuyos resultados eran registrados en calificaciones y premiados de diversa manera: con regalos, con monedas, con diplomas. Para 1889 los alumnos que conclu�an bien la escuela primaria, recib�an una boleta.

Es importante se�alar que las medidas de orden y correcci�n que formaban parte de la realidad cotidiana de las escuelas no distaban del trato, muy generalizado por cierto en amplios sectores de la poblaci�n, de que eran objeto los ni�os mexicanos y de otras latitudes. Un indicador de esta situaci�n, lo constituye el concurso sobre testimonios de maltrato infantil, abierto por la Facultad Pol�tica de la Universidad de Zurich, Suiza, en los siguientes t�rminos:

Se ofrecen premios de 2'000 francos a la mejor memoria sobre los malos tratos a los ni�os por las personas encargadas de su custodia, y otra cantidad igual para premiar los trabajos relativos al trabajo excesivo de los ni�os impuestos por personas responsables de su cuidado o extra�os a quienes hayan sido confiados. Ser�n preferidos los informes de los maestros de escuela y pueden presentarse escritos en Ingl�s, Franc�s, Alem�n o Italiano. [MCT 711]

2.4 M�todo y sistema.

Los otros grandes dispositivos que sirvieron para organizar la vida escolar en sus diversos aspectos son el m�todo y el sistema, cuyos deslizamientos sem�nticos durante el per�odo que abordamos en este texto, resultan particularmente significativos no s�lo de la construcci�n de la escuela b�sica mexicana, sino de la misma disposici�n del sistema educativo nacional, sumum de los procesos de escolarizaci�n que la modernizaci�n de la sociedad mexicana constru�a d�a con d�a.

Una de las observaciones tempranas y recurrentes -al final de la Colonia- con la que autoridades y padres de familia valoraban la eficacia-ineficacia de los maestros, es precisamente la de su falta de sistema o m�todo. Las quejas y las cr�ticas de autoridades y padres de familia al respecto son constantes por la carencia de los criterios m�nimos para la organizaci�n de los alumnos, para la selecci�n de actividades y su distribuci�n, para ense�ar unos contenidos dados, para establecer orden en la vida escolar, la presencia o ausencia de m�todo.

Las im�genes por las que transita la vida de las escuelas, aunada a la preparaci�n de los maestros, establecen un parteaguas entre los maestros supuestamente preparados para su funci�n y los maestros que carecen de elementos para hacerlo; unos desconocen c�mo dirigir a los ni�os y j�venes y mantener las m�nimas condiciones para ense�arles algo, en tanto que los otros saben c�mo hacerlo, pues manejan el m�todo o sistema para organizar a los escolares y disponer lo que hay que aprender. De tal modo, el par�metro para ponderar el curso de la vida escolar es, pues, el orden o bien el desorden.

En este sentido, uno de los criterios tempranos de organizaci�n de los alumnos es el de su clasificaci�n en secciones o grupos con fines de ense�anza, que dar� lugar a diversos sistemas que se van imponiendo y combinando en el curso de las d�cadas. Uno de ellos, vinculado con el Virreinato de la Nueva Espa�a, era el individual, de uso com�n en las Amigas, donde la maestra atend�a a un ni�o por vez -y se desentend�a de todos los dem�s-; empleaba la Cartilla o Silabario para uso de las escuelas- sistema de lectura utilizado desde la Colonia hasta mediados del XIX- con la cual, a la vez, le ense�aba letra por letra, s�laba por s�laba, hasta formar palabras, y el Catecismo del Padre Ripalda para instruir en las verdades religiosas. Otro sistema que supera algunas deficiencias del individual, es el sistema simult�neo, siguiendo el modelo de los Escolapios, cuyo desarrollo se basa en la organizaci�n de dos secciones o grupos de ni�os, unos dedicados a la lectura y otros a la escritura sucesivamente, pues hasta que no dominaban los contenidos de una secci�n, no pasaban a la otra.

Un avance importante en este sentido lo represent� el sistema de ense�anza mutua o Sistema Lancasteriano, atribuido principalmente a Bell y Lancaster, [MCT 712] como una soluci�n a las necesidades de ense�anza y la carencia de maestros para atender a una poblaci�n que iba en aumento. En �l encontramos importantes principios de organizaci�n de la escuela que, si bien recogen experiencias anteriores dispersas, aportan otros elementos de orden: el maestro trabaja con instructores o monitores que selecciona, y entrena, de entre los alumnos m�s aventajados quienes, a su vez, se hacen cargo de grupos de diez escolares, que se llamaban decuriones; asimismo, los contenidos de ense�anza -lectura, escritura, aritm�tica y doctrina cristiana- se abordan de manera simult�nea en el tiempo dedicado a la escuela, y no sucesiva como antes, con una novedad m�s: los alumnos formaban parte de diferentes grupos o secciones de acuerdo al aprovechamiento que fueran logrando en cada uno de los contenidos. El sistema lancasteriano es capaz de atender a numerosos alumnos en perfecto orden y silencio, lo cual se obtiene con una constante actividad de modo que no se distraigan ni se aburran, con �rdenes constantes y muy precisas para efectuar los desplazamientos en el local y con una distribuci�n de actividades y tiempos muy meticulosa, que constituir�a, de hecho, la primera tabla de horarios escolares. Si tenemos presente que la Compa��a Lancasteriana organiz� la instrucci�n p�blica del pa�s casi durante todo el siglo XIX, podemos comprender que muchas de las cr�ticas que tuvo este sistema proceden de fin de siglo de los pedagogos reconocidos tales como ABRAHAM CASTELLANOS y ENRIQUE R�BSAMEN entre otros. [MCT 713]

El sistema simult�neo o colectivo, m�s avanzado que el que arriba mencion�, preve�a que el maestro ten�a la capacidad de atender a todos los escolares que aprend�an todos los contenidos juntos. En la medida en que avanz� el siglo XIX y los maestros se prepararon m�s, se impuso este sistema pero partiendo del la base de que los escolares se clasificaban en grupos homog�neos en relaci�n con la edad y los contenidos que manejaban. El maestro distribu�a su atenci�n entre cada grupo mientras que los dem�s realizaban otras actividades. Este sistema fue aprobado por el Primer Congreso Pedag�gico. [MCT 714]

En este mismo sentido de sistema, pues, se va haciendo cada vez m�s necesaria la clasificaci�n de los escolares y su disposici�n de grupos o clases articuladas en un todo, que ser� la arquitectura de lo que conocemos como sistema educativo nacional, acorde con las concepciones positivistas que se fueron imponiendo hacia la segunda mitad del XIX, cuyo bosquejo temprano ya lo encontramos en el proyecto de 1827 para organizar la ense�anza en "tres partes" [MCT 715] referidas a lo que hoy llamar�amos niveles. La labor de la Compa��a Lancasteriana, a lo largo de las d�cadas que colabor� con la educaci�n p�blica, contribuy� a regular y a uniformar las pr�cticas escolares.

Por su parte el uso temprano del m�todo aparece vinculado con los ex�menes practicados por el Gremio de Maestros para otorgar licencias para ense�ar. Ya desde entonces, uno de sus principales significados se refiere a la disposici�n de las condiciones necesarias para la buena marcha de la instrucci�n y se transforma en uno de los principales par�metros para valorar la ense�anza. Por lo general, el m�todo se define en relaci�n con particulares contenidos o materias de aprendizaje. As�, se transita por diversos momentos que ampl�an el espectro de posibilidades en relaci�n con el enriquecimiento de los contenidos de ense�anza y van particularizando y sistematizando las experiencias en determinados campos. Me explico: a lo largo del per�odo que abordamos en este texto, podemos distinguir dos grandes tendencias en relaci�n con este campo de problemas: podemos afirmar que desde finales del siglo XVIII hasta el inicio del Porfiriato (1876) domina lo que pudi�ramos llamar m�todo antiguo, que se caracteriza por pr�cticas repetitivas, contenidos memor�sticos e imitaci�n de modelos, que fomentaban el sentido de autoridad, la obediencia, la docilidad. Sin embargo, el marcar ciertos principios de organizaci�n en la marcha de la ense�anza, no nos debe hacer perder de vista las particularidades y avances en cada campo de contenidos que se van sucediendo a lo largo del siglo. Por ejemplo, en relaci�n con los m�todos de lectura, en 1820 se da un cambio importante en la medida en que los maestros van optando por el silabeo en vez del deletreo. [MCT 716] Respecto a esta tendencia que domin� el escenario de la vida escolar durante tantas d�cadas, resulta sugerente escuchar a Porfirio D�az, hacia 1896, refiri�ndose a los cambios recientes seg�n los cuales "los m�todos anticuados y rutinarios que hace a�n ocho a�os se practicaban en la inmensa mayor�a de las escuelas p�blicas, se han substituido con una sola tendencia uniforme y dominadora y un m�todo superior y racional". [MCT 717]

La otra gran tendencia que florece durante el Porfiriato, cristaliza en el m�todo de ense�anza objetiva y en las lecciones de cosas, ant�doto contra el verbalismo de las lecciones orales. Para ello, diversas aportaciones se conjugan, entre las que se cuenta la influencia positivista de Barreda, que recoge los avances cient�ficos de la �poca, como lo expresa D�az Covarrubias:

A esta necesidad que hoy siente el mundo moderno, el mundo del trabajo, de la industria y de la influencia definitiva de las ciencias positivas, corresponde la nueva faz que est� tomando la instrucci�n primaria con el sistema conocido bajo el nombre de Lecciones sobre las cosas". [MCT 718]
Asimismo, los desarrollos de la psicolog�a evolutiva, de la higiene escolar, de la psicopedagog�a y las innovaciones de los afamados pedagogos del tercer tercio del XIX radicados en Veracruz, entre los que se cuentan ENRIQUE LAUBSCHER, Enrique R�bsamen y CARLOS A. CARRILLO, s�lo por mencionar algunos, que introducen al pa�s las teor�as de Comenio, Froebel, Pestalozzi, Rousseau, Herbart, Spencer, entre otros, reconocen como principio de toda ense�anza la manera en que se realiza el aprendizaje: "El conocimiento del mundo material lo adquirimos por medio de nuestros sentidos. Los objetos y diversos fen�menos del mundo exterior, son la materia sobre la que primeramente se ejercitan nuestras facultades". [MCT 719]

A partir de ello, se pondr�n en juego muchos otros principios relacionados con la buena marcha de la ense�anza:

La marcha natural de la educaci�n es de lo simple a lo complejo; de lo conocido a lo correspondiente desconocido; de los hechos a las causas; cosas antes que nombres, ideas antes que palabras; elementos antes que
reglas". [MCT 720]
Por otra parte, los problemas del m�todo tambi�n se expresan en los textos escolares favorecidos por diversos motivos, puesto que muchas veces su difusi�n depend�a de la influencia de los usos europeos en boga y las concesiones locales para su publicaci�n, en tanto que otras estaban directamente prohibidos por las autoridades religiosas o civiles, tambi�n constituyeron otra de las expresiones y opciones en relaci�n con el m�todo, pues el autor vert�a ah� una determinada forma de transmitir conocimientos. Sin ir m�s lejos, los catecismos y las cartillas, si bien su uso temprano procede de la Colonia en relaci�n con los contenidos m�nimos de doctrina religiosa y rudimentos de lectura, como ya lo se�al�bamos, tambi�n es cierto que, avanzando los siglos constituyeron un recurso para poner a disposici�n de grandes sectores de poblaci�n diversos contenidos presentados en sus aspectos m�s elementales. El m�todo que ah� se sigue indudablemente es repetitivo, memor�stico y basado en la autoridad, acorde con los valores que se fomentaban. Otro ejemplo, lo tenemos en los diversos m�todos de lectura, no exentos de pol�micas, que se concentraron en los textos de autores tales como Enrique R�bsamen, Luis G. Mantilla, GREGORIO TORRES QUINTERO, etc., o bien en relaci�n con el caso de la ense�anza de la historia, tambi�n motivo de debate, a trav�s de los textos del propio R�bsamen, de Guillermo Prieto, de Justo Sierra.

Finalmente, puede decirse que en las nociones de m�todo y sistema se inscriben las aspiraciones, inicialmente de los ilustrados liberales y posteriormente de los cient�ficos positivistas, para darle uniformidad a la ense�anza a trav�s de los contenidos y su organizaci�n, de los procesos seguidos en su desarrollo, de los implementos y �tiles -entre los que se incluyeron los libros de texto desde finales del XIX-, de la distribuci�n de tiempos y actividades, de la valoraci�n de resultados, del sistema de est�mulos y castigos. A la legislaci�n y los reglamentos respectivos corresponder�a normarla y dar juego a las particularidades de cada regi�n, siempre en medio de los vaivenes y pol�micas del centralismo y el federalismo.

Todos los debates, reflexiones y medidas que se dieron en torno a la uniformidad de la ense�anza a lo largo del XIX, implicar�an la gesti�n de las autoridades en turno -Iglesia, Cabildo, Ayuntamiento, Municipio, Estado- para asumir las riendas de lo que se ense�aba, de c�mo se ense�aba y de qui�n lo ense�aba para decidir sobre ello.

2.5 Inspectores.

Estas disposiciones, orientadas a regular y a darle organicidad a las pr�cticas educativas, eran acordes por lo dem�s con la vocaci�n universalista del esp�ritu ilustrado y se erigieron en la m�xima aspiraci�n de la Rep�blica: la unidad nacional se podr�a lograr a partir de la uniformidad de la ense�anza que permitir�a superar las diferencias y desigualdades. Estos prop�sitos desde muy temprano requirieron de un sistema de vigilancia no s�lo de los maestros sobre los educandos, expresi�n de las tecnolog�as del orden, que se implement� a partir de la figura del Cuerpo Inspector de las escuelas (1827). La vigilancia y control se ejercer�a no s�lo por parte del maestro hacia los instructores, ni de los instructores hacia los escolares, sino de las autoridades escolares hacia los maestros para reconocer las condiciones en que trabajaban, su desempe�o, los m�todos que empleaban, la disciplina que administraban, las dificultades y carencias que constataban. Todo esto a partir de un sistema de visitas e intercambio de informes razonados que se van tornando m�s complejos y m�s fundamentados cada vez. La figura del inspector fue recreada a partir de la Ley reglamentaria de instrucci�n obligatoria (1891), que preve�a la creaci�n de un Consejo Superior de Instrucci�n Primaria que vigilar�a la marcha t�cnica y administrativa de las escuelas a trav�s de un cuerpo de inspectores. [MCT 721]

Las diversas tecnolog�as del orden aportaron experiencias y reflexiones que dieron lugar a la construcci�n de saberes especializados en relaci�n con la escuela como bien p�blico, con sus actores, con sus pr�cticas cotidianas, que se conocer�n gen�ricamente como pedagog�a moderna, uno de los frutos m�s preciados del siglo XIX que al Porfiriato le correspondi� el m�rito de cosechar. No por casualidad la profesi�n de maestro de escuela elemental fue una de las m�s estimuladas y valoradas durante el Porfiriato[MCT 722] de manera directamente proporcional al auge de la llamada �poca de oro de la escuela elemental; del mismo modo, la vocaci�n educadora que madur� en esta �poca dio lugar a una pl�yade de educadores de diversas profesiones y ocupaciones: periodistas, literatos, m�dicos, abogados, hombres de Estado.

A modo de Conclusión:

Los primeros pasos en la educaci�n popular mexicana se dieron desde la perspectiva de la ense�anza religiosa; sobre el esfuerzo desplegado por los evangelizadores de estas latitudes, se yuxtapondr�a despu�s el de la civilizaci�n ilustrada de los amplios sectores de la poblaci�n mexicana, que es el ambiente en el que la escuela b�sica construye los rasgos que la definen como tal y en el que adquiere un lugar privilegiado en la vida de la sociedad. Puede decirse que en el transcurso del siglo XIX la escuela de primeras letras transita, grosso modo, de las im�genes desordenadas, ca�ticas, irregulares y ruidosas de la vida escolar, a las de una escuela dominada por el trabajo, el silencio y el orden, que quiere tener cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa...

Los cambios se sucedieron de manera lenta, casi imperceptible, no exentos de fracturas, de resistencias, de contradicciones y de consecuencias. Sin embargo, la escuela b�sica del Porfiriato finalmente logr� asumir que su tarea, m�s que instruir, era educar. Laubscher y R�bsamen, Ildefonso Estrada, primero; m�s adelante Justo Sierra y Ezequiel A. Ch�vez, coincidir�an en que la tarea m�s importante de la escuela era incidir en el desarrollo integral y arm�nico del ni�o; esto es, en el desenvolvimiento de sus aspectos f�sico, intelectual, moral y est�tico. [MCT 723]

�ste ser� el legado del siglo XIX a la escuela primaria de la Revoluci�n Mexicana, pero tambi�n le hereda los d�ficit que, a pesar de grandes esfuerzos, no hab�a logrado superar del todo, tales como la insuficiente atenci�n a la vasta y compleja tarea de la educaci�n ind�gena y de la escuela rural, que los maestros revolucionarios asumir�n como bandera.

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