Dra.
Pilar Gonzalbo Aizpuru
El Colegio de México
En
todo tiempo la familia ha sido el agente educador universal y es la labor
docente una de las facultades y responsabilidades propias de la vida familiar.
Sin embargo, a partir del siglo XIX, cuando los estados nacionales declararon
su competencia exclusiva en el proceso formativo de la juventud, frente
al antiguo dominio de las instituciones eclesiásticas, la participación
de la familia en el proceso educativo pareció quedar igualmente marginada,
puesto que la institucionalización de la enseñanza relegaba a un segundo
plano la función socializadora, espontánea y no especializada de la comunidad
doméstica. Sin embargo, pese a decisiones políticas y proyectos secularizadores,
hoy se reconoce la importancia de la familia en la formación psicológica,
en el desarrollo de las capacidades individuales y en la estabilidad emocional
de los individuos. Desde luego, según las circunstancias, también hay
que tener en cuenta la intromisión de otros agentes que influyen en la
formación de patrones de conducta. Algo diferente era la situación hace
tres o cuatro siglos, cuando la educación se basaba en
principios morales y normas de comportamiento, y cuando la asistencia
a las escuelas sólo era accesible a grupos minoritarios.
En
cualquier caso, pero en particular al referirnos a la época colonial,
hablar de educación no equivale a referirse a escuelas y textos, ni tampoco
a lectura y escritura. La impartición sistemática de conocimientos intelectuales
y de técnicas instrumentales constituye la instrucción, que con preferencia
se imparte en las escuelas; pero limitar a esto la historia de la educación
dejaría sin explicar lo realmente importante en cuanto a la transmisión
de valores y hábitos culturales. Es obvio que en el mundo moderno los
medios masivos de comunicación, las ordenanzas municipales, las creencias
religiosas, las tradiciones locales, las modas y las exigencias laborales,
contribuyen a determinar las conductas de niños y adultos. El peso de
unos u otros factores depende de circunstancias personales, pero todos
se conjugan para impulsar o detener los procesos colectivos de modernización,
el arraigo de sentimientos nacionalistas y la adhesión a nuevos credos
y costumbres. La preocupación de gobiernos y de organismos internacionales
por la educación popular, es prueba de su trascendencia más allá de las
experiencias individuales.
Vale
recordar que la educación no es privativa de sociedades con un alto nivel
de cultura literaria ni de estados con organismos administrativos complejos.
Todos los pueblos, a lo largo de la historia, han tenido alguna forma de
educación ,
entendida como la acción socializadora de las generaciones adultas sobre
los jóvenes .
Las culturas mesoamericanas dieron gran importancia a la difusión
de creencias y de normas de conducta, esenciales para la consolidación
del poder político y de las solidaridades comunitarias. En el señorío
mexica, la labor de los establecimientos públicos de enseñanza
se complementaba con la actitud vigilante de los miembros de cada comunidad
y con el discurso moral y cívico de los ancianos representantes de
la tradición. Como en otras latitudes y culturas, el recurso de la
fuerza se mantenía en última instancia como razón suprema
capaz de someter a quienes se rebelasen contra las normas. Creencias religiosas,
prácticas cotidianas, actitudes ante la enfermedad y la muerte, respeto
a la autoridad y aprecio de valores inmateriales se fomentaban y reproducían
simultáneamente por la educación formal e informal
.
Esta serie de elementos integraban y fundamentaban la cosmovisión
de los indígenas y su particular talante ante la fortuna o la adversidad.
Es preciso valorar la importancia de los recursos educativos de los
pueblos mesoamericanos para no caer en el error de creer que los conquistadores
españoles llegaron a un páramo cultural; tampoco cabe engañarse
al imaginar que trajeron consigo proyectos educativos libres de prejuicios.
Frailes virtuosos y prudentes humanistas podían confiar en las virtudes
redentoras de la educación, pero ambiciosos, fanáticos e ignorantes
conquistadores echaban por tierra, día a día lo que los otros
construían.
El ámbito de la educación formal novohispana puede dar
una imagen de relativa homogeneidad y de adhesión a los modelos europeos:
la gramática latina y los libros de Aristóteles y Cicerón
se difundían en el virreinato del mismo modo que en las demás
escuelas del orbe católico, y el espíritu de la Contrarreforma
determinaba las formas de religiosidad y las actitudes hacia el conocimiento;
pero en las calles y en los hogares, incluso en los púlpitos y confesionarios,
la realidad americana se imponía y recreaba sus propias tradiciones,
sus propias normas y costumbres. Los textos leídos en los colegios
o en la Real Universidad pueden decir bastante acerca de la cultura académica
e incluso de las creencias establecidas por la ortodoxia católica,
así como el estudio de la implantación del sistema pedagógico
humanista en las escuelas de la Compañía de Jesús explica
no pocos rasgos de la cultura criolla; pero al mismo tiempo, el recuento
de los estudiantes asistentes a las aulas nos desengaña en cuanto
al alcance real de tales enseñanzas. Una minoría, casi exclusivamente
criolla, tuvo acceso a los estudios superiores, a la vez que familias medianamente
acomodadas y de no tan clara prosapia, avecindadas en los centros urbanos,
pudieron proporcionar a sus hijos los conocimientos elementales que se impartían
en escuelas de primeras letras y de gramática latina. El resto de
la población no asistió a las aulas ni escuchó a los
maestros, lo que de ningún modo significa que no recibiera alguna
forma de educación .
La identificación de los agentes educadores que actuaron en
la Nueva España y de los medios que emplearon, dentro y fuera de
las aulas, la interpretación de sus mensajes y, sobre todo, la respuesta
de los educandos a la acción pedagógica, debe contribuir a
enriquecer la comprensión de nuestro pasado, así como a explicar
las diferencias profundas entre los habitantes de las zonas rurales y los
vecinos de las ciudades. En el campo y en pequeñas poblaciones dispersas,
los agentes educadores fueron los frailes de las órdenes regulares,
en menor proporción los párrocos y doctrineros seculares y,
siempre en primer término, los miembros de la familia y el resto
de la comunidad. Mucho menor fue la influencia de los religiosos mendicantes
en las ciudades, en las que también hubo clérigos seculares
dedicados a la enseñanza, algunos maestros laicos y, de nuevo en
lugar principal, los padres y madres de familia y cuantos convivían
en las complejas agrupaciones domésticas peculiares de las zonas
urbanas.
Ya que a lo largo de los trescientos años de dominio español
los indios constituyeron el grupo mayoritario, pese a las epidemias que
redujeron dramáticamente su población, es indudable la importancia
de su influencia en la educación novohispana. Por una parte se deben
tomar en cuenta supervivencias en creencias, actitudes y costumbres locales,
con las variaciones propias de diferentes regiones y tradiciones. Por otra,
el proyecto educador de la corona española se orientó a la
evangelización, educación y progresiva asimilación
de los naturales a los patrones culturales cristianos e hispánicos.
En toda situación colonial se da una relación pedagógica
entre conquistadores y conquistados. Los dominadores no sólo tienen
el poder sino también el conocimiento, ellos
saben qué cosas deben hacerse y cuáles evitarse, en que forma
comportarse y cuáles son las funciones que corresponden a cada individuo
dentro de la escala social. Los españoles estaban convencidos de
la superioridad de su cultura y consideraban que la transmisión de
sus valores era una generosa dádiva que otorgaban a los incivilizados
aborígenes americanos. Por ello, como principio general, todo español
era maestro que podía enseñar mediante la palabra o con su
simple presencia como modelo de comportamiento. De esta convicción
partía el objetivo común a la educación formal e informal:
cristianizar a los indios, pero no sólo por el bautismo o por la
memorización de los dogmas y oraciones, sino por la asimilación
de costumbres y prácticas de la vida civil y religiosa.
El principio comúnmente aceptado por los humanistas de la educación
por el ejemplo, se convertía en un arma de dos filos cuando difícilmente
se podía garantizar la ejemplaridad de la conducta de los conquistadores.
Precisamente ésta fue una de las cuestiones debatidas durante las
primeras décadas del dominio español, al propugnar los religiosos
la separación de las dos repúblicas y al pretender los funcionarios
reales la asimilación inmediata de los indios a las costumbres castellanas.
El ejemplo de los españoles sería contraproducente para el
proyecto evangelizador ya que, como dijo el oidor de la Real Audiencia y
luego obispo de Michoacán, don Vasco de Quiroga: "No se ve casi
en nosotros obra que sea de verdaderos cristianos, de modo que piensan,
y a veces lo han dicho, que jurar y lujuria y alcahuetear es oficio propio
de cristianos y cosa en la que procuran complacerlos, pensando que aciertan .
Los pilares de la educación novohispana, inspirada en el Renacimiento
y moldeada por la Contrarreforma, fueron las virtudes morales en todos los
niveles y el humanismo clásico en los estudios medios. El cultivo
de la prudencia se iniciaba desde la infancia, cuando se imponía
a los niños una distribución del tiempo que no les dejase
espacio para la holganza y la disipación. Los adultos, ocupados en
sus negocios, encontraban en la prudencia el justo medio que les permitía
disfrutar de sus bienes y cumplir con sus compromisos religiosos. El trabajo
ya no era un castigo divino para quienes recogían copiosas ganancias
en alguna ocupación tanto más placentera cuanto más
pingües beneficios ofreciera. Lejos de las extremas penitencias y de
los arrebatos místicos, los empresarios novohispanos consideraban
satisfactorio el equilibrio entre seis días dedicados a los intereses
materiales y uno a las obligaciones espirituales. Además, la mortificación
que se recomendaba consistía en no dar al cuerpo menos de lo necesario,
pero tampoco más.
Entre los desafíos que afrontaron los evangelizadores de los
primeros años, no fue el menor convencer a los indios de que el matrimonio
era igual para todos, imponía las mismas obligaciones y otorgaba
los mismos derechos a los señores y a sus vasallos, a los maridos
y a las esposas. Precisamente debieron dar la batalla en los mismos terrenos
en que había peleado la iglesia medieval contra el derecho romano
y su práctica extendida en todas las que fueron provincias del imperio.
Sin embargo, en Mesoamérica, el problema se planteaba tan sólo
en cuanto a las costumbres de la nobleza, lo que reducía considerablemente
su alcance. Apenas mediado el siglo XVI, los nobles que no habían
muerto se habían asimilado a las costumbres españolas y ni
siquiera se encontraban descendientes de los antiguos señores que
residiesen en el campo.
Para beneplácito de las autoridades civiles y eclesiásticas,
los indios, con poquísimas excepciones, conservaron costumbres morigeradas,
hábitos de respeto familiar y fuerte control comunitario, lo que
coincidía con el modelo evangélico, si bien tenía su
origen en costumbres prehispánicas. Quienes se trasladaron a las
ciudades, cambiaron paulatinamente sus formas de comportamiento y poco a
poco se asimilaron a los grupos de las castas. En la capital del virreinato,
ejemplo extremo de convivencia de diferentes grupos, la situación
fue muy diferente: el ejemplo de los españoles, el desarraigo de
los mestizos, la promiscuidad en las viviendas y las mil posibilidades de
eludir los controles de la autoridad, propiciaron costumbres que, a los
ojos de muchos viajeros, de la jerarquía eclesiástica y de
los oficiales reales, resultaban lastimosamente desordenadas .
Frente a la diversidad de estructuras y costumbres familiares, y
en contraste con la variedad de rutinas cotidianas, existió un modelo
familiar, propuesto por la Iglesia, aceptado por las autoridades civiles
y valorado por la gran mayoría de la población, incluso por
quienes no vivían de acuerdo con él. Este paradigma, con frecuencia
incumplido pero nunca discutido, era el prototipo de lo correcto, aunque
no fuera apegado a la práctica cotidiana. No en vano la jerarquía
católica, los teólogos y los canonistas, llevaban cientos
de años intentando imponer en el ámbito de la cristiandad
europea el matrimonio canónico. Españoles e indios, libres
y esclavos, nobles y plebeyos, ricos y pobres, vecinos de las ciudades o
de las zonas rurales, debían someterse al régimen de uniones
monógamas, indisolubles, basadas en la libre y voluntaria decisión
de los contrayentes, contraídas en ceremonias de carácter
público y registradas por los párrocos respectivos.
Las reglas de convivencia familiar incluían las uniones conyugales
y las relaciones con los hijos, sin que hubiera prescripciones relativas
a obligaciones con los padres, abuelos y el resto de la parentela, que tan
importantes fueron en el México indígena y en la España
medieval. Según lo determinado en el concilio de Trento, los padres
contraían la obligación de velar por la crianza y educación
de sus hijos, así como a éstos se les exigía corresponder
con amor y respeto. Bastaría releer los textos catequísticos
y morales sobre el cuarto mandamiento para apreciar la fría objetividad
de legisladores y moralistas, que no confiaban en la firmeza de los sentimientos
paternales y filiales, supuestamente inscritos por el Creador en el alma
de sus criaturas. Las normas conciliares no impusieron novedades radicales
en relación con la familia, sino que reforzaron lo dispuestos dos
o tres siglos antes, pero a duras penas se había conseguido imponer
en las provincias castellanas lo esencial de este modelo a comienzos del
siglo XVI, cuando los conquistadores españoles iniciaron su asentamiento
en el virreinato de la Nueva España. Las mezclas étnicas y
culturales propias de la sociedad novohispana, propiciaron la diversidad
de costumbres familiares y la despreocupación en el cumplimiento
de las leyes canónicas y de las ordenanzas civiles.
Sobre la
tradición prehispánica pesó, pues, tanto el ideal
de la familia católica, difundido por los religiosos, como las
costumbres medievales aún imperantes entre muchos de los recién
llegados y, en todo caso, la frecuencia de las transgresiones. Cuando
a fines del mismo siglo (1585) el Tercer Concilio Provincial Mexicano
se reunió para adecuar y difundir las normas de Trento, ya no se
trataba de señalar directrices a una población desconocedora
de las normas, sino a grupos numerosos y diversosque habían elaborado
su propia interpretación de aquello que las leyes canónicas
y civiles permitían o reprobaban. Por supuesto, ya que afectaba
a la vida privada y afectiva, la imposición de los decretos y canónes
tridentinos no era una simple cuestión de creencias o de declaraciones,
y resultaba, por tanto, bastante difícil de asimilar.
Resultaba así, una vez consolidado el sistema colonial,
que la familia no respondía a un solo modelo sino a varios, que
lejos de remediar el presunto desorden lo había consagrado como
forma común de convivencia, que los poderosos aumentaban su poder
y los pobres se tornaban miserables, que la pretensión de limpieza
de sangre llegaba tardíamente a familias que contaban con varias
generaciones de mestizaje, legítimo o ilegítimo, y que la
educación de los niños de la aristocracia estaba en manos
mercenarias y la de los pobres se improvisaba en las calles o en los lugares
de trabajo.
El hogar educador
El catecismo
de Ripalda
(q ue responde fielmente al de Trento) se refiere a la obligación
de los padres "naturales" de "doctrinar" a sus hijos.
Pero el adoctrinamiento
no tendría que ser necesariamente oral ni exclusivamente dogmático.
El ambiente familiar, los prejuicios aceptados y los valores asumidos,
constituían el complejo de mensajes formativos que recibían
los jóvenes novohispanos
El ordenamiento del espacio urbano impuso de manera contundente
la jerarquía de dominio y sumisión que correspondía
al sistema político y social. De acuerdo con el proyecto original,
las viviendas de los españoles quedarían dentro de la traza,
en torno de la plaza mayor, mientras que los indígenas se agruparían
en los barrios marginales. Las necesidades cotidianas modificaron en buena
medida el patrón segregacionista original, pero dejaron invariable
el principio selectivo que le dio origen. El mensaje pedagógico
se inculcaba indeledeblemente en la mente de los vecinos de la capital:
por más que el catecismo dogmatizase sobre la igualdad de las almas,
la realidad mostraba que los hombres eran diferentes, que la diferencia
significaba superioridad de unos sobre otros y que a cada quien le correspondía
un diferente lugar en la vida.
Incluso entre los españoles hubo grandes diferencias porque
fueron pocos los privilegiados que pudieron
disponer de amplias residencias, en general de dos plantas, que permitían
la cómoda convivencia de familiares y allegados en numerosas habitaciones
independientes. Los jacales de los indios, pequeños y miserables,
mantenían al menos el desahogo de pequeñas huertas y corrales
domésticos, mientras que los españoles pobres, junto a los
mulatos y mestizos de escasos recursos económicos se mezclaban
en la promiscuidad de las vecindades, con sus patios y espacios comunes
para el aseo y la cocina. Aun cuando muchas casas señoriales alquilaban
algunas piezas para viviendas humildes, se trataba de dependencias en
la planta baja o en los entresuelos, en patios interiores, corrales y
caballerizas, en los que era igualmente manifiesta la distancia que separaba
a los vecinos de cuartos y accesorias de los señores que ocupaban
la planta alta .
Al igual que el espacio, el tiempo de la ciudad fue regulado por las normas
religiosas y civiles. Desde los campanarios de conventos y parroquias
se convocaba a la oración, al trabajo o al descanso, y el calendario
litúrgico advertía de las devociones correspondientes a
cada festividad. Incluso el repique de las campanas tenía su propia
jerarquía, con indiscutible primacía de la catedral, cuya
voz era repetida en círculos progresivos. El paso de las horas
señalaba los cambios de actividades, que los vecinos de la capital
seguían con mayor o menor exactitud: puntualmente entraban y salían
los colegiales de sus escuelas, se celebraban las misas y se abrían
las sesiones del cabildo municipal, mientras que las tiendas y talleres
no se sometían a horarios estrictos y mantenían su actividad
según la demanda de los clientes. Después de anochecer estaba
mal visto que las mujeres anduvieran por la calle, pero ello no era obstáculo
para que doncellas y casadas encontrasen pretextos para visitar a sus
vecinas. Como en tantas otras circunstancias, lo importante era la existencia
de la norma, aunque las infracciones fueran frecuentes.
En la mayor parte de los hogares, las tareas culinarias eran casi
siempre ocupación de las indias, quienes introdujeron el maíz,
la calabaza, los frijoles y el chile en la cocina de las familias españolas,
en las que se mezclaron con condimentos, guisos y productos antes desconcidos
en América. Los utensilios de hierro y cobre alternaban con las
tradicionales ollas de barro, todavía presentes en las cocinas
mexicanas. La misma síntesis que imperaba en los anafres y fogones
se manifestaba en las canciones, las expresiones coloquiales, la decoración
de la casa y las costumbres de higiene, como el baño, que los novohispanos
disfrutaban pese al recelo de los españoles.
La capacidad adquisitiva de los distintos grupos determinó
el mayor o menor consumo y variedad de alimentos ultramarinos o novohispanos.
El maíz, esencial para los grupos populares, no fue desdeñado
por los más aristocráticos; la calabaza y el frijol fueron
igualmente aceptados por los más exigentes paladares, mientras
que se veía con conmiseración o repugnancia el consumo de
insectos, larvas, y de ciertas hierbas como los quelites, por parte de
los indios. El estómago y el gusto contribuían así
a la diferenciación jerárquica colonial. Los expendios callejeros
de comidas preparadas, a los que tan aficionados fueron siempre los vecinos
de la capital, aceleraron el mestizaje culinario y contribuyeron a divulgar
sabores que incorporaban alimentos de ambas tradiciones alimenticias.
Para la minoría que disfrutaba de larga vida conyugal y
desahogo económico, el quehacer doméstico era ocupación
absorbente y a veces placentera, compartida con sirvientas, parientas
y allegadas y compatible con ratos de grato esparcimiento. Estas mujeres,
aun sin tomar conciencia de ello, se convertían en educadoras de
las demás, tanto de las que convivían bajo el mismo techo
como de las amigas, vecinas o conocidas que, subyugadas por el prestigio
de la posición social, de la fama de virtud y del porte distinguido,
intentaban imitar los modales, el vestuario, el arreglo personal y las
costumbres hogareñas. A falta de medios masivos de comunicación,
el balcón y el paseo, la visita a la iglesia o el recorrido por
el tianguis eran espectáculo cotidiano en que mutuamente se contemplaban,
y se juzgaban, hombres y mujeres de los centros urbanos. De la confrontación
con los demás surgía el afianzamiento de la propia posición
o el intento de superar deficiencias propias, puestas de relieve al contemplarlas
como en un espejo en las miradas y gestos de los vecinos.
La legislación y los prejuicios sociales coincidieron en
el interés por normar las relaciones familiares y las prácticas
de la vida cotidiana. Las Ordenanzas de la Real Audiencia, firmadas y
selladas en 1539, mencionan los castigos correspondientes a las faltas
más comunes: los indios amancebados con una o más mujeres,
los que contrajeren matrimonio con más de una mujer, los que ocultasen
el impedimento de consanguinidad al contraer matrimonio, o los que se
negasen a convivir con su legítima esposa, serían azotados
y presos. Los que se bañasen en compañía de personas
de otro sexo, o se lavasen públicamente, serían azotados
y exhibidos públicamente. También serían azotados
o trasquilados quienes no se hincasen de rodillas al escuchar el Ave María
o no hicieran gestos de acatamiento al pasar frente a las cruces e imágenes
de los santos .
Cuando los indios abandonaban sus tierras y se trasladaban a vivir
en las ciudades, aprendían por necesidad las normas de convivencia
urbana, las expresiones más usuales de la lengua castellana y una
nueva forma de vestir, de saludar y de relacionarse con sus vecinos. Al
mismo tiempo, y en la mayoría de los casos, olvidaban sus costumbres,
el respeto a los mayores, la reverencia a sus deidades locales y la serie
de conocimientos tradicionales que de nada les servirían en el
nuevo medio. El resultado era que perdían, en buena medida los
rasgos propios de su identidad étnica para convertirse en indios
urbanos, con todo lo que ello significaba de desconcierto y carencia de
valores.
Entre los padres de familia no eran muchos los que habían
cursado estudios superiores o medios y ni siquiera era común que
supieran leer y escribir, todos ejercieron una influencia decisiva, más
allá de la instrucción catequística o el entrenamiento
en actividades artesanales. Se suponía que en el seno del hogar
se inculcarían los principios de orden, jerarquía, moralidad
y respeto que regirían la convivencia urbana. Ciertamente estos
valores eran públicamente aceptados por todos, pero en la práctica
se erigieron otros menos confesables y se desdeñaron aquellos que
no contribuían al bienestar de la comunidad doméstica, al
prestigio del apellido o simplemente a la supervivencia del grupo .
El
vestido y la vivienda, las actitudes y los discursos, las manifestaciones
de ira y las expresiones de afecto, la fingida humildad y los alardes
de soberbia, las devociones religiosas y las distracciones profanas, todo
contribuía a definir un modo de vida en el que los modales reflejaban
creencias y prejuicios, expresión del aprecio de determinados valores.
El afán de distinción impulsaba a consumir productos importados,
a exhibir alhajas y a usar un vestuario en el que la ostentación
respondía al compromiso de mantener la dignidad familiar. En cuanto
al vestido que las ordenanzas imponían a determinados grupos, como
los indios de ambos sexos y las mulatas, no cabe duda de la intención
jerarquizadora de la autoridad y de la función docente de su aceptación
y asimilación. Precisamente en núcleos de población
alejados del centro administrativo y de gran movilidad social, como eran
los reales mineros, no se prestaba atención a los reglamentos sobre
el vestido, con el correspondiente disgusto de quienes teniendo como patrimonio
el orgullo de una tez blanca, habrían querido hacer patente su
superioridad.
En los albores de la época ilustrada se juzgó con
dureza a los cabezas de familia, que habían sido responsables inmediatos
de la educación en el seno del hogar, y de quienes se esperaba
que colaborasen en la tarea de afianzar el orden, un orden eminentemente
jerárquico y patriarcal, refrendado por los principios del dogma
y de la moral cristiana. La Sagrada Familia, integrada por tres personas,
era el ejemplo de vida en comunidad, que podía incluir a otros
parientes, pero siempre bajo la jefatura del padre, que encarnaba la autoridad.
San Joaquín y Santa Ana, abuelos de Jesús, Santa Isabel
y Zacarías, sus tíos, y el muy popular primo Juan Bautista,
completaban el grupo de los allegados, a quienes correspondían
lugares subalternos.
Pero la realidad resultó ser bastante diferente del plan original:
las familias novohispanas fueron tan diversas como lo eran los grupos
étnicos, las categorías sociales y la capacidad de acceso
a los bienes materiales. Unos y otros recurrieron a formas de supervivencia
que con frecuencia consideraban la inclusión de personas ajenas
a la familia dentro de la comunidad doméstica y a la instalación
de las mujeres como suplentes provisionales o definitivas de padres ausentes
o difuntos.
En los hogares de españoles, pretendidamente apegados a
la tradición castellana, no fue raro que los hombres se ausentasen
para enrolarse en aventuras de exploración y conquista, o para
dedicarse a la explotación de minas o haciendas, a la vigilancia
de obrajes y al fomento de empresas de comercio. En el extremo contrario,
los maestros artesanos trabajaban casi siempre en espacios contiguos,
inmediatos o compartidos con el propio hogar, e incorporaban a la intimidad
doméstica a los aprendices y oficiales bajo sus órdenes.
Las familias acomodadas se incrementaban con jóvenes adoptados
o entenados, hijos naturales aceptados en condiciones más o menos
serviles y expósitos de origen presuntamente desconocido.
En casi todas las casas de la ciudad, era india, negra o mulata
la primera mujer que arrullaba a los recién nacidos, que les enseñaba
a balbucear las primeras palabras en su propia lengua y que sigilosamente
prendía amuletos entre las ropas de infante para asegurarle buena
salud y fortuna. La imagen materna se diluía así en una
mezcla de colores y lenguajes, mientras que la paterna podía ser
algo lejana, atemorizadora o absolutamente inexistente, dado el elevado
número de hijos naturales, fruto de uniones ocasionales de amancebamiento
y concubinato.
Si la confusión imperaba en los hogares españoles,
con o sin padre, con hijos legítimos, ilegítimos y adoptados,
sirvientes de diferentes razas y otros allegados, aún más
compleja era la organización de los miembros de las castas, entre
los que muchas madres de familia se veían obligadas a trabajar
fuera de su casa y recurrían a la ayuda de otras mujeres, parientas
o no. La disposición misma de las viviendas, abiertas a patios
comunes, permitía el apoyo solidario de quienes permanecían
realizando los quehaceres domésticos cerca del abigarrado grupo
infantil.
El orden espontáneamente instaurado en el virreinato permitía
la promiscuidad y la segregación, la hipocresía y el descaro,
la holgazanería y el trabajo compulsivo. Reconocía a los
padres la autoridad, pero aceptaba su ausencia y el abandono de sus responsabilidades;
exigía a la mujer recato y domesticidad, pero la obligaba a trabajar
para mantener a su familia; imponía un modelo único de educación
familiar pero dejaba a la improvisación la enseñanza de
los jóvenes. Tales contradicciones, que a nadie habían molestado
durante dos siglos, resultaron intolerables cuando la modernidad triunfante
denunció que las familias habían fracasado en su tarea docente.
La decisión de poner orden en una sociedad que parecía
caótica alcanzó todos los niveles. La corona promulgó
leyes sobre matrimonios de "hijos de familia", el cabildo de
la ciudad expidió ordenanzas que debían remediar desórdenes,
crímenes y alborotos, el tribunal de la Acordada extremó
su severidad en la persecución de delincuentes y los alguaciles
de la ciudad recorrieron las calles en busca de vagos y maleantes. Tal
despliegue de actividad correctora hacía evidente el fallo de las
familias y el fracaso de la iglesia como responsables de la educación.
El entuasiasmo corrector no fue exclusivo de los ministros ilustrados
de la monarquía española y su afán renovador no se
extinguió con el dominio colonial, pero no fue mucho lo que lograron
en relación con la vida cotidiana. En los albores de la vida independiente,
los principios rectores de la instrucción moderna podían
ser indiscutidos en las instituciones docentes, pero, al mismo tiempo,
la mentalidad de los novohispanos y las costumbres familiares, se mantenían
ancladas en un pasado que la escuela no podía borrar.
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